LA
AURORA DE LOS DESTERRADOS
Darío
Ruiz Gómez
Al
contemplar las largas filas de familias
venezolanas cruzando por el terrible
clima del páramo de Berlín, envueltas en cobijas, apenas guareciéndose de la lluvia, mirando el suelo emparamado, tal vez queramos morbosamente
encontrar reflejada en sus
rostros la mueca de espanto de aquellos a quienes
la brutalidad de una camarilla de hampones, quiso arrebatarles la convicción de que la vida
debe continuar a pesar de todas las
adversidades. Pero Job y los sufrimientos a que
Dios lo sometió para ponerlo a prueba no
se puede identificar con quienes
al recordarnos con su obstinada
negación de una tiranía, la dignidad del
estoicismo, le han evitado a Dios cualquier responsabilidad en este sufrimiento al asumir
con la metáfora de su éxodo el reproche
que el perseguido le hace a la hipocresía de la sociedad y cuyo
fondo de amor y compasión por mucho
tiempo será incomprensible para nuestra ceguera, el dolor de quienes padecen la tortura del camino, la noche oscura del
hambre, la violencia de los asaltantes, dejando atrás en su marcha los cuerpos de
ancianos y niños sobre las arenas resecas o las cunetas de las carreteras. Sin capacidad de reacción ante los mensajes que brotan de estos rostros, de lo que
anuncian estos pies sangrantes, del tenue resplandor que brilla en los ojos
calmos del joven matrimonio que sostiene en sus brazos a sus hijos,
permanecemos nosotros en la desorientación
propia de los indiferentes. El burdo
populismo trató de reducir estas vidas
a abstracciones puestas al servicio
de un Narcoestado, pero ahora paradójicamente ese pueblo
lanzado a la diáspora recupera sus rostros al recordarnos lo que implica ser
humanos. El destierro está en la historia misma de la humanidad y no ha cesado
de ser una constante tal como lo hemos
comprobado en la tragedia afgana y siria, africana y en la silenciada historia
de los millones de desplazados en Colombia
donde como hoy se ignora deliberadamente
el reclamo del inocente, la parábola que escriben estas vidas sin destino. Pero este profundo
des-ajuste causado por un pueblo lanzado
a los azares de la geografía crea un conmocionante impacto
en el lenguaje y en los valores sobre los cuales habíamos fundamentado la vida social: queremos
evadirnos de los efectos de esta tragedia mediante la frivolidad política, la
insustancialidad moral, sin acabar de darnos cuenta de que
interiormente es ya imposible que sigamos siendo los mismos, ni nuestra sociedad puede ser la misma ya que el choque introducido por este inesperado coro de desplazados, ha fracturado
nuestras palabras y finalmente ha
terminado por incomunicarnos: “Los
desastres sociales, recuerda Welzer,
destruyen las certidumbres sociales” Esta es la corrupción del lenguaje, capaz de desterrar la verdad para entronizar a cambio
el soborno, la mentira, la mermelada pues el corrupto sólo cobra existencia en una
sociedad que lo propicia, en un lenguaje cómplice de sus desafueros.
Porque la comparsa de los grotescos Maduros,
los Diosdados llevan mucho tiempo haciendo
acto de presencia en la
vulgaridad y la ordinariez en que se ha sumido buena parte de la llamada
vida política colombiana, en la irresponsabilidad
con que la justicia ha eludido el debate sobre los grandes temas nacionales, en
el populacherismo mediante el cual la nueva demagogia ha sustituido abusivamente la palabra que
aspira a la verdad, algo que en nuestro patético déficit de cultura
política nos está llevando de nuevo a que los corruptos estén recurriendo
impúdicamente a colocarse la máscara de la honestidad.
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