martes, 9 de octubre de 2018

Horacio Marino Rodríguez en Estación Central de Medellín


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Horacio Marino Rodríguez en la Estación Central de Medellín

Víctor Bustamante

Una obra de arte posee una significación que la distingue de las otras, lo que aporta, la tendencia que abre una posibilidad creativa, y quién la llevó a cabo. Además por pertenecer a una ciudad determinada, termina con el tiempo, dándole su sentido de pertenencia a esa ciudad donde fue creada. Me refiero a los edificios que, año tras año, crean el perfil, su silueta. Edificios que con los días se convierten en el paisaje para muchas personas que lo tienen como un punto de referencia. Ya que sus muros, sus paredes, sus esquinas, sus arcos, el artesonado de sus puertas le otorgan esa identidad. Así que valorar un edificio, así como a su arquitecto, es darle a este el doble carácter de ser una obra de arte pero también que ha sido creado por un artista. El arquitecto posee esa doble función en idear obras de arte pero también que sean funcionales, que sirvan de algo, que sean de utilidad para que diversas personas lo habiten, lo usen, lo disfruten, vivan en él. Así estos edificios se convierten en el oasis, en la oficina necesaria, en el lugar para una función pública. Es decir, es parte de todos, así que lo circundan no solo los transeúntes y sus habitúes, también termina convirtiéndose muchas veces en símbolo de la ciudad o, a lo mejor,  en uno de sus lugares preferidos, ya sea en una calle de un barrio.

De ahí que cada edificio considerado como obra de arte posee un rasero, es uno solo, con las ideas creadas y materializadas por su autor que es su arquitecto. Un edificio es único en su género, de ahí que valorar su preservación y su cuidado es una labor que debería mantenerse para que la ciudad recuerde su historia, sus diversos periodos creativos; que la ciudad no olvide a quienes la construyeron y que la hacen relevante. Arquitectos, ingenieros y maestros de obra, alarifes y artesanos, dibujantes y escultores, ebanistas y carpinteros, merodean en cada una de sus construcciones.

Un edificio adquiere con los años su pátina, y no es una simple casa vieja, algo que es necesario demoler para que el hombre actual destruya lo que dejaron sus antecesores. Un edificio es una memoria, un edificio es el diálogo con otros arquitectos que antecedieron a los llamados modernos o posmodernos que han arrasado con la historia por el mismo efecto, el síndrome del progreso per se, el estar, en lo actual sin advertir que la ciudad la han construido diversos artistas, desde los albañiles, desde los artesanos, hasta el más serio arquitecto que la dibujó en el papel, hasta llegar al plano con el esmero y su detalle.

Un edificio posee algo que lo define, es un ejemplar único. Contrasta con el libro, el cine y la música; estos han sido editados en varios ejemplares, muchas veces en miles. Además en las bibliotecas se conservan originales o ejemplares de ellos, y además se pueden repetir, copiar ya sea de una manera legal o pirateándolos. Con un edificio no ocurre, es así mismo un ejemplar único, es así mismo la expresión de su autor, es así mismo su propio incunable. Es muy peculiar y difícil que un edificio sea construido en la misma ciudad dos veces con los mismos planos, a no ser las casitas del Estado o los actuales edificios de apartamentos que cambien el paisaje de la ciudad. De una manera indirecta se copia el modelo socialista, uniformado y sin gracia y sin color para los obreros y sus vidas desde afuera, grises. Alguna vez se construyeron o mejor se reedificaron los mismos edificios en una misma ciudad. Cuando, Varsovia, fue destruida en la Segunda Guerra Mundial, sus habitantes la reconstruyeron con la misma configuración paisajística, ya que ese crimen de lesa arquitectura, no podía dejar que la ciudad, su paisajes, su ámbitos: su esencia quedara solo en fotografías. Ellos la reconstruyeron con el mismo entusiasmo de querer que su vida cotidiana se mantuviera presente.

Por esos antecedentes, por esa contrastada manera, lo valiosa de esta segunda parte que recobra la obra de Horacio Marino Rodríguez, como arquitecto, se convierte en un réquiem, ya que la mitad de sus obras han sido destruidas lentamente y con la solapada manera de los dueños de estas obras, ya que sus edificios caen, se destruyen.

