lunes, 26 de junio de 2023

Ciegos en el Bosque Dorado / Emma Francesca Mascherini Gómez

 

Emma Francesca Masherini Gómez

Ciegos en el Bosque Dorado

Emma Francesca Mascherini Gómez

 

Me tenía sujeta por el cuello, elevada en el aire por fuera del balcón. Sus ojos profundos de color morado se burlaban de mí y sus palabras sonaron precisas:

—Puedes salvar tu vida, tal y como la tenías, o morir habiendo cumplido un último deseo.

  Entonces, deseé que todos en la humanidad fueran ciegos.

***

Después de pasar 16 años en el gran colegio Threeford, rodeada de amigos geniales y habiendo vivido historias increíbles en un ambiente majestuoso y bello, debía volver a mi hogar. ¡Era el momento! No lo podía creer. Por primera vez pasaría tiempo con mis papás, por primera vez conocería mi en-torno real. Sabía que iba a extrañar a mis compañeros, pero así funcionaba: el día de la graduación, todos volvíamos a nuestras casas, a la división del bosque en la que estaba nuestra propia gente.

***

Me subí al tren y mil mariposas volaron por mi estómago. Sabía que al llegar tendría que encontrar mi lugar en una sociedad a la que aún no conocía. No quería sentirme abrumada, sino feliz. Sin embargo, las emociones tienen el vicio de mezclarse inclementes en el corazón, y yo tenía un poquito de todas.

Respiré profundo y disfruté del viaje. Vale aclarar que habría sido imposible no disfrutarlo. Atravesamos el bosque y parecía que los árboles gigantes nos abrían camino haciéndonos una venia. Era increíble el escenario. Había tantas flores, que el viento movía por el espacio los pétalos coloridos que ya habían caído, y el sol los atravesaba dándoles un tono brillante.

Cuando al fin llegamos a mi división, mis ojos se encharcaron en lágrimas. Sentí por un segundo que el mundo estero estaba a mis pies.

Era un lugar hermoso y acogedor. Todo parecía sacado de un cuento y la tranquilidad reinaba en el ambiente.

Algunas personas iban y venían por los pavimentados caminos y, cuando las encontraba de frente, todas sonreían, pero ninguna hablaba.

—¿Qué es lo que traen en el cuello? —le pregunté al guía encargado de llevarme hasta la puerta de mi casa.

—¿Te refieres al collar brillante? Es la piedra con la que se identifican como personas que prefieren permanecer en silencio.

—¿Pueden hablar y…?

—Correcto. No les gusta. Mira, esa de allá en la esquina, la de la puerta roja, es tu residencia.

***

Cuando entré a la sala los vi. Mi mamá con su cabello negro y ojos cafés, tan hondos que parecía atravesarme, y mi papá, rubio y fuerte, muy al estilo de un leñador irlandés.

Sin hablarme, me saludaron con un abrazo, me mostraron mi habitación y me entregaron un libro que explicaba cuáles serían mis tareas diarias. Al hojearlo rápidamente vi actividades como sembrar en el jardín, limpiar la azotea y pensar, al menos durante una hora al día, qué labor querría seguir más adelante.

***

Cuatro estaciones pasaron y aprendí a amar a mis papás. Hacía mis deberes en el día y me divertía junto a ellos en la noche. Me sentía completa y útil, sin embargo, no había escuchado sus voces más de seis veces en todo este tiempo. Era raro y, aun así, logré disfrutar de todo corazón la profundidad del silencio y, con este, el conocimiento de mi propia alma tomó rumbo.

De todos modos, la verdad es que extrañaba aquellas charlas eternas con mis compañeros del colegio, esas canciones intensas cantadas desde el alma en alguna fiesta y, sobre todo, el hecho de poder cantarlas sin que los demás me miraran como si estuviera cometiendo un error.

Definitivamente esto era mucho para mí. Por más que intentaba, no lograba ver mi vida en un lugar en el que jamás podría sentirme cómoda comunicándome. Era hora de buscar un camino que sí me hiciera feliz. Así que, en una fría mañana, empaqué mis cosas en una pequeña maleta rosada de cuero y salí por la puerta trasera de la casa caminó al bosque.

***

Mientras caminaba, prácticamente sin rumbo, no podía evitar preguntarme por qué nadie salía de las divisiones simplemente a disfrutar de este paisaje grandioso que le pertenecía al Bosque Dorado.

