domingo, 1 de mayo de 2016

37 Medellín: Deterioro y abandono de su Patrimonio Histórico. Club Maracaibo


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37 Medellín: Deterioro y abandono de su Patrimonio Histórico. Club Maracaibo

Club de Ajedrez y Billares Maracaibo

Víctor Bustamante

Ahora voy a referirme a la calle Maracaibo, solo a una parte, comprendida entre Palacé y Junín, por una razón que la justifica: el traslado de la ubicación originaria del Club de Ajedrez y Billares Maracaibo en plena época del abandono de políticas públicas serias sobre el Centro de Medellín, y así dejar que la ciudad se pauperice. Por ese motivo algunos espacios privados, vividos por cierto público, que lo ha tenido como su lugar predilecto, se pierden ante el empuje de los nuevos negocios y especulaciones inmobiliarias.

Este salón, El Maracaibo, que refiero, se convirtió en referente para jugar chicos de billar y partidas de ajedrez. Siempre me ha parecido extraño que coincidieran ambos juegos. Uno de ellos más proclive a la conversación, a la bebida de cerveza y a las apuestas. Y el otro de más concentración, de más serenidad, y estrategia, podría decir. Allí, en ese recinto durante 54 años convivieron jugadores de ajedrez y de billar convirtiendo estos juegos y este lugar en su santuario, lejos de los transeúntes anónimos que deambulan por las calles inmersos en la topografía citadina, y de las calles aún más desamparadas, creando una síntesis de amistad y de encuentro que se repiten pocas veces en algunos sitios de esparcimiento.

Pero primero voy a referirme a la calle Maracaibo solo en esta parte, en esta cuadra, porque en una sola cuadra vive el mundo, un mundo definido de la ciudad, y cuando desaparece un lugar se lleva hacia las cenizas lo que ocurrió allí. Así mismo algo muere: su hábitat citadino. Y no solo eso, cada calle de Medellín, que son mi entraña como diría el poeta, posee su historia, esa que le da lustre y presencia.

En esta calle cercana, en esta cuadra que posee tanto peso para mí, Palacé con Maracaibo, nació la pintora más relevante de la ciudad y del país, Débora Arango. Entonces su casa era espaciosa de bahareque y artesonados de madera. Por supuesto que de su paso por la ciudad solo quedan algunas fotografías caminando por Junín y en su pintura, lo cual nos da como esa falsa cuenta del presente perenne en que vivimos los medellinenses, como si en la ciudad no hubiera pasado nada. La exclusión de la pintora no fue solo por ser crítica con la hipocresía del enrarecido ambiente político del país, sino que sus espacios, incluida su otra casa en la calle Caldas, fue arrasada por los vientos tísicos del progreso, que borran la riqueza histórica de Medellín. También en una de las esquinas de Junín con Maracaibo, vivió Camilo C. Restrepo toda una autoridad en el tema de los ferrocarriles.

No sé qué día del 70 es, solo sé, que paso de nuevo por la fachada del almacén de discos La Ilustración. Hoy he pasado varias veces, y ahí veo la carátula del Álbum blanco de los Beatles, y otros de música rock que se desvanecen en el recuerdo. En ese momento ellos eran la vanguardia, ahora son los clásicos de la música rock. Enseguida existía un almacén de ropa elegante y más allá no sé por qué motivo, antes de entrar al pasaje Roberesco, sé que en el segundo piso hay el Restaurante Salvatore de Salvatore Baghino, un italiano afincado sin finca en la ciudad. Y ya pasando esta entrada mi memoria se detiene por una razón muy específica, frente a la vitrina de la Librería Aguirre con sus libros costosos. Veo algo de Camus, de Sartre y un libro de fotografía de Leni Riefensthal con su investigación sobre una tribu africana dando otro matiz a su racismo lejos de los arios alemanes, pero conservando su talento y escamoteando su perfil nazi. Detrás de las vidrieras veo al fondo a Aura López tan reservada, metida en su papel de librera que atiende a algunos clientes. En una fotografía de la década del 60 veo a Fernando González, a Alberto Aguirre, su dueño, a quien nunca vi en su librería, pero en las fotos también aparece el poeta Carlos Castro y a Manuel Mejía Vallejo. En la entrada, a mano izquierda, cerca de la puerta, leo nada menos que los libros en rústica, algunos en inglés. Diagonal, a la librería mi paraíso para ir no a dormir mis sueños colectivos cada sábado a las 10 de la mañana al Cine club Ukamau en el teatro Ópera, sino para impregnarme de algo más letal: mi amor al cine, es decir, a esos sueños del celuloide. En su entrada se situaban los cinéfilos ávidos de cine. Hoy es el inicio de un ciclo del cómico francés Pierre Etaix, y ahí, aun aguardo, aguardamos en la memoria que el cine nos calme un poco esa vitalidad que entrega alguna desconocida y la ciudad misma. Las mañanas de sábado antes de entrar al Ópera era la serenidad total.