Esta exposición, que es también, recuerdo, presencia y reunión, comienza de una manera didáctica con nombres fijados en las paredes de la Estación Central de Medellín ya que remiten a una manera y a un estilo: balaustrada, arquitrabe, fuste, arco de punto. También hay un telón de color blanco donde el dibujo de un horno enseña cómo se fabricaba cemento, luego en el piso, dispuesto, un arco en ladrillo, en diversos entramados de ladrillos para mostrar cómo se dispone un muro, y, en hierro, una parte de lo que fue la cúpula de un banco así como sus vitrales. También la definición, en alto relieve, en madera, quemadas otras palabras y sus diagramas, con su significación, lo cual remite a aquellos nombres de la personalísima creación de la arquitectura en sus comienzos aquí en la ciudad. Cierto, aquí en lo que ha quedado de la poderosa Estación Central de Medellín nos disponemos para entrar a este edificio de estilo renacimiento francés que si no fuera por la protesta de un puñado de estudiantes de arquitectura de la UPB, hubiera sido destruido. Seguro, aquí, en este lugar entró Horacio Marino a reparar en su estilo. Seguro por estos pasillos, el arquitecto ha caminado para reparar en algún detalle o cuando salía de viaje, así como en este día celebramos sus obras, y sobre todo su obra, su actitud ante la vida, sobre todo, su inteligencia, su talento, su talante, para celebrar que algunas de sus obras están aun en pie.

Al interior, la exposición nos ilustra acerca de un libro de Horacio Marino, el Libro del constructor, donde él expone esa manera suya de resumir los materiales que se usaban, los procedimientos técnicos y, así mismo, da una idea acerca de su magnanimidad al no dejar que esos conocimientos sean de unos pocos sino que el público tenga derecho a utilizarlos, al igual que con su otro libro, Dieciocho lecciones de fotografía.

Pero y, ese pero nos advierte sobre las obras de HM Rodríguez en este campo específico de la arquitectura donde el réquiem que había mencionado sobre sus obras está presente debido a la insensatez de los medellinenses: el Circo España, el edificio Hincapié Garcés, el Banco Alemán antioqueño, el Teatro Bolívar, el Banco Sucre, el edificio Tobón Uribe, el edificio Sierra, la Fábrica Nacional de Chocolates, así como el núcleo de ellos mismos, donde la fotografía y la arquitectura confluyeron, el edificio donde funcionaba la Fotografía Rodríguez y la oficina de HM Rodríguez  en Palacé. Es decir, parte de su obra situada en el Centro de la ciudad, ha sufrido los embates y que la destrocen, que es como decir avasallar el Centro mismo. A pesar de que a Horacio Marino se le realiza un homenaje con justicia y con amor, es el arquitecto que más ha sido golpeado con la destrucción de su obra.

Esta clase de eventos, que son muy valiosos, solo poseen la escritura y la fotografía como una suerte de protección, pero también se convierten en una especie de perfidia y reclamo, ya que comienzan toda suerte de preguntas acerca de la indolencia y la insensibilidad que preside a diversas generaciones de medellinenses, que dejaron pasar de largo la nefasta manía destructora. Por eso solo tenemos la ironía de escribir páginas inútiles y sin sosiego para la evocación de un recuerdo pertinaz, la Medellín que nunca conocimos, sino en fotografías, en periódicos o en novelas. De ahí la paradoja de acudir al lenguaje a fin de señalar sus limitaciones, ya que las palabras solo pueden describir, mostrar estos momentos. Ante esa imposibilidad, y esa barrera, queda, esa aspereza, y el desconcierto, de estar hurgando una memoria que huye cada día ante la ciudad que marcha sin sosiego dejando de lado a sus creadores, en este caso a Horacio Marino Rodríguez, como si se preparara una trampa en la que siempre caemos, así nos retrasemos, y que es el llamado progreso. Tal vez porque esas continuas traiciones, de no preservar, trasmiten la desfachatez de aquellos mecanismos sin solución que conducen a la destrucción, como algo irremediable.

De todas maneras Luis Fernando González, al liderar parte de este evento, nos libera momentáneamente  de esas traiciones y olvidos, y recobra a un artista.







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