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Old
music Island de Odette Alonso
Víctor
Bustamante
Sí,
Odette Alonso aquí en Medellín con su nombre tan cercano a un icono artístico.
Tanto que pensé que era un seudónimo, que por esa confluencia extraña me
recuerda a Odette, la amante de SwanN, de en Busca
del tiempo perdido del eterno Marcel Proust y la conjunción de Alicia
Alonso la ballerina cubana de tanta presencia. Pero nada de eso, nada tiene que
ver con ambos personajes sino con lo que llamo esa confluencia indestructible y
posible para poseer su nombre.
Cuba,
siempre Cuba, tan presente en Latinoamericana, a pesar de la llamada Revolución
que la convirtió nada menos que en una provincia y que algunos escritores
colombianos ocultaron porque olvidaron ser críticos con su catecismo de
izquierda, estalinistas de cartón y odio, y, por el contrario, señalaron con saña
a quien no fuera castrista. Pero ahí estaba Guillermo Cabrera Infante, Virgilio
Piñera y Reinaldo Arenas, ya se había ido Lezama Lima, pero ahí persiste la presencia
de la poderosa literatura de la isla.
Pero
bueno ahora conocemos aquí en Medellín a Odette Alonso por una deferencia de su
amiga, la poeta Diana Isabel Pizarro, con la cual conversamos sobre tantos
eventos, desafíos, amores y cariños con Cuba, y, sobre todo, con La Habana.
Esta
especie de proemio para comentar sobre Old
music Island de Odette Alonso. ¿Antigua música de la isla, o vieja música
de la isla? ¿Por qué razón no aceptó la poeta describirla en el idioma que la
expresa? ¿Miedo a la nostalgia? ¿Las aceradas pupilas del recuerdo están presentes?
Un poema nos responde una parte “La orquesta” entre blues donde la noches larga
música para sus oídos escuchada en acetatos: /”el tiempo del tambor /del bajo y
los metales. Nuestro tiempo/ “. Cierto, de suyo el tiempo que marca y define su
gran momento, ya que al decir, nuestro tiempo, como colofón a su poema, lo que hace
es marcarlo al rojo vivo, con el fuego de su palabra que la remite a perseverar
en una experiencia definitiva, esencial en su vida. Nunca expiación sino eterno
presente. De ahí que el poeta se redima al escribirla. Ya este poema continúa
en otro, “Music Island”, donde la música la recobra con su esplendor supremo,
es decir, la música es la presencia que llega así, de una, sin buscarla. Una
melodía, su melodía, pace en los enigmas del caro tiempo y es la punta del iceberg,
su acústica, detrás del cual regresan recuerdos y momentos magníficos y
sentidos. De ahí que cuando afirma: /El vuelo de los pájaros / que salen de tu
boca/ y nos llevan / a esa isla de humo y de la música” ¿Ha escrito la isla?
¿Ha pronunciado la música? Sí, y lo ha dejado para el final como remate, como
puñetazo al escritorio, porque la quema la presencia, eco nítido, de esa isla
que navega aun en el Caribe, nuestro mare nostrum, y es su motivo, así como ese
momento de los blues cuando descubre otros ritmos, otras afrentas, que la
llevan a no pronunciar el nombre de sus amigas de un 5 de febrero.
Música
y pasión. No en vano en “Pórtico” señala: /Yo / sentada a tus pies/ lo sueño
todo/. Luego sigue el avasallamiento que da la conquista, y esa fase sin menoscabo,
el deseo en su plenitud. Para escindirse hacia la renuncia debida a un viaje. Y
luego la renuente desesperanza: el olvido que las palabras recuperan con las preguntas
y respuestas de este poemario donde Odette entrega una experiencia amorosa, sentida,
recordada. Donde un salón de baile, y el primer baile como inicio que roza la
piel y la enciende, donde una alevosa Big band y las canciones la hacen sentir colmada
con la plenitud de la entrega, lo amoroso como presencia, y como señala ella misma,
“seamos el secreto”, eso sí sin pronunciar una palabra clave, amor, en su
decadencia, sino de una manera insoslayable. “Este es el punto cero del amor. Ella
lo afirma, ¿cómo convergencia, cómo inexcusable manera de comenzar o de estar ahí
como una presencia llena de tibieza y desarmada ante lo que vendrá? Ya sea por
dispensa personal, ya sea porque sabe que hay momentos en que brilló el deseo
de unos ojos y la arrastraron en pos de ella, la que trae un complemento. Por
eso la palabra aparece solo una vez en el texto pero sí sus confluencias: el
deseo, la pasión, los reiterados pájaros que salen de tu boca, el ardor, y eso sí
lo tiene bien claro la poeta: /No llames por su nombre a la pasión/ dile
amistad / percance/ inexplicable coincidencia./
¿Por
qué motivo Odette no ha nombrado sus blues, no ha mencionado esa música
tropical que la arredra, y no nos ha entregado más evidencias como el nombre
del salón de baile donde la Big band se desploma desde los surcos de los discos
de acetato? Aquí hay una poderosa noche de San Juan, altanera y ataviada con
sus desafíos y creencias donde el sol ha ardido en su día supremo, lleno de sí mismo,
pero ha caído derrotado por las sombras que acogen con su ternura y presagios.
Luego,
hay un regreso en trenes cargados de promesas y una lujuria medida, luego hay
un aeropuerto, y, por supuesto, los poemas de este libro ya que todo se ha diluido,
que ese momento, esa coincidencia, fue algo supremo en la vida que fluye hacia cualquier
destino, pero que ha sido sorprendida por un instante que se ha grabado a fuego
vivo en la memoria. De ahí que la poesía con sus ecos, con el inexcusable don
de la palabra busque de una manera ciega y desmedida ese instante cenital, irrepetible.
Además
hay una fotografía sugestiva, preciosa, de Ricardo Modi, una suerte de descendimiento
femenino, ella la heroína sin heridas, en el pecho, es decir sin los estigmas
en las palmas de las manos con una corona de flores que hacen pensar que este
ha sido un bello e inescrutable descernimiento amoroso, de un trío de bellas
deidades donde una de ellas, cubierta por una manta rosada, la mira a ella, sí a
ella, a la presa, a la víctima, que, con
los ojos cerrados duerme en su ensoñación, petite morte. Pero quien nos reclama
es la chica, la otra, la rubia, con su mirada acerada y triste hacia nosotros, espectadores ilusos, que coge la mano
derecha de la heroína para sentir sus pulsos, mientras aferra una cruz y, además,
posee una corona de oros y diamantes. Y aferra con tal fiereza la pequeña cruz metálica,
como si fuera, el fetiche que le da su don supremo. Pero miro, miramos de nuevo
a sus ojos verdes, a su rostro cauto, detenido en su ferocidad y firmeza, y es que
caemos en cuenta que esos ojos han visto y se han deleitado en las fuentes del festín
entre las tres pero no son víctimas propiciatorias sino la inmensidad de un aquelarre,
la orgía dulce que las acerca y las define, ah, he dicho las define, sí, en su
certeza.
Con
este poemario, Old music Island de
Odette Alonso, continúo mi cercanía, mi diálogo con la isla, con Cuba digo,
pero con la Cuba de mi maestro Guillermo Cabrera Infante, con la de Reinaldo
Arenas, con la de Virgilio Piñera, con la de Lezama Lima, con la de Lydia
Cabrera, Dulce María Loynaz y, por supuesto, con Carlos Franqui.
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