Justo cuando iba a oscurecer, me topé de frente con un caballito de madera del tamaño de una casa. Una de las cosas más increíbles que habría podido imaginar, sin duda.

Como si tuviera cinco años, lancé mi maleta y corrí a su lomo. Por supuesto, no pude impulsarlo, pero por un instante cerré los ojos y me imaginé cabalgando a cielo abierto.

Bajé de un salto y, al entrar en esta división, me encontré con numerosos juguetes más, cada uno más increíble que el anterior. Había muchas personas que jugaban y se reían, pero no fue sino hasta que me quité el collar que representaba el silencio que me respondieron. Apenas lo hice, me explicaron que pensaban que no pertenecía a su espacio y que por eso no se habían dirigido a mí. Me regalaron entonces un gran sombrero colorido que los identificaba y, desde ese momento, no paramos de jugar y probar comidas divertidas, sin reglas ni verduras, por mucho, mucho tiempo.

Lo disfruté, es verdad, pero en una noche estrellada pensé en el amor, en ese amor romántico que soñaba cuando leía mis libros clásicos, en esos días de colegio. La verdad era que siempre había deseado enamorarme, y en esta división en la que todos habían decidido no tomarse nada en serio, ni avanzar en sus vidas, no iba a ser posible. De modo que, al día siguiente, empaqué mis cosas y me fui.

***

Después de caminar horas por mi amado bosque, encontré una gran escalera, de esas que dan miedo de transitar por su nivel de elevación y poca estabilidad.

Al llegar arriba, vi que toda la división estaba construida sobre las copas de los árboles. Como ya me estaba acostumbrado a las prácticas de los adultos, me quité el sombrero perteneciente a la división anterior y entonces, de inmediato una chica muy amable se acercó a mí y puso sobre mis hombros unas alas doradas que ató con un listón plateado. En cuanto me acomodé con ellas y logré parar de admirarlas, pues eran lindísimas, me invitaron a recorrer sus instalaciones, todas elevadas en el aire.

Compartí con ellos un buen tiempo. Amaba especialmente que, desde lo alto, lograba ver el resto de las divisiones y podía imaginar a mis papás en nuestra casa y a mis antiguos profesores en el colegio. También teníamos fiestas muy interesantes. Pero yo no era un ángel, ni tampoco un hada, y extrañaba poner mis pies en la tierra. Deseaba tocar el césped con mis dedos y nadar libre en los lagos. De modo que, una tarde de intenso viento, decidí marcharme y seguir buscando mi futuro.

***

Al bajar, corrí hasta la fuente de agua más cercana y nadé por horas. Gocé del bosque y, entre diversión y espacios casi alucinantes de los agraciados, encontré la siguiente división.

Entré despacio, preguntándome qué encontraría y entonces noté algo muy particular: en un espacio equilibrado y elegante, como una villa antigua, había muchísimas personas que lucían como algunos de mis compañeros de la institución: tenían todos tres piernas.

Ya con mis alas retiradas, esperé alguna invitación a seguir o alguna bienvenida, pero nadie vino. Todos se veían ocupados divirtiéndonos con juegos de agilidad y corriendo de aquí para allá en actividades que parecían importantes.

Esperé y esperé, pero nadie me habló, así que decidí preguntarle a un chico alto de cabello largo si podía o no pasar.

—Si crees que luces más guapa porque solo tienes dos piernas, ten presente que a nosotros no nos sobra nada, a ti te falta —Y sin siquiera sonrojarse me señaló el camino de vuelta al bosque.

***

Gracias a la sensación de frustración que experimenté por semejante acto de grosería, atravesé el camino sin mirarlo y llegué a la próxima división.

Al verla, mis ojos se transportaron a algo que daba idea al palacio de los reyes. Era un lugar fantástico, lleno de los objetos más impresionantes y llamativos.

De pronto, una chica muy dulce, que llevaba un largo vestido amarillo, me entregó una varita mágica y me hizo pasar.

Con un cierto orgullo, que venía del pequeño triunfo de no haber sido rechazada en esta oportunidad, entré.

Era un lugar soñado, lleno de personas amables. Me explica-ron cómo usar la varita para hacer aparecer objetos valiosos y, justo cuando todos me rodeaban expectantes, esperando que realizara mi primer acto de magia, el mundo de las mara-villas se terminó, pues no logré realizar ni el más mínimo prodigio.