A la librería Aguirre iba el poeta Darío Lemos en su silla de ruedas, o mejor lo llevaban sus adláteres, no de visita sino a pedir algo, al retaque. Pero también allí le realizaron un reportaje en “El Espectador” cuando fue editado su único libro. Entonces sus amigos, los nadaístas, se habían marchado y ya no quedaba sino él cómo una sombra larga y errante de sí mismo en las calles de la ciudad, buscándolos, cuando nunca regresarían. Mucho antes en la década del 50 esta librería poseía otro nombre, Librería Horizontes, donde el núcleo nadaísta se encontraba a departir y a leer. Luego quedaba la Cafetería Ópera, para otros la Cafetería de las Pepas, donde el farmaceuta Gallo vendía o regalaba pepas y enamoraba cocacolos.

Pocas veces entré al club de billares. En el segundo piso quedaba nada menos que el bar con ámbito colonial con las mesas de ajedrez y a la derecha, en un salón espacioso las mesas de billar. Allí en una larga conversación con un amigo, entre algunos aguardiente, varios aguardientes, escuchaba el encuentro de los ajedrecistas, con algunos tangos de fondo y el entrechocar de las bolas de billar.

Luego camino por la acera derecha, en la parte baja, ya en la calle. Dejo una de las entradas del Ley En el primer piso quedaba la Fonda Antioqueña, un lugar para departir entre los tebeos del país paisa, sillas de montar, espuelas brillantes, con sillas y mesas de madera, y sus paredes forradas con cañabrava, pintadas con barniz que le daban lustre y un ambiente acogedor; lo paisa celebrada lo paisa con suculentos menús. Dejo la entrada de un edificio de apartamentos y un almacén de ropa para niños, Hipinto.

Ya en la esquina el almacén de ropa Polo. En el segundo piso funcionaba de noche una agencia de chance donde las pequeñas empresas de este juego aseguraban con las poderosas los números más repetidos por miedo a perder su capital y quedar en la ruina.

Cruzo la calle al frente y miro la torre de Bancoquia, que poseía un reloj electrónico que se veía desde el Parque de Bolívar, siempre dando la hora de una manera visual compitiendo con el reloj de la Metropolitana. Allá en uno de sus pisos altos, vivió escondido uno de los lugartenientes de Pablo Escobar en la década del 80 cuando la mafia, desaforada y sin control, pensó que iba a acabar a Medellín, su ciudad de origen, con sus carros bombas. Eran los días aciagos de la violencia del narcotráfico, y, allí en uno de sus pisos la policía abatió a uno de los guardaespaldas del capo, que era, según manifestó una vecina de apartamento, un señor muy atento respetuoso y serio. En los bajos del edificio un pasaje pequeño con una sastrería y almacenes diversos. Aquí me dona su memoria el cantante de Los Yetis Luis Fernando Garcés, y me dice que un millonario paisa le dio por abrir en su casa en la década del 60 una galería de pintura.

Por la calle Maracaibo dejo las oficinas del Banco de Bogotá y la Barra ejecutiva un sitio de postín cuando en el Centro habían ejecutivos de verdad que iban nada menos que a apurar uno tragos con su secretaria libidinosa ante el recibimiento de meseras recatadas, ahora convertido en streptease. Bajo hasta mi sitio preferido de la calle, el Teatro Ópera, y luego un almacén de calzado y en la esquina el almacén de la moda Vamos. 

Pero toda esta topografía desapareció cuando Guayaquil fue aniquilado, qué digo, no desapareció sino que las inteligencias artificiales de planeación municipal junto a sus jefes no previeron lo que ocurriría, se extendió su fauna con toda clase de ventorrillos en toda la ciudad. Los almacenes elegantes de ropa fueron desapareciendo, así como los almacenes de discos, los restaurante, la Librería Aguirre y el teatro Ópera, y llegaron los vendedores de droga apostados junto al elegante y siempre a media oscuridad de la Barra Americana y de la Barra Ejecutiva convertidos en strepteseaderos, que junto a las pensiones de mala muerte cooptaron el lugar, la calle, cambiando totalmente el ambiente.  El paisaje citadino es ya el propicio para la Medellín de la sensibilidad mafiosa que ha mordido todas las jerarquías de la ciudad, que imperceptible cambia, que no es más que la falsa idea de modernización.
Pero ya voy a referirme a un sitio, al Club de Ajedrez y Billares Maracaibo, que permaneció incólume durante 54 años y fue testigo de todos los cambios de piel de esta cuadra, y ahora por efectos de la presión de los negocios, de la necesidad de hacer más rentable el espacio ha sido cerrado, y por lo tanto, llevado a otro sitio en el Pasaje Sucre con La Playa.

Este sitio, que en el comienzo era exclusivo, fue fundado por don Arcadio Zuluaga. Este era alto y delgado y con voz de tenor, vestía frac y era una persona elegante, en ese Medellín donde aún el buen vestir daba la presentación necesaria para estar en sociedad.  En 1962 se inició este lugar lejos del reino de este juego el Metropol en Junín con Caracas, sitio emblemático de los nadaístas. En 1962 El lugar se inició con diez mesas de billar, era tanta la clientela que había que pedir turno para jugar billar entonces a don Arcadio se le ocurrió nada menos que implementar mesas de ajedrez para los que esperaban el turno del billar se entretuvieran, y resulta que así ante la fiebre por el ajedrez, este fue ampliado con 60 tableros.  Inicialmente convivían el billar y el ajedrez en el segundo piso, pero luego se creó un salón en tercer piso para el ajedrez, y por supuesto billar. A don Arcadio no le gustaban los comunistas, no sé como poesía un detector y no los dejaba entrar a su negocio o los expulsaba.

En el tercer piso, en el Salón Fischer, nos recibe una fotografía del genial ajedrecista y al frente otro cuadro, una pintura del mismo ajedrecista.  Aquí en este tercer piso ese salón fue bautizado con el nombre de un ajedrecista inmortal, rebelde, conflictivo que, en los años 1970, retó a Boris Spassky y allá en Reikiavik el ruso sufrió su derrota no solo el jugador, al perder su título de campeón mundial sino todo el poder ajedrecístico de Rusia donde el ajedrez es una preocupación del estado. Aquí en este lugar siguieron los fans de Fisher cada jugada de sus partidas a través del teléfono y alguien cantaba los movimientos de cada jugador donde situaban en un tablero fijo en la pared el movimiento de las fichas y alentaban hipótesis sobre cada uno de las posibles respuestas de cada jugador. También aquí en este salón se oficiaron diversos campeonatos de ajedrez, donde era posible encontrar a diversos maestros del ajedrez como Carlos Cuartas, a Tirso Castrillón, Boris de Greiff, a Javier Gutiérrez, a Emilio Caro, la prestigiosa Ilse Guggenberger, y a Oscar Castro que desde niño deambulaba por los sitios de ajedrez. También varios ajedrecistas jugaron simultáneas con Miguel Cuéllar Gacharná.

