lunes, 27 de mayo de 2019

¿EL FIN HISTÓRICO DE LA CIUDAD? / Darío Ruiz Gómez


¿EL FIN HISTÓRICO DE LA CIUDAD?
Darío Ruiz Gómez

Siempre desde la primera memoria de la humanidad el vaticinio del fin de las ciudades se ha dado por  castigos anunciados que se cumplen fatalmente, a causa de  terribles pecados  de sus gobernantes, tal como sucedió con Sodoma  y Gomorra, con Pompeya devorada por los ríos de lava del Vesubio. Marco Polo encontró a su paso  en tétricas montañas o en agobiantes desiertos las ruinas de ciudades donde hasta los muertos las habían abandonado. Angkor la ciudad milenaria perdida  de Camboya  que llegó a tener un millón de habitantes  y una compleja trama urbana de canales de agua, palacios  desapareció en el misterio. De las ciudades que creó y dio esplendor la riqueza de la zona bananera con hoteles de lujo y prostitutas caras venidas de todos los mejores burdeles del mundo, las ciudades donde no eran velas las que se encendían para las cumbiambas sino puñados de dólares, nada quedó y García Márquez apenas en sus descripciones  logra detenerse en aquella fatalidad terrible que se cerró con el castigo de la más amarga miseria. Y si me detengo a releer las crónicas de Joseph Roth sobre el Berlín donde obscenamente irrumpe el capitalismo con su despliegue de altos edificios, de brillantes centros comerciales, hoteles de ensueño y ricos chochos que se duermen sobre los pronunciados pechos de sus queridas, jovencillos  tristes ofrecidos a los nuevos clientes en esta nueva parafernalia del relajo moral, aquel  shock en la transformación urbana donde desaparece rápidamente la espacialidad de la vieja aldea y se da paso a la estructura de las funciones de la ciudad moderna lanzada al proceso de separar las familias, los amigos, de crear huérfanos y desamparados  tal como se describe en “Berlín Alexarderplatz”. ¿No es igual de desolado el Nueva York que describe John Dos Passos, el Chicago que describe Saúl Bellow, el Hollywood que fustiga Nathanael West? El hombre del subsuelo de Dostoievski es la primera víctima de esta discriminación social de los espacios de la ciudad donde ante la ostentosidad de la arquitectura y de los altos personajes de la gran ciudad siente y comprueba no solo que no es nadie sino que no existe, por eso debe refugiarse, al igual que aquellos ofendidos miserables de Hugo o de Zola, en las cloacas del progreso. Es la mugre y los chancros de la miseria en el Madrid de Galdós y de Baroja, es la mugre y el coto en la Bogotá de Osorio Lizarazo : esa lacra que se arrastra desde un fondo tembloroso de ofensas,  el aullido desalmado del tugurio que avanza incontenible en Medellín después de que vivimos  el vértigo alucinante de la fiesta monstruosa de los días del narcotráfico. ¿Cuántos años más necesitará Detroit para levantarse de las penosas ruinas de la inmensa industria del automóvil que al venirse abajo sólo ha dejado criminalidad, miseria, terror como lo describe el inolvidable film de Kate Bigelow que parece filmado en cualquiera de las Comunas de Medellín? ¿Cuáles han sido los fatales pecados que cometió Medellín para dejar en el olvido la ciudad que había sido construida bajo un proyecto riguroso de planificación urbana que daba paso con naturalidad al desarrollo de una ciudad moderna? ¿Cómo podemos aspirar a vivir en una ciudad cercada por los violentos y en la cual cada palmo de espacio conquistado por la racionalidad del urbanismo para dar paso a un hábitat se hunde día a día mientras se hace notorio el hecho de la gran cantidad de habitantes que la abandonan o lo peor, que son sometidos al horror?  Que no vengan ahora con más promesas de un nuevo tranvía, de otras escaleras eléctricas, de otros puentes elevados, ignorando los contratistas,  la verdadera ciudad que ha sido capaz de resistir  tantos  engaños,   la ciudad de los vecinos, de las calles, del caminante. Un proyecto común de ciudad que niegue la fealdad y la corrupción.        

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