viernes, 11 de diciembre de 2015

Ya te maté, bien mío. Ahora qué será de mi vida sin ti. Crónicas judiciales de Don Upo /Francisco Velásquez





Ya te maté, bien mío. Ahora qué será de mi vida sin ti.
Crónicas judiciales de Don Upo
Francisco Velásquez

Ediciones Unaula, 2015
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                                              Para Marlene Upegui

Víctor Bustamante

Solo vi a Don Upo una vez. Había visitado su casa por invitación de su hija Marlene, con una amiga de ella, Mariela, y, ya en la sala, vi pasar un señor de caminar lento, algo serio. La casa quedaba situada en la Floresta por la carrera 82 con la calle 47. Y allí fui varias veces, cuando ya don Alfonso, como le decía mi amiga, estaba recluido, en recuperación, pero no, ya estaba muy enfermo, y fue que su hija refirió, que era Don Upo. Ahí mismo caí en cuenta que lo conocía, que lo había leído varias veces, que había buscado su columna de Los estrados judiciales en El Colombiano, por algo peculiar, su manera de escribir, por su humor y, así mismo, por su dominio de ese pequeño espacio donde era posible situar todo un drama acaecido, influyente, donde las vidas de las personas involucradas habían cambiado su cotidianidad debido a un evento determinado que terminaría en la fatalidad, como si fueran víctimas, del fatum siniestro que los arredraba, y en un solo instante todo cambiaría para ellos. Una sola meta les quedaba como posibilidad: la muerte o la prisión.

Más tarde, mucho más tarde, caía en cuenta que no solo don Alfonso, al pasar, dejaría esa estela de no haber podido conversar con él, de saber que en él residía toda la presencia de un periodista eximio, de un escritor verdadero que deambuló, escribió no solo por el Medellín literario, que vivió en Campo Valdes, sino que con el tiempo sus crónicas se convertirían en su huella y en la peculiar manera de hacer periodismo; todo aprendido con la disciplina y con un talento difícil de equiparar hoy.

A veces creo que en este aserto, la caída en un oscuro y despiadado destino, es que radica la curiosidad, o el interés de leer los hechos que ocurren en sus columnas, no solo son transgresiones al otro, ya sea en lo más denostable: un crimen, pero queda esa acedia de saber cómo una persona cae desbocada a ese lugar temido, el lento enredo judicial, manifiesto en un destino de papeleo que le elige nada menos que el infierno de una prisión.

De ahí que estas crónicas giran en torno a lo eventual: el miedo, la culpabilidad, la falsedad y el crimen, marcadas por el pesimismo y la crueldad. Donde el autor subraya principalmente a la hora de recrear personajes anónimos que pueden uno encontrarse en cualquier lugar, que se convierten en castigados y castigadores. Así, el territorio del mal en sus diversas manifestaciones se enseñorea sobre la postergación de la civilidad y hacen caso omiso a esta, porque ahí precisamente reside una manera de ser del antioqueño: un ser, en muchos casos, atiborrado de maldad, de venganza, junto a lectores ávidos de escrutar su fondo oscuro. Así, basado en hechos reales, Don Upo, creó un género, que luego sería maltratado por periodistas ocasionales y por apostilleros sin formación. Así mismo estos hechos que narra saldrían de la página judicial de los diarios a habitar su propio periódico, donde el amarillismo hace parte del consumo doméstico junto a la pornografía.

Estas crónicas no solo se deben mirar como algo donde la picaresca pervive, una suerte de notas de crímenes, porque lo son, sino también sobre el Medellín popular con sus venganzas, sus acechos y sus crímenes. De ahí que nos dan otra visión del ser antioqueño: su maldad, la nimiedad de los eventos que llevan a un crimen, así como nos dejan con la curiosidad de querer saber qué había detrás de ese momento en la cual sucede lo ineluctable y que asombra al lector hipócrita que atisba el destino del otro.

Cada una de estas crónicas poseen una forma de ser elaboradas, el escritor presenta los nombres y el evento, da su punto de vista y al final, de soslayo, notamos el papