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Medellín: Patrimonio Histórico # 77
Luis Fernando González / Relatos del Centro
Víctor Bustamante
En esta conferencia
Luis Fernando González repasa la visión que dan sobre la ciudad algunos
especialistas en patrimonio, muchas veces plagadas de falsa nostalgia, además
realizada por divulgadores sin rigor que crean leyendas, aumentando así el valor
de algunos personajes anodinos; o sea, que desde el desconocimiento falsean y
reescriben la historia, pero cuando se indaga esa falsa magnificencia esta se
cae a pedazos, muchas veces amparada por las consultas en Wikipedia, o los
comentarios en las redes sociales, que en algunos casos se dan como verdades, o
también debido a la falsa tradición oral y escrita que da como hechos circunstanciales
que debe deben revisarse.
Hay dos ejes
centrales en esta charla, una es sobre la cartografía con su toponimia respectiva
y la exclusión, para lo cual su autor apela
a varios conceptos a través de la historia de la ciudad: La villa fundacional
con la toponimia fundacional, Los olvidos que hacen las toponimias, La villa
vieja y la toponimia independentista, La villa nueva y la toponimia
bolivariana, La expansión inmediata con toponimia regional y europeístas y La
nomenclatura actual, abstracta y racional 50 por 50, Palacé con Colombia.
Bajo estos
parámetros sabemos que el mapa del alarife Agustín Patiño 1675, corresponde a
la toponimia tradicional con los nombres descritos por el Cojo Benítez y
expresa solo la toponimia del barrio San Lorenzo. Desde ahí persiste la
exclusión, desde la Colonia, ya que otros lugares de la Villa no son
mencionados ni reflejados ahí, lo cual da lugar a pensar que aún existían, pero
donde vivían los últimos indígenas. Lo mismo que artesanos y si solo la élite
local era capaz de vivir su boato sin la presencia del sustento y apoyo de
otras clases de personas que cumplían la labor de ser sus servidores. También
poco se menciona a la persona quién donó los terrenos para la Plaza Mayor, la
iglesia de la Candelaria y para las calles aledañas, Doña Isabel de Heredia, así
cómo se empedró la plaza, y en 1676, se dispone en la esquina de lo que es hoy Boyacá
con Bolívar de la plaza mayor, ya erigida, un aparato de tortura, El Mico, que
era un poste con una argolla de hierro donde se colgaban a los presos, les
bajaban los pantalones para darles una paliza, también, por supuesto, para
alertar a la población sobre sus excesos y disidencias posibles. A los
indígenas, sus habitantes naturales, se les ordenó vender sus casas alrededor
de la plaza mayor a los españoles, y se les entregaron algunos terrenos por los
lados de Guanteros. Ya en 1850 se cambió el nombre de Plaza Mayor por Plaza de
Zea, -aún no sabían del despilfarro de dinero público de Francisco Antonio, que
pensaba que era un príncipe en Europa-, y en 1895, ya era el Parque de Berrío
al erigirse la estatua de Pedro Justo.
Medellín, 1675, Agustín Patiño |
En los últimos años
el nombre de Plaza Mayor ha sido apropiado por la simulación cultural de las
ultimas alcaldías, que bajo le égida del turismo, como el falso emprendimiento
que ellos aportan, han entregado la ciudad que quiere maquillarse como una
Barcelona del trópico, y poco a poco comienzan a cambiar la nomenclatura por lo
que uno de esos vasallos, desde el bureau, denominan la Medellín internacional,
la que gana premios anodinos y se desplaza lentamente hacia el sur, dejando la
estela del Centro Histórico en ruinas, y eso sí apropiándose de su toponimia
porque la verdadera Plaza Mayor es el Parque de Berrío. Los simuladores
culturales son atrevidos con sus cintillas de risa y sus títulos de plástico.
Ya cuando la ciudad
se amplía hacia lo que sería Villanueva, como dice Luis Fernando, Tyrrel Moore,
pensando en erigir a su Nueva Londres, se ganó la fama de haber donado los
terrenos, y esa actitud corre a través de los años cuando en realidad había donado
una parte, y eso sí se ha olvidado lo que el expositor dice sobre la llamada la
atención que es la tensión entre los habitantes, artesanos, que existían en lo
que serán los alrededores de la Plaza de Bolívar.
También explica el
mapa trazado en 1847 por Hermenegildo Botero, abogado, escritor, (aún no sé qué
significa “Templado por el trisagio”, uno de sus textos). También fue diputado
a la legislatura de la provincia de Antioquia y secretario del gobernador
Mariano Ospina Rodríguez, quien le dictó su testamento. Con los días y el nuevo
ascenso de otras personas al poder, la Calle del amor, el Resbalón, la calle de
la Amargura, Solitaria, la Calle del Calzoncillo, así como otros nombres dados
por la imaginería popular poco a poco fueron reemplazados.
pero en esta
exposición aparece algo que ha sido olvidado al ser escrita la historia de la
ciudad desde un solo punto de vista, así como solo expresa a los llamados
grandes hombres, al realizarles biografías, así como al escribirles en sus
centenarios, así como al erigirles estatuas, como una visión del mundo no solo
algo pobre sino llena de desalojos y olvidos.
Y ese algo nuevo es mirar la ciudad desde todos los puntos de vista
posible. La pregunta sería dónde vivieron los artesanos, los obreros, donde se
fueron a vivir los indígenas, y hasta cuando persistieron. Incluso en el texto de Francisco de Paula Muñoz,
“Descripción de Medellín en 1870”, cae en lo mismo y anota: “La Calle del Chumbimbo
(sin nombre oficial), entre La Playa y La Calle Barbacoas al Norte de la
Quebrada”. También refiere que la calle
Girardot, aún sin concluir su trazado, termina en una calle sin nombre por el
barrio del Chumbimbo.
Solo mencionamos
esta parte por una razón de peso, en los mapas se difuminan determinadas zonas,
en ellos aparecen los sitios llamados interesantes, de referencia, pero se
dejan de lado otros donde la vida bulle en su anonimato, en su expulsión y
exclusión pública, pero que sirve de sustento para otros, esa es la vida de los
indígenas, de los artesanos en su momento, esa es la vida de los obreros y de
los artistas y de aquellas personas que apenas ahora se recupera su presencia.
De ahí que, al mencionar el límite de la ciudad, la Calle Barbacoas, Luis Fernando
nos de la posibilidad de otras indagaciones, así como el sector lejano de Guanteros
cubierto por la pátina sucia de quienes no auscultaron más allá en esos límites
la otra Medellín que crecía con sus arrebatos, con sus contingencias que sumaba
a la otra visión que dan la totalidad de lo que sería la Medellín que vendría.
En síntesis, esta
conferencia, es la llave para abrir otras puertas siempre cerradas al concepto
de lo popular como la otra parte que le falta a la definición de Medellín, de
ese Medellín excluyente y mentiroso, solapado e hipócrita que pensaba que
siempre vivía en un país lejano, para dejar de lado en las márgenes de su
historia, en los pies de página o en los archivos polvorientos, a las personas
que desde la anonimidad han contribuido a su crecimiento. De ahí que en una de
sus novelas, una de las sobrinas de Carrasquilla, al saber que servía de
personaje para una de sus creaciones le pidiera que la pusiera a hablar en
francés.
En los mapas,
siempre inconclusos, siempre excluyentes solo enseñan una parte de la ciudad y,
sobre todo, la que quieran que vean quien contrate la elaboración. Pero si en
esas zonas definidas de golpe al ver el mapa, en esa cartografía de un solo
lado, en esa sucesión de manzanas y de monumentos a personas que muchos de
ellos no merecen, siempre sabemos que la ciudad y sus calles hierven de otra
manera, de una manera que nunca será contada porque esos textos quedarán
guardados en la memoria de su autor y en el desalojo. Eso es notorio en el
mismo texto del Cojo Benítez que era consultado por investigadores y escritores
y nunca lo mencionaban como una de las claves para sus indagaciones.
En ese umbral, esa
zona oscura, yace la otra historia de Medellín. En esta conferencia hemos
vislumbrado una posibilidad, otra manera de mirar la ciudad. La de los otros,
que no figuran como ilustrados y afincados en el poder político de su momento.
Pero esa Medellín de los desalojos situados en esa zona oscura, molesta, negra para
algunos, se puede comprender en El primer
directorio General de la ciudad de Medellín para el año de 1906 de Isidoro
Silva L., donde aparecen desde los oficios más prestigiosos hasta los más
humildes con un sentido incluyente de ciudad, y en esa obra memorable, de Carlos J. Escobar,
Medellín, hace 60 años, que demuestra
cómo alguien a partir de su intuición y de su apasionamiento dejó una memoria que
aún sacude y sorprende desde su lejanía.
Cierto. Luis Fernando
ha abierto un portón pesado, atiborrado de miradas y análisis oxidados que tenemos
siempre presente como una verdad, cuando en realidad es solo una mirada de soslayo
y de desprecio que ha escondido en su ausencia permanente, la otra lectura de
la ciudad, la de la aplanadora del cemento permanente que avasalla a Medellín, dirigida
por políticos de baja estofa que se conmueven yendo a Paris para ver edificios
antiguos mientras que la baba de montañeros salpica sus selfies sobre las
solapas de sus chalecos anti-babas de
tanto hablar y prometer, olvidando la ciudad de la exclusión y la del desalojo:
la de los músicos y teatreros, la de los artesanos, la de los obreros,
horticultores, herreros, hojalateros, pendolistas, plateros, joyeros, sastres,
sirvientes, tapizadores, tipógrafos, comadronas cerrajeros, bordadoras
albañiles, armeros, cocineras, cocheros costureras, enfardeladores, fruteras, y
tantos otros oficios que la memoria desecha, que la literatura nunca ha mirado
porque habitan en la penumbra y parece que no hubieran existido en la ciudad de
la eterna desmemoria.
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