Pero también este lugar sereno, lejos del tráfago de la ciudad y la perdida de lugares para los habitúes y transeúntes tuvo sus momentos de destello debidos al billar. Por aquí llegaba Otoniel Mesa a enseñar a jugar billar, contratado nada menos que por don José Ramírez Johns dueño de Billares Champion. Él aun anda con su taco dispuesto para enseñar a quien desee aprender a jugar y escuche, como diría Gonzalo Arango, el tas tas de las bolas de billar en la noche, en las noches de la Villa. Aquí el billar tuvo su santuario, se jugaron campeonatos de todas las magnitudes, nacionales, municipales, y no era raro encontrar a uno de ellos, Ramón “Tabaco” Pérez. Las fotografías en las paredes revelan esas historias de este juego como una presencia que perdura.

Ahora en esta tarde de febrero encuentro al poeta de la Paz Cansada, Luis Flórez Berrío, jugando billar; él es uno de los habitantes del Centro. Escribía en “La Defensa” al lado de Belisario Betancur, y luego, muchos más tarde, cuando la Chana había desaparecido, en la calle del Codo poseía una relojería con venta de libros, casi incrustado en la pared, para arreglar relojes de diversas marcas como Ferrocarril de Antioquia, Cornavin, Mont Royal, y a más de ese oficio, él es un poeta de toda la vida. También, luego de buscarlo algunos años, me presentaron al escultor Oscar Rojas que llega por estos pagos a jugar billar.  Aquí el billar tiene su presencia con una reproducción de un pintor, Saturnino Ramírez, que le dio peso y prestancia a este juego. Aquí converso con Bernardo Fernández jugador de billar y tanguero. Javier Gutiérrez uno de los ajedrecistas reconocidos, también llega por estos lados en búsqueda de amigos para departir, así como Juan Rafael Arbeláez gran conversador y jugador de ajedrez.

Esta calle, Maracaibo, ha perdido su aura, de lugar cultural y de entretenimiento, con el traslado de este club, y ha terminado en lo siempre: los jibaros venden sus caramelos tóxicos de cocaína, un strep tease aún existe la Barra ejecutiva que cambió ejecutivos por chicas que van y vienen, y los hoteles baratos cercan la calle. La Barra Americana ha cerrado sus puertas también como strip tease. El Ópera convertido en centro comercial donde los chinos a distancia imponen sus mercaderías baratas que arrasan con lo que sea, y los vendedores de celulares inauguran la nueva era de la futilidad de las conversaciones. Junto a estos hoteles de paso se abren parqueaderos que son la peste en el centro histórico de la ciudad. Cada calle y los edificios se los han tomado estos parqueaderos creando esas pequeñas zonas muertas dentro de las cuadras donde la vida social desaparece.

Primero fueron cerrados los cafés de tradición, luego los teatros, más tarde las librerías, dejando el Centro en un empobrecimiento cultural absoluto. Por supuesto llegaron sus sustitutos que son la expresión más elaborada y sucia del paisa: los casinos, las salas de masajes y las casas de las prepagos, los brujos con sus bebedizos, sus consejos de risa y sus talismanes de cristal barato, los hoteles de baja estofa, los parqueaderos con sus zonas muertas. También persisten los sanandrecitos, las ventas de cds y libros piratas, los jibaros que nadie ve, y un largo etcétera.

En la noche Maracaibo nada tiene que envidiarle a una calle definida como una zona muerta. Las rejas de acero en la mayoría de negocios dan la impresión de que la vida aquí no existe. Todas las fachadas se ven uniformadas por lo bajo, de afán, el mal gusto dado por la voracidad de buscar rentabilidad como única propuesta. El paisaje de las calles se afea. El caminante nocturno pasa y no tiene donde mirar sino huir del Centro cada vez más destruido.


5 comentarios:

Jose Z dijo...

victor nos sorprendes. felicitaciones

JJAlberto dijo...

DEsde EE. UU nos damos cuenta como la amada ciudad, cada qeu pasan los años y la nostalgia me llama a ella, nos da una media de lo qeu somos los antioqueños unos verdaderos negociantes.

CAMILO dijo...

es MUY CIERtO SEÑOR Bustamante, la ciudad se encuentra abandonada hace añisimos

CARDONA dijo...

víctor ERES UN PUTAS NOS DEVUELVES A TODO MEDELLIN EN SUS ESPACIOS MAS INVEROSIMILES. MIS RESPETOS

Jesus dijo...

Ciudad nefasta, echad a esos mercaderes fuera del templo