miércoles, 4 de julio de 2018

LA POLÍTICA Y LOS POLÍTICOS / Darío Ruiz Gómez




LA POLÍTICA Y LOS POLÍTICOS

Darío Ruiz Gómez

Inevitablemente todo parece llevarnos a aceptar que la política nos rodea y sobre todo nos compromete y que hasta el anacoreta que se ha escapado a un remoto monte termina por aceptar que si tala un árbol o contamina un arroyo está “atentando contra el medio ambiente”  o sea cometiendo el mayor de los pecados públicos. Esto ya lo determinan no los botánicos sino los políticos. Podemos dedicarnos a leer los textos de cualquier gran pensador para  en seguida  darnos cuenta  que esas  lecciones  morales  sobre ser ciudadano y ser libre nada tienen que ver con la  discreta  vida  a que estamos sometidos  por teorías económicas  al uso de cualquier ministro nombrado no  por sus méritos sino por las componendas de algunos politiqueros apoderados de las instituciones desde las cuales, insólitamente,  pregonan  que  representan  los intereses de los ciudadanos  o lo que es el colmo  que “están representando los intereses de la patria”. Entonces ¿votamos por ellos por puro masoquismo o como una manera de hacer presente nuestro más irónico sentido de la  extrañeza ante la sociedad? Mis experiencias  de lo que supone la  política  se localizan  más de medio siglo atrás al  detectar no los efectos  positivos de ésta  sobre la vida social  sino la  persistencia  del odio desatado en un país por líderes  desalmados. Basta repasar las llamadas “Guerras civiles” para darse cuenta de los extremos de maldad  a que se puede llegar cuando los políticos imponen sus intereses por encima del  respeto  debido a la vida de cada ser humano.  Desde la infancia esto marcó mi anhelo de  lograr  alcanzar  lo que mi papá me recordaba siempre: crecer en el respeto a las opiniones contrarias para no caer en la vulgaridad  propia del fanatismo pero, paradójicamente,  tal como lo comprobamos hoy, la tolerancia  sigue siendo, curiosamente, la virtud  que el fanatismo  considera  una  debilidad inaceptable.  Todavía en esa época oscura y bárbara nos iluminaba el magisterio de algunos grandes humanistas recordándonos la defensa de los grandes ideales de la civilización. Por  lo tanto la cultura de la libertad en la cual me crié supuso la voluntad  de ir creando frente a situaciones  políticamente difíciles, la capacidad de elegir por mi mismo una respuesta en lugar de integrarme a la masa vociferante  con tal de eludir toda responsabilidad ética.

Mi generación aquí y en España conoció los espejismos de la revolución pero de inmediato también  las mentiras  del  totalitarismo, la  tradición del Humanismo Occidental me ilustró  sobre lo que suponen  el horror y la mentira de esas engañosas  promesas  para  tener el valor de denunciar  sin vacilación alguna  los crudas falacias  de los falsos  redentores   de las clases oprimidas,  una tarea de pensamiento crítico a la cual, sin embargo,  se me ha contestado no con los debidos argumentos sino con la difamación, el silenciamiento  de mi obra por parte de la Intelligentsia a sueldo de sus organizaciones. Ver en  Iván Duque  la figura necesaria para responder a las argucias  de los violentos  disfrazados  de demócratas  y emprender el camino de la reconstrucción de un país devastado por la corrupción oficial y el narcotráfico,  fue una decisión racional y una demostración de mi libertad intelectual y no mi contemporización con aquella clase política que, tal como lo he denunciado siempre,  ha degradado en Colombia  la responsabilidad política  de servir a la ciudadanía y  a cuyas prebendas curiosamente se acogen  muchos de estos torquemadas revolucionarios. Crecer dentro del  totalitarismo  y hoy tratar de acomodarse a  las reglas de la democracia  no es un propósito fácil para quienes nacieron acostumbrados a la servidumbre.    

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