LA
POLÍTICA Y LOS POLÍTICOS
Darío
Ruiz Gómez
Inevitablemente
todo parece llevarnos a aceptar que la política nos rodea y sobre todo nos compromete y que hasta el anacoreta que se
ha escapado a un remoto monte termina
por aceptar que si tala un árbol o contamina un arroyo está “atentando contra
el medio ambiente” o sea cometiendo el
mayor de los pecados públicos. Esto ya lo determinan no los botánicos sino los
políticos. Podemos dedicarnos a leer los textos de cualquier gran pensador para
en seguida darnos cuenta que esas lecciones morales sobre ser ciudadano y ser libre nada tienen
que ver con la discreta vida a
que estamos sometidos por teorías
económicas al uso de cualquier ministro
nombrado no por sus méritos sino por las
componendas de algunos politiqueros apoderados de las instituciones desde las
cuales, insólitamente, pregonan que
representan los intereses de los
ciudadanos o lo que es el colmo que “están representando los intereses de la
patria”. Entonces ¿votamos por ellos por puro masoquismo o como una manera de hacer
presente nuestro más irónico sentido de la extrañeza ante la sociedad? Mis experiencias de lo que supone la política se localizan más de medio siglo atrás al detectar no los efectos positivos de ésta sobre la vida social sino la
persistencia del odio desatado en
un país por líderes desalmados. Basta
repasar las llamadas “Guerras civiles” para darse cuenta de los extremos de
maldad a que se puede llegar cuando los
políticos imponen sus intereses por encima del respeto
debido a la vida de cada ser humano. Desde la infancia esto marcó mi anhelo de lograr alcanzar lo que mi papá me recordaba siempre: crecer en
el respeto a las opiniones contrarias para no caer en la vulgaridad propia del fanatismo pero, paradójicamente, tal como lo comprobamos hoy, la tolerancia sigue siendo, curiosamente, la virtud que el fanatismo considera
una debilidad inaceptable. Todavía en esa época oscura y bárbara nos
iluminaba el magisterio de algunos grandes humanistas recordándonos la defensa
de los grandes ideales de la civilización. Por lo tanto la cultura de la libertad en la cual
me crié supuso la voluntad de ir creando
frente a situaciones políticamente
difíciles, la capacidad de elegir por mi mismo una respuesta en lugar de
integrarme a la masa vociferante con tal
de eludir toda responsabilidad ética.
Mi
generación aquí y en España conoció los espejismos de la revolución pero de
inmediato también las mentiras del
totalitarismo, la tradición del
Humanismo Occidental me ilustró sobre lo
que suponen el horror y la mentira de
esas engañosas promesas para tener
el valor de denunciar sin vacilación alguna
los crudas falacias de los falsos
redentores de las clases oprimidas, una tarea de pensamiento crítico a la cual,
sin embargo, se me ha contestado no con
los debidos argumentos sino con la difamación, el silenciamiento de mi obra por parte de la Intelligentsia a sueldo
de sus organizaciones. Ver en Iván Duque
la figura necesaria para responder a las
argucias de los violentos disfrazados de demócratas y emprender el camino de la reconstrucción de
un país devastado por la corrupción oficial y el narcotráfico, fue una decisión racional y una demostración
de mi libertad intelectual y no mi contemporización con aquella clase política
que, tal como lo he denunciado siempre, ha degradado en Colombia la responsabilidad política de servir a la ciudadanía y a cuyas prebendas curiosamente se acogen muchos de estos torquemadas revolucionarios. Crecer
dentro del totalitarismo y hoy tratar de acomodarse a las reglas de la democracia no es un propósito fácil para quienes
nacieron acostumbrados a la servidumbre.
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