Andrés Upegui -Babel, 2018- |
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La
gran película del mundo, Cine y filosofía
Andrés
Upegui
Víctor
Bustamante
El
cine, su interpretación, su crítica, su aproximación, siempre merece las
diversas reflexiones que lo acercan. A veces muy literarias, otras reseñas
someras, otros intentos de acercarlo a diversas ciencias. A veces puro
divertimento, otras; las más, reseñitas, lo cual, a pesar de algunas
contemplaciones con sus parrafitos didascálicos, lo convierten en un punto de
inflexión, ya que para unos es el arte de nuestro tiempo, para otros como el
director de cine, Peter Greenaway, ya es una forma de arte desueta, de otro
siglo; y aun así, él persiste tratando de acercarse e ideando nuevos formatos
para narrar. De todas maneras este tipo de especulaciones, llevan a un intento
de interpretar el cine, esa sucesión de imágenes que nos abstrae y distrae de
la vida cotidiana, esa forma de arte que no ha podido desligarse de la
literatura; es más, que trata de absorberla, de devorarla, sin poder lograrlo.
Así una frase publicitaria tomada del antiguo vademécum chino persiste, en
decir que una imagen vale más que mil palabras. De sí una imagen solo muestra,
no interroga, pero si quien mira la imagen y posee, sin poses, un bagaje
apreciable la puede interrogar y darle su valor.
En
este caso, y, desde otro punto de vista, Andrés Upegui, en su libro, La gran
película del mundo, Cine y filosofía, intenta acercar estos saberes del pensar
al echo cinematográfico de la mano de uno de sus arúspices de la sociedad
civil, Giles Deleuze, al hurgar en ese laberinto teórico para merodear por el
concepto y la imagen como la piedra basal en la cual fundamenta su aproximación
al cine para buscar su diversidad de significados. Pero este arduo camino hacia
la interpretación del cine también conduce a su autor por un camino impensado:
su religiosidad, con la cual trata de abordar y darle cierto carácter a su
argumentación sobre este arte que, a veces, es industria, desde diversas
maneras, dándole ese tono contradictorio a su acercamiento a Deleuze. Pero con
la fe, como sustrato que no deja de ser una manera de proximidad a lo oscuro
con la creencia de que lo sobrenatural, como Dios, que es un invento de la
soledad, merodee en su libro para establecer más cadenas, como algo que
persiste.
Cuando
Andrés Upegui se aparta de este sustrato cuasi filosófico y religioso, entrega
su versión sobre el cine, y más concretamente sobre películas poco mencionadas,
y, así reflexiona con textos brillantes como: “Un personaje en contra de su
autor”, “La tragedia del artista sin cabeza”, “El cuerpo prisión del alma”,
pero percibo que no pierde su sustrato confesional cuando en un texto preciso y
contundente sobre Andre Rubliov de
Andrei Tarkovski, incluso, casi justifica el asesinato que lleva a cabo el
monje con ciertas medidas ex profeso, y, termina comparando ciertos pasajes de
esta película que sobrecoge, con los ocurridos de una manera sobrenatural en la
Biblia, ese libro excluyente, con milagros o eventos que son pura ficción. Sí,
la Biblia aquel libro cuyo productor, Cecil B. de Mille, para el cine de
Hollywood le dio tantos réditos al describir su ficción.
Pero
también en un texto sobre Wenders, El
cielo sobre Berlín, Andrés más teólogo que crítico de cine, se extenúa con
los ángeles, aquellos seres incorpóreos que hacen parte de la cofradía católica
y que en el tiempo en que fue filmada esta película aparecían de la mano de la
moda californiana. Ya sabemos cómo la Nueva era se trasvasó en angelología y
nos hicieron creer en este tiempo de crasa irreligiosidad que los ángeles,
seres de ficción, llegarían. Wenders, aún más ingenuo, los lleva a que se
pierdan entre los libros de las bibliotecas, cuando su único fin dentro de esas
creencias es ser portadores de mensajes que se inician así, El ángel del Señor
anunció a María, el acto de más crueldad hacia un hombre al establecer a San
José, carpintero diligente, como una víctima del amor, y del dogmatismo
religioso.
Este
discurrir católico a ultranza se soslaya y otras veces reaparece de una manera
contundente en muchas de sus apreciaciones, en su texto sobre El abrazo de la serpiente, no por los efectos especiales y risibles del final,
sino de una crueldad inusitada, en un chico de Laureles, que deja de lado lo
que es un exterminio. Luego Andrés se refiere a Luis Alberto Álvarez, su mentor,
como un verdadero apóstol del cine que con tesón, inteligencia y amor abrió, y
enseñó el camino de ese arte en la ciudad. Pero también, en sus opiniones,
Andrés condena al género biográfico como algo de farándula, olvidando que la
vida y los aportes de una persona no deberían pasar de largo. Luis Alberto en
ningún momento, en sus críticas, apeló de una manera directa a su religiosidad
para analizar una película ya que sospechaba que era un muro de contención
donde se quedaría atrapado, y podría quedar cercenada su objetividad.
De
todas maneras la aproximación de Andrés, cuando no es tan confesional, continúa
con una posibilidad casi inédita, para abordar una crítica de cine donde se
tengan en cuenta los diversos elementos que aportan la literatura, así como la
filosofía para darle al cine una confrontación con las otras ciencias y
asumirlo de una manera total, para que no queden fisuras cuando se interpreta o
se analiza una película. Ejemplo de este enfoque valioso, ya los había
mencionado, pero reitero en ellos: “Un personaje en contra de su autor”, donde
juega con haber encontrado a Figueroa, aquel protagonista de fábula hasta
llevarlo a una intrigante conversación. Este texto es el único donde Upegui,
muy serio y ecuménico, desborda su humor y contundencia como una manera de abordar
un documental. Un texto esclarecedor. “La tragedia del artista sin cabeza”
sobre el cine de Carlos Santa, en este texto cumple lo que debería sr un
escrito sobre cine, invita a ver el trabajo de Santa, que por fortuna no es un
santo, y es uno de los más acertados del libro. Dentro de las otras críticas
en, “El cuerpo prisión del alma”, Andrés aborda el caso de un secuestro y lo
hace con donosura y mucha sapiencia. También en el texto sobre La mujer del animal, desborda su
capacidad y conocimiento de cine para encontrar otro matiz, lejos de la
violencia y ven en su interior el drama humano.
Aun
así, el cine regresa de la mano de Andrés Upegui con su carácter
contradictorio, donde la pasión y el análisis fraguan un texto lúcido.
Como
colofón hay unas palabras de un gran cineasta Claudio Lanzmann que le da un
peso inusitado al testimonio directo: “Él insistió en que la palabra era la
única forma de transmitir el Holocausto hasta el punto de afirmar que si, en el
curso de sus investigaciones, encontrara imágenes de los campos filmadas por
los nazis, las destruiría”.
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