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La noche antigua
de
Iván Upegui
de
Iván Upegui
Víctor
Bustamante
Medellín
poseía algunos eslóganes: “La tacita de plata”, copiado de algunas capitales
latinoamericanas, “La ciudad de la eterna primavera”. Luego “La capital
industrial de Colombia”, “Medellín la ciudad de las flores”, y mucho más tarde,
en estos tiempos de la coca nostra, “La capital mundial del narcotráfico”, “La
capital mundial del crimen”. Estos últimos se trataron de contrarrestar con
otros eslóganes y así mismo apareció como un ave fénix el intento de internacionalizar
la ciudad, de un lado acabar con esa leyenda negra debido al narcotráfico y a
la violencia interior y así mismo proyectarla con una imagen diferente y el barniz
de la codicia: “La más educada”.
Por
supuesto que son frases publicitarias, es decir, una manera de intentar resumir
en pocas palabras la complejidad de una ciudad. Pero si estos eslóganes dicen
más de una mentalidad determinada, que quiere proyectar una imagen falsa de la ciudad,
de un hecho de cosas, si leemos una novela como La noche antigua de Iván Darío Upegui, recordamos que estas frases
amables de un lado, llenas de deseos de aparentar algo diferente llevan a una
definición de simular lo que no existe en la realidad: lo difícil que es vivir el día a día en una
ciudad, donde las frustraciones se mantienen a flote, y estas terminan siendo uno
de los rostros sucios de la falta de humanidad en ese ámbito donde las
relaciones se cosifican, donde la apariencia
de ascenso de la vida al interior de una empresa y el trauma creado a las
personas al filo de ser despedidas, ya que solo poseen diez años de vida útil
y, no solo eso, en ese microcosmos, la vida ordinaria es vigilada desde cada
lado. De ahí surge un personaje, el principal, como Martín Blandón que, lleno
de miedos, es sacado de su empresa, luego entrega hojas de vida, le hacen
entrevistas inútiles, para algo
sencillo, una vida digna, donde el entrevistador posee ese poder de desprecio hacia cada persona que acude en
busca de un empleo. Esa es la competitividad, ese es el rostro de esa
complejidad de las pequeñas elites. Ese es el rostro cotidiano que persevera
alrededor del mundo interior de las oficinas de trabajo: sálvese quien pueda.
A
ese ambiente le huye Blandón, luego de ser desechado por la empresa a la cual
le sirvió. Indeciso y con el hálito del fracaso, se recluye en su yo, en su monólogo,
y decide replegarse a ese otro mundo de la ciudad, esa marginalidad donde mal
viven tantos seres anónimos, jubilados, rechazados, con unas vidas en
apariencia extravagantes pero que son vidas que se queman de una manera feroz. Es
fácil detectarlos en los parques, en el Pasaje Sucre, donde han construido su hábitat
diurno. La noche trae otras sorpresas en esa clase de marginalidad, es otro
nivel.
Recluido
en una de las torres del Chagualo, y abandonado a esa suerte de la marginalidad,
a Blandón solo le queda esa peregrinación por el amplio mapa de los pasos perdidos
el Centro. Ya su realidad es otra, y en esa otra mirada vuelve sus ojos a ciertos
aspectos de la vida cotidiana: su reminiscencia a los años de universidad y una
presencia que huye: la muerte del profesor Juan José Rojo. Luego en este
periplo aparecen a gravitar a su alrededor la presencia de vidas, como las del
pintor Ignacio Ramírez, perdida en los recovecos de la ciudad y de su
interiorización. Otra de ellas el trasegar del Profeta, una suerte de filósofo
callejero. Cada uno de estos tiene una nota concordante que lo acercan a Martín
Blandón: el fracaso. Pero, ¿de qué manera? Es un fracaso aceptado, existencial.
Ninguno de ellos parece haber triunfado en su vida, salvo el profesor, pero
este ha sido aniquilado por la muerte. Eso sí sus vidas han sido una presencia,
una manera de decirnos que El pintor y el Profeta, tiene algo que decir, en esa
vida al borde del abismo o mejor decirle de una vez en esas idas vividas y apagadas
por ellos mismos. Cierto, quemadas por ellos mismos sin ningún atisbo de pena.
De
ahí que ese miedo perdura en la existencia de Blandón al mirarse en ese espejo
de Ignacio Ramírez y del Profeta. El primero un pintor perdido en las calles y
en la indiferencia, y el Profeta armado de valor para conminarnos a su desintegración
personal. Entre estas tres personas con sus monólogos define la existencia Blandón
y sus dudas constantes, poco a poco será uno de ellos.
Al
margen, siempre al margen, dominando la escena con su vigilancia pasiva
Albarracín, el prestamista, junto aquellos que viven una vida al margen
alrededor de burdeles, cantinas que es el substrato de un inframundo en el cual
el autor borra de una manotazo los eslóganes alegres y de mentira de la ciudad.
De ahí que Medellín es más compleja que ese acomodo en frases bonitas de
quienes pretenden decir dos o tres aspectos sobre la ciudad. La última toda una
perla: “La ciudad más innovadora”: los administradores públicos mas cercanos a
la farándula que a la solución de la marginalidad.
Martín
es lo que podríamos decir una persona que desciende en lo personal, que pierde
a su madre y a Luisa con sus conflictos, pero así mismo huye de una sociedad que
lo ha definido como una suerte de desechable, en otros términos, y él decide
irse para el mar. Debería haber escrito huir.
La
noche antigua es la parábola del rechazado. A Martín el mar lo abraza, allí
puede encontrar una cercanía al paisaje. Además la guillotina del agua,
alrededor de su cuello, lo ayudará sobrevivir. A pesar de ser desalojado del
circuito comercial no siente ningún rencor. A veces el lector presiente que se
va a convertir en una suerte de vagabundo, pero acepta abandonarse así mismo al
quedarse desnudo sin nada y entrarse el mar, parábola del regreso al amnio
universal. Con el agua hasta el cuello, no como metáfora, Martín presiente que aún
le queda, a lo mejor como espejismo, el principio de esperanza.
Equilibrado
en su escritura y en abordar estos personajes sin éxito ni apellidos que le den
lustre. Iván Upegui nos recuerda que la ciudad, Medellín, posee otras esferas.
En este caso, el Centro y sus habitués, a quienes no espera ninguna redención y
están abandonados a su suerte.
1 comentario:
Con el agua hasta el cuello, no como metáfora, Martín presiente que aún le queda, a lo mejor como espejismo, el principio de esperanza.
Con amigos así...
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