Poemas de Philip Larkin
Al mar
Sortear el
pequeño muro que separa el camino
de la
calzada de concreto que bordea la playa
evoca
nítidamente algo conocido hace ya tiempo:
la diminuta
algarabía de la orilla del mar.
Todo se
agrupa bajo aquel horizonte:
la playa, el
agua azul, toallas, rojos gorros de baño,
el renovado
derrumbarse de las olas mansas
sobre la
arena dorada y, a la distancia,
un vapor
blanco clavado en el atardecer.
Y todo esto
todavía ocurriendo, ocurriendo por siempre.
Yacer,
comer, dormir al arrullo de la resaca.
(escuchar
los receptores, aquel sonido todavía doméstico
bajo el
cielo) o amablemente llevar de un lado a otro
a los
indecisos niños, ornados de blanco,
aferrados al
aire inmenso o conducir a los rígidos ancianos
para que
disfruten su último verano,
es lo que
sencillamente aún ocurre
en parte
como un rito
en parte
como un placer anual.
Como cuando,
feliz de encontrarme libre,
buscaba
Famosos del Criket en la arena,
o, mucho
antes, cuando oyendo el mismo graznido marino
mis padres
se conocían.
Ahora, ajeno
a eso, veo la nítida escena:
El mismo
agua transparente sobre los suaves guijarros.
Allá en la
orilla las débiles protestas de lejanos bañistas,
y luego los
cigarros baratos,
papel de
estaño, hojas de té y,
entre las
rocas, latas oxidadas de sopa, hasta que
las primeras
familias inician el regreso hacia sus autos.
El vapor
blanco ya sea ha ido. Como un cristal empañado
la luz se ha
tornado lechosa. Si lo peor de un clima perfecto
es nuestro
traje de baño suelto
puede ser
que por hábito éste haga lo mejor,
llegar al
agua desordenadamente desvestidos cada año;
enseñar a
los niños mediante esa suerte de payaseo
y ayudar
como se merecen a los viejos.
Condolencia en blanco mayor
Echo cuatro
cubos de hielo
que repican
en el vaso,
agrego tres
chorritos de ginebra,
una rodaja
de limón
y dejo que
las diez onzas de tónica
se mezclen
espumosamente hasta el borde.
Entonces
alzo mi vaso en solitario brindis:
Él dedicó su
vida a los demás.
Mientras
otros usaron como ropas
a los seres
humanos en su vida,
yo me avoqué
a llevarles, a quienes pude,
la
extraviada...
No funcionó
para ellos, tampoco para mí,
pero así,
toda inquietud estuvo más próxima
(o así lo
creímos) al gran desvelo
que de
habernos equivocado separados.
Un tipo
decente, realmente de buena estirpe,
muy recto,
uno de los mejores,
recio como
un ladrillo, un as, buen compañero,
cabeza y
hombros por sobre los demás;
¿cuántas
vidas habrían sido más insípidas
de no haber
estado él aquí entre nosotros?
Salud por el
hombre más blanco que conozco.
Aunque el
blanco no sea mi color favorito.
Altas ventanas
Al ver a una
joven pareja
y pensar que
él se la coge y ella
toma
anticonceptivos o usa un diafragma,
comprendo
que ese es el paraíso
que
cualquier viejo ha soñado su vida entera
olvidando
ataduras y ademanes
como a una
antigua segadora, y los jóvenes
bajando
interminablemente, en su largo resbalón
hacia la
felicidad. Y quisiera saber
si, cuarenta
años atrás, alguien me miró,
mientras
pensaba: así debería ser la vida;
no más Dios,
ni sudores nocturnos
a causa del
infierno, o tener que ocultar
lo que
piensas sobre el sacerdote. Él
y los suyos
se irán en un largo resbalón
como libres
pájaros sangrientos. E inmediatamente
antes que
las palabras surge el pensamiento de altas ventanas:
vidrios que
contienen el sol
y más allá,
el profundo aire azul, que nada muestra
ni está en
ninguna parte y es infinito.
Los viejos tontos
¿Qué creerán
que ha pasado, los viejos tontos,
que los ha
dejado así? ¿Acaso supondrán
que se es
más maduro cuando la boca cuelga abierta y babea,
y se anda
uno meando solo y no se puede recordar
quién llamó
esta mañana? ¿O que, si lo quisieran,
podrían
alterar las cosas y volver a la época cuando bailaban la noche entera,
o iban a sus
bodas, o tiraban las manos algún septiembre?
¿o se
imaginarán que realmente no ha habido cambio alguno,
y que
siempre se habrían manejado como si fueran tiesos y tullidos,
o sentados a
través de días de fina y continua ensoñación
mirando el
movimiento de la luz? Y si no es así (y no pueden), es extraño:
¿Por qué no
lloran?
Cuando
mueres, te rompes: los pedazos que eras
comienzan a
separarse velozmente los unos de los otros para siempre
y nadie lo
ve. Es sólo el olvido, es cierto:
antes ya lo
conocimos, pero entonces se estaba terminando,
y se hallaba
todo el tiempo unido a la empresa
de hacer
brotar la flor de mil pétalos de estar aquí. La próxima vez no puede fingir
que habrá
algo. Y estos son los primeros signos:
No saber
cómo, no escuchar quién, el poder
de elegir
terminado. Su aspecto muestra que están para eso:
pelo
ceniciento, manos de batracio, caras de pasa...
¿Cómo pueden
ignorarlo?
Quizás ser
viejo consiste en tener habitaciones iluminadas
dentro de tu
cabeza, y gente en ellas, actuando.
Gente que
conoces, sin poder nombrarla; apareciendo cada una
desde
puertas entornadas como una honda pérdida restaurada,
depositando
una lámpara, sonriendo desde una escalera,
extrayendo
un libro conocido desde el estante; o a veces
sólo las
habitaciones, las sillas y el fuego encendido,
el aplastado
arbusto en la ventana, o la tenue amistad del sol
en el muro
cierta solitaria tarde de mediados de verano
después de
la lluvia. Allí es donde viven:
No aquí ni
ahora, sino donde todo ocurrió alguna vez.
Por eso es
que tienen
un aire de
confusa ausencia, intentando estar allí
aunque
permaneciendo aquí. Extendiéndose por las habitaciones,
dejando una
incompetente frialdad, el constante esfuerzo de respirar
y ellos
inclinándose ante el monte de la extinción., los viejos tontos, no percibiendo
nunca
cuán cerca
está. Esto debe ser lo que los mantiene quietos:
Aquel monte
que nunca perdemos de vista dondequiera que vayamos
ya es para
ellos un elevada cuesta. Pueden acaso decir qué los está retrasando
y cómo
terminará. ¿No por la noche?
¿Ni cuando
llegan extraños?
¿Jamás, a lo
largo de toda esta espantosa inversión de la infancia?
Pues bien,
ya lo averiguaremos.
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