La noche caía y, en un acto de bondad, me permitieron habitar la última casita de la villa. Desde ese segundo perdieron cualquier interés de relacionarse conmigo.

***



Pasé muchos días encerrada en ese lugar. Me sentía triste por no lograr pertenecer a ninguna división.

Era una cálida mañana, así que decidí salir al lago que quedaba cerca de mi nuevo hogar. Me senté en el suelo y no pude evitarlo, las lágrimas comenzaron a caer por mi rostro. Llena de impotencia, saqué el collar del silencio que guardaba en mi bolsillo y lo lancé con fuerza, deseando que se destruyera. “Desearía no tener que elegir entre las divisiones y así no sentirme como una extraña en cada mundo que las compone”, dije con rabia en voz alta, mirando hacia el suelo para soltar todo mi llanto y, apenas subí la cabeza, tuve un profundo susto que casi me hace ir de espaldas. Frente a mí, como si hubiera salido de la nada, estaba un anciano de cabello blanco y ojos azules, quien de inmediato hizo aparecer una silla y cómodamente se sentó.

—También es mi deseo —afirmó mientras yo todavía lo miraba con asombro—. He desperdiciado esta magia por años, usándola en vanas riquezas, cuando en realidad solo quisiera haberla compartido con mi hija —continuó y su mirada se perdió por un segundo.

Sus palabras me conmovieron, pues podía honestamente leerse el dolor en su voz. Yo lo entendía. También me sentía lejos de mis raíces.

 —¿Qué ocurrió con su hija? —me animé a preguntar.

—Mi Bianca… Dijo un día que ella prefería el silencio y jamás quiso volver a hablarme. Yo solo quería construir un mejor mundo para ella, ¿sabes?

—Cuánto lo siento —atiné a decir, retirando el cabello de mi cara. Entonces vi una chispa en su mirada y de inmediato él comenzó a hablar.

—Ya no me quedan fuerzas, pero si pudiera, iría a ver a la malvada bruja del este y la haría cambiar el rumbo de este bosque. Me pesa el haber sido tan cobarde y no hacerlo cuando era fuerte y joven.

Una lágrima rodó por sus mejillas.

***

Esa noche no dormí nada. La voz del anciano retumbaba en mi mente. Mi espíritu cansado quería rendirse, pero mi alma fuerte sabía qué hacer.

Salí con el sol rumbo al castillo de la bruja. Lo encontré con facilidad, pues era enorme y su abundante mármol grisáceo parecía ciertamente un lugar encantado, no precisamente por las hadas buenas.

En la entrada pedí verla, pero los guardias se burlaron de mí. Entonces yo me burlé de ellos y, usando las lecciones de es-calar que había aprendido en la división de los árboles, me trepé por el balcón de la parte de atrás, justamente el que daba a la habitación de la bruja despiadada. Al moverme un poco hacia adentro, la descubrí sentada mirando atenta un gran espejo. En este se reflejaban todas las divisiones del bosque y del cielo que cubría a cada una de ellas se escapaba un humo turbio que se juntaba en medio del bosque y finalmente aterrizaba en un salón enorme, en el que era puesto en pequeños frascos.

Pocos minutos después de observar todo aquello, una doncella del servicio entró y le dio a la bruja una copa llena de aquel humo. Sin pensarlo, la malvada mujer sonrió con ironía y la ingirió. Al hacerlo, casi al instante, una de las canas que escondía su cabello negro desapareció convirtiéndose en un hi-lo de tono azabache brillante.

***

Una profunda ira me invadió. Entendí que una gran fuerza del mal estaba dominando a las divisiones a las que tanto había querido pertenecer y me sentí terriblemente engañada.

No sé cómo fui tan valiente, pero, pensando en mí y en cada una de las personas que habitaban en el Bosque Dorado, tomé impulso y enfurecida corrí hacia la bruja, intentando empujarla hacia el balcón para causar su caída.

Por supuesto, no logré moverla ni un centímetro y solo provoqué una fría carcajada.

—¿Cuál es tu problema, ilusa niña? —me dijo despacio.

—Usted se alimenta del humo de las divisiones —grité casi a modo de desahogo.

—Oh. Debes saber que yo no creé las divisiones. Vete a casa, mientras todavía puedas.

—No las creaste, pero las usas. Te beneficias cruelmente de la oscuridad que generan —le dije apuntándola con mi dedo, casi olvidando sus poderes.

—¡Pero claro, idiota! Me mantienen viva. Agradezco cada acto de individualismo de la humanidad y, solo por eso, óyeme bien, solo por eso, les permito vivir.

Quise vomitar ante su indiferencia. Me negaba a creer tanta maldad.

— ¿Acaso no ves que, al estar separados, se pierden de lo mejor de los demás?’ —dije ya sin mirarla, perdida en la emoción triste de la realidad que acababa de conocer.

 —Pues eso es problema de ellos, no mío —soltó indiferente.

—¿Pero acaso no ves que tienes el poder de cambiarlo? —

escupí atacada de rabia.

Su risa llenó todo el cuarto y el eco lastimó mis oídos.

—Y me habría muerto hace muchos años de haberlo hecho. Yo no los obligo, pero ¡cuánto disfruto de su ignorancia selectiva!

—afirmó en tono burlón.

Una gran punzada de dolor tocó mi pecho. Entendí que nunca las cosas volverían a ser como eran cuando estaba en el colegio Threeford, en donde todos disfrutábamos juntos de la v-da, sin importar nada más. Me dolió el corazón. Sin pensarlo, y rogando por un milagro que permitiera que todo cambiara, agarré un candelabro que estaba a mi izquierda, y corrí contra la bruja, intentando golpear su cabeza. Ella, en medio de una tercera carcajada, me haló frente a ella con su magia y me elevó por el aire tomándome por el cuello.

—A mí me rechazaron por ser diferente y ahora vivo de eso. No seas tan ingenua de creer que haría algo por ellos. Siento compasión de tu ilusión porque algún día quise lo mismo, sin embargo, no puedo dejarte vivir, pues intentaste matarme, dos veces —me explicó mientras me tenía colgada.

Solo podía ver el rojo de sus labios. Mi dolor me mantenía viva.

—De todos modos, si lo hiciera, seguirías siendo solo un alma en pena, pues es una realidad: jamás encajarías en ninguna parte.

Cuando alcancé a pensar que iba a soltarme, continuó:

—Puedes salvar tu vida, tal y como la tenías, o morir habiendo cumplido un último deseo.

Una lágrima calló por mi mejilla. Recordé a mis papás, a mis amigos, y me dolió profundamente entender que, si elegía morir ganando un último deseo, jamás volvería a verlos. Sin embargo, al segundo me torturó la idea de la vida que me esperaría si me quedaba en un reino en el que no existía la posibilidad de amar verdaderamente.

Respiré profundo y grité:

—Deseo devolver el tiempo y que todas las personas nazcan ciegas.

Un humo oscuro inundó el espacio y todo desapareció.

***

Tenía cinco años y estaba sentada en un divertido columpio. Un niño alegre, que tenía tres piernas, me empujaba. A nuestro lado, una niña de risos rojos leía en silencio y, de cuando en cuando nos miraba sonriente. Al frente, sobre un gran árbol, estaba un niño lanzando manzanas que, desde abajo, recibían dos gemelos para luego llenarlas del chocolate derretido que tenían en una olla.

Reí feliz al reconocer este entorno y entonces, le pregunté a una hermosa hada de piel brillante que se acercó a mi columpio:

—¿Cómo somos tan afortunados de pertenecer a este bosque?

—Ah, pero no siempre fue así, Allí. Antes nos perdíamos de la hermosa fantasía de disfrutar de este reino juntos, pues nuestras almas estaban ciegas. Una valiente jovencita dio su vida para que esto cambiara. Ella creía que, al perder los ojos, los humanos no podrían ver las diferencias externas que poseían. Sin embargo, su acto de amor reversó el hechizo de la bruja que la amenazaba y su deseo no borró la vista de ningún habitante del bosque. Eliminó, en cambio, la ceguera del alma que cada uno poseía. Esa ceguera que les impedía disfrutar de lo opuesto y no les dejaba ver la esencia de los otros. Al ocurrir esto, nadie volvió a ver con desdén las diferencias. Al contrario, comenzaron a aprovecharlas como características únicas.

 Así se creó este maravilloso reino del bosque, en donde tenemos equilibrio, diversión, alturas panorámicas y claro, magia Cada parte suma algo nuevo y así bailamos todos juntos.

Cuando terminó de hablar, vi a mis jóvenes papás aparecer tras el jardín. Corrí hacia ellos y juntos caminamos hacia el teatro de la plaza.





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