viernes, 6 de junio de 2014

Niño de buena ortografía mata a su hada madrina-Rubén Vélez




Presentación del libro
Niño de buena ortografía
mata a su hada madrina
de 
Rubén Vélez

Conversación con Víctor Bustamante y el autor
Día: jueves 17 de julio
Hora: 7:30 p.m.
Lugar: Casa Museo Fernando González Otraparte
Dirección: Carrera 43A N° 27A Sur - 11, Envigado


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Niño de buena ortografía mata a su hada madrina 

de

Rubén Vélez

Víctor Bustamante

Vanidoso e inteligente, incisivo y procaz, Rubén Vélez en este libro nos provoca, nos lleva al corazón de su mundo, pero al mismo tiempo nos evade. La narración huye, es decir, el escritor inmoviliza el tema; no quiere narrar más. Cuando aparecen aristas que enriquecen lo que relata, cierra su aliento creativo. Lo indeleble de su memoria se instala, pero al mismo tiempo lo indecible es su norma, se detiene. Hay páginas que merecen haber sido ampliadas. Él se precia de no ser novelista, pero en estos aguafuertes quedan tantas preguntas, tantos deseos de leer más de muchos pasajes, pero el autor nos evade de nuevo, decide cerrar esas puertas y no relatar más. En muchas de estas páginas Fernando Vallejo hubiera escrito, como le ocurre últimamente, una novela de afán. Pero Rubén Vélez, aquí, es cauto, como nunca lo ha sido, cierra la puerta de sus laberintos, y a más de eso, guarda sus llaves.  Y es extraña esta decisión ya que él es un gran lector de Proust, aquel que se tomó todo su tiempo para entrar no solo en el interior de sí mismo sino para describir una sociedad con el detalle que es lo que enriquece un relato.

¿Por qué razón Vélez no nos dio ese deleite? ¿Por qué se limitó a reflexionar sobre determinados temas y no profundizó más en ellos? ¿Acaso por su desconfianza en la propia literatura?, situación que lo atormenta, y que le lleva a descreer de todo su ámbito. Desde los reseñadores, desde los críticos, desde los espacios, que se abren para la literatura, desde los escritores mismos, desde los epígonos de otros escritores; en síntesis en su propio malestar. Creo que en Medellín, él piensa que no hay escritores, ya que no realiza ese deber de ser contemporáneo, y se queda en su torrecilla de plástico y neón: su desconfianza a lo que se escribe aquí, sobre la ciudad buscada desde diversos tópicos, siempre ha sido palpable. Un elogio a un autor es digno de su sospecha, una diatriba calma. Pero en la escritura no siempre se trata de mantenerse en guerra, un buen libro abre puertas, cercena la monotonía, un buen libro nos redefine una historia de Medellín, en este caso su libro.

Él abre su álbum familiar para referir su cara memoria con esas fotos amarillas, poseídas del aura de lo que se desliza en el tiempo, a punto del olvido, pero que el autor se niega a dejar de lado. Nos dice, como vivió una infancia feliz en Laureles al lado de una familia numerosa, un padre serio, una madre protectora, y hermanos pragmáticos. Y no solo eso, nos entra a su casa y con esa ironía de su escritura refiere el destino de una sirvienta cuya vida fue la soledad y trabajar como una máquina: síntesis de esas palabras que obran como una mala impronta: El antioqueño no se vara. Rubén descree de todo y de todos. Escéptico, examina su época de estudio donde sobrevivió a la crueldad de sus compañeros de bachillerato, evade los ritos religiosos para ser un buen muchacho, a su manera. Y, por supuesto, lo que más ama, sus viajes a las fincas y sus tours por Europa, y aquí no nos amplía lo de sus viajes, tampoco de Medellín la ciudad por antonomasia en su escritura; todo gira en torno a él. Ahí se moldeó su carácter: la desconfianza de todo cuánto se escribe aquí, pero una sola ciudad no es solo un escritor tan valioso como él, son las otras escrituras.

De ahí, que es una gran tontería académica decir, buscar, que determinado libro expresa un país, una ciudad. Un gran libro apenas expresa determinada realidad que el escritor ha vivido, un libro escrito sobre el Centro de Medellín es tan diferente como uno escrito sobre las comunas, como un libro escrito en el Poblado o Laureles; cada uno tiene el carácter de su autor. Decir lo anterior es volver al lugar común: nunca un escritor expresa una sociedad. A lo mejor puede dar signos de una generación determinada con todo lo arbitrario que es afirmarlo.

Por supuesto, cada autor escribe sobre el tema que desee y así mismo sobre cada detalle y sobre la extensión que quiera. De todas maneras cuando miramos un texto sobre el mismo tema, la infancia, el camino de la madurez, por ejemplo en Hace tiempos de Carrasquilla ahí palpita la ciudad, Medellín es una presencia.

En este libro Vélez pasa por encima de muchos eventos, de un sinnúmero de instantes que exigían una reflexión, más profundidad. Uno de ellos, la vida en los saunas: el escritor apenas los cubre de la misma niebla que matiza esos lugares. Sus hermanos, sus padres, así los presente, siempre están al margen. Por tal razón, si Proust escribió su vida en detalle, Vélez que ha vivido más que el francés, en esos aguafuertes, con fotos a bordo, agolpa sus recuerdos, los cuales muchas veces son víctima de su acedia.

Tres temas lo obseden: su ego que cuida como una gema valiosa, sus bellas crónicas familiares, Medellín y montar en el bus de Laureles,- ruta 191, lo cual reitera. Ama viajar, enseñarnos sus fotos en Europa, los amores furtivos de los saunas y su simpatía por Tadsio, aquel andrógino de Muerte en Venecia, por el cual Dick Bogar muere en le playa después de ver como, por descuido, le resbala la sombra en los ojos, puro rímel de utilería. Película que destruyó a Tadsio, Björn Andrésen.

Tal vez en la foto de Tadsio, Björn Andrésen, presente en este libro, se puede resumir esa preocupación de Rubén en la escritura, el paso definitivo y certero del tiempo, ya que él mismo añade que ha dejado de ser fotogénico. O sea, la madurez llega con todos sus fierros a realizar y a depositar la exigencia de que ese es el destino de la vida: todo es fugaz, y el alado pájaro de la juventud pasa por el tierno y oscuro horizonte de lo vivido, pero Rubén no lo hace con nostalgia sino como una presencia fuerte, porque ha sobrevivido a una época difícil.

Un libro narrado con fotos nos da la sensación de estar mirándolo con la sevicia del áulico, y que, quien escribe nos dice, ahí estuve y esto fue lo que sucedió allí, y lo que opina sobre él. Las fotos nos sirven de guía junto a las explicaciones del autor. No podría decir la misma frase: Una imagen vale más que mil palabras. Esa conjunción crea más interrogantes.

Rubén en lugar de narrar más su periplo lo acompaña de fotos, pero las fotos son interrogadas por el lector para una labor simple: especular, y la especulación es en tono menor, un simple relleno de cada uno para preguntarse qué ocurrió, donde fueron tomadas esas fotografías, quienes son las otras personas, qué de esos lugares, objetos, situaciones, que no escapan a la mirada inquisidora y arbitraria de Rubén quien nos describe su mundo lleno de esa épica de querer convertirse en escritor adosado de ese romanticismo que tanto reitera. Pero no hasta el punto de ser reiterativo con dos canciones populares que amaba su madre: Lamparilla y El camino de la vida.

Un álbum remite a entrarnos al interior de una escena determinada en instantes preciosos en que la fotografía era valiosa por su escasez, y cuando remite a algo vivido es irrepetible, esa es la evocación de las fotos. Pero surgen más preguntas, ¿por qué el poeta apenas nos da una explicación?, ¿Por qué no quiere ir más allá?, pero sabemos que al mirarlas él mismo, queda atorado, así como el lector, en la perennidad de esos instantes. Una fotografía instala el recuerdo y cada que se mira entrega ese poder y esa rabia del paso del tiempo. Rubén las acompaña con lo que podríamos decir notas explicativas, dudas, resentimientos, sedición, seducción. Pero no le bastan esas palabras, algunas de las dos puede, más que la otra, aunque a veces se pueden complementar lo visual con la palabra.

Brillante y consentido, desconfiando y crítico de sí mismo, y de todo el ambiente literario, Rubén ha escrito un libro que nos llena, donde la nostalgia no se menciona, donde la vida fluye, donde Rubén está de cuerpo presente con los límites que él mismo impone.

A veces, Rubén es anárquico, y sus textos se deslizan hasta el punto de ser un rebelde con sus causas, pero luego mantiene un equilibrio y resuelve ir a ese lugar donde instala su silencio, entonces la evocación del malditísmo, como actitud huye, y de esa manera nos queda una sugestiva historia de Medellín, de Laureles, que nadie lo ha narrado como él, así dude de su mismo talento. Entonces caemos en cuenta de lo valioso de su escritura, de su rigor, del talante de su persistencia.


4 comentarios:

Lorenzo El Magnifico dijo...

Este texto presenta una tendencia muy marcada a apoyar la escritura de Rubén Vélez. Es probable que Víctor haya exagerado algunos detalles en su escrito, de todas maneras Vélez es un gran narrador y creador de ficciones.
Más a allá de chismes, encierros en el clóset, incoherencias y buena salud mental. Vélez es un gran escritor.

Lulu dijo...

Buena esa porque el Marques se merece todo reconocimiento

el cejon dijo...

Los alumnos de trece, catorce, años leen a Freud. Esa pornografía casi científica que le valió la fama, me da nauseas. Pero apasiona a los jóvenes, los ociosos, los falsos médicos, los desequilibrados de toda clase y también a quienes requieren tener la clave de un montón de fenómenos que, a decir verdad, carecen de ella. Lo que no impide que todos seamos psicoanalistas… Por la razón de que el modo de explicación que propone esa supuesta ciencia es tentador, aparentemente complicado y profundo, pero en el fondo facilón y totalmente arbitrario. Recurrir a él se ha vuelto casi una necesidad. Las explicaciones teológicas eran mucho más interesantes, pero han quedado ya anticuadas. Cuando se haya liquidado el psicoanálisis, se habrá dado un paso hacia la libertad intelectual.
Lidradnos del psicoanálisis y después nos libraremos de los males de los que habla.
— E. M. Cioran, Cuadernos. Tusquets: 176.

AI dijo...

Ruben, el Marquez, La finalidad del Arte, es hacerte conocer la belleza de tu alma.