Extrañamente
sigilosas
Pablo
Felipe Arango
“Los recuerdos son las cosas que ya no
quieres recordar”
Joan
Didion
A
veces es apenas un recuerdo leve, débil, que pareciera perderse en la maraña de
historias que nos habitan pero que de un momento a otro vuelve al frente aun
cuando sea por un segundo. Sin quererlo, sin hacer esfuerzo alguno, surge
entonces por ejemplo, gracias a que me obsequió sin razón alguna y de manera
intempestiva Aire de tango de Mejía Vallejo, el recuerdo de aquel compañero de
universidad que había perdido la razón mientras pagaba servicio militar e
intentaba recuperarla estudiando derecho, usando un vestido amarillado por el
tiempo acompañado de unas botas vaqueras, y que fue asesinado una noche
lluviosa, defendiendo a su equipo del alma de las ofensas de los hinchas de uno
paisa.
¿Por
qué lo recuerdo a él y en cambio he olvidado asuntos, hechos, datos, personas,
que otros en cambio sí recuerdan? En ocasiones alguien me reclama cierto
aparente olvido, me habla de personas que supuestamente fueron importantes en
mi infancia o mi adolescencia, y yo quedo extrañado, sintiendo casi que la vida
de la que me hablan es otra, como si algo o alguien hubieran sacado de mi
cerebro ciertos recuerdos. Pero sé que no fue alguien. No hay confabulación alguna,
no he sido abducido, ni una maquina ha expurgado mi memoria, es simple el
asunto, soy yo mismo el guardián de mi sanidad mental, porque de eso se trata,
de una defensa mental; olvidamos selectivamente para evitar que el cerebro haga
cortocircuito.
Pero
vuelvo al asunto de los mínimos vestigios que van quedando por ahí regados, de
las cosas que poco a poco van poblando nuestro entorno y que nos sirven de
mojones gracias a los cuales no terminamos disgregados, esparcidos por el
universo. Cosas insignificantes que atesoramos sin razón aparente, pero que
ciertamente definen nuestra humanidad. Cosas que además también olvidamos por
temporadas pero que al volver a tenerlas entre nuestras manos provocan algún
recuerdo o alguna fantasía. Alguna ficción, porque al fin y al cabo esos son
los recuerdos: nuestra novela. Juan José Saer dijo: “Todo puede concebirse
–entenderse– como una novela: lo que hacemos, lo que pensamos, lo que
decimos…”, lo que recordamos, me atrevo a agregar. José Donoso contestó en alguna
entrevista que hacer una casa era igual que escribir una novela, ¿y qué es
hacer una casa sino acumular objetos y recuerdos? No se trata de atesorar, no,
es otra cosa, insisto, son los linderos de nuestra existencia: de aquel libro
regalo de primera comunión un tanto hacia arriba hasta el libro de Mario Praz;
de aquel otro hasta el que me regaló un amigo querido y añorado; del radio que
reposa en el nochero, que no se enciende hace años, hasta la camisa a cuadros,
que siempre se escapa de los envíos al ropero de segundas; y de ésta hasta la
pintura de un viejo marinero que había en la casa de mis abuelos, carente de
valor artístico, pero que aun así pedí y colgué en alguna pared.
Borges
escribió:
El bastón, las monedas, el llavero,
la dócil cerradura, las tardías
notas que no leerán los pocos días
que me quedan, los naipes y el
tablero,
un libro y en sus páginas la ajada
violeta, monumento de una tarde
sin duda inolvidable y ya olvidada,
el rojo espejo occidental en que arde
una ilusoria aurora. ¿Cuántas cosas,
limas, umbrales, atlas, copas,
clavos,
nos sirven como tácitos esclavos,
ciegas y extrañamente sigilosas!
Durarán más allá de nuestro olvido;
no sabrán nunca que nos hemos ido.
Nos
sirven, dijo el poeta, extrañamente sigilosas. En silencio, como guardando un
secreto. Uno que nadie podrá escuchar, que nadie sabrá. En medio de la basura,
en el relleno sanitario, innumerables cosas arrojadas siguen guardando el
sigilo del que fueron testigos. Tal vez en miles de años, un arqueólogo –solo
ese oficio será útil en aquel entonces–, devanará nuestra vida, quizá con más
precisión que nosotros mismos.
Pablo
Felipe Arango
pablo.arango@gruposala.com.co
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