Darío
Ruiz Gómez
Nada
peor que la costumbre de no terminar nunca una obra pública. Ese muro a medio construir, informe, vejado por el agua
y el polvo no es otra cosa, como solían decir nuestras madres, que una
ofensiva muestra de dejadez, de nuestra
incapacidad para terminar aquello que iría a resolver un problema de la ciudad.
Durante los años que se interrumpió la construcción del metro el viaducto leproso se convirtió en la presencia
de la incapacidad de nuestros gobernantes para terminar una obra que iría a modificar la vida de los habitantes de la ciudad, la
noción de transporte tal como realmente sucedió cuando por fin fue inaugurado. Ese intervalo sirvió para
que se descorrieran los velos sobre lo que fue un turbio negocio con nombres y
apellidos conocidos y los cuales dejaron a la ciudad embarcada en el pago de una gran deuda mientras
los autores nunca fueron juzgados. Si
uno recorre hoy el trayecto del tranvía se da cuenta de que el daño causado por
la ignorancia de los planificadores y
diseñadores de lo que tendría que haber sido una bella avenida podría haber sido peor y son los
usuarios quienes van concediéndole
sentido a ese espacio donde la
destrucción causó mucho estropicio dejando al descubierto feas culatas, desconociendo el valor agregado que suponía para el nuevo
recorrido la presencia de esa
arquitectura de anónimos autores cuyo
valor en cualquier ciudad no ha dejado de
recalcar Rem Koolhas. La ciudad anónima que no fue hecha por arquitectos.
Los trabajos de urgencia hechos por una burocracia incapaz de leer el
palimpsesto de la ciudad causan esta
desazón ante una intervención urbana
hechiza: recuerdo las seis casas del más puro estilo de los años 40
ejemplo de una arquitectura integrada a la calle con un gran valor estético. Lo
curioso es que San Francisco celosamente conservó este tipo de arquitectura que hoy explota como una plusvalía cultural, mientras
aquí la ignorancia la destruyó.
Y
esas casas de los años 40 definieron los alrededores de la calle Pichincha y
San Juan y la escala del barrio El Salvador. ¿Cómo hacerle entender a un burócrata que la escala de la arquitectura de un barrio,
de sus callejuelas definidas por su adaptación al terreno debe ser conservada como una referencia visual que
es a la vez un verdadero patrimonio? En
Medellín la articulación de las vías tal como sucede en cualquier ciudad
civilizada se debió seguir estableciendo
a través de las aceras pero es aquí donde constatamos la despiadada manera en
que por dejadez se está llevando a la ciudad al colapso al negar a sus habitantes el derecho a
caminar. Y cada vez nuestros burócratas desconocen al peatón, la importancia de
una bella calzada – la acera es un reto
de diseño urbano- como la más rotunda manera de afianzar el intercambio social. En los barrios pobres no hay aceras. Fracasa una ciudad cuando es incapaz
de resolver sus problemas de movilidad, aumento de población y sobre todo
incapacidad de crear nuevos espacios simbólicos y de preservar ese capital que
es la bondad y la confianza de las gentes,
valores intangibles más importantes que los “grandes proyectos”. La
acera articula la ciudad pues la ciudad
que no puede caminarse no existe. Hoy la gente
grita, vive asustada, enloquecida.
La ciudad es una trampa mortal. Otro contrato: que pasen las bicicletas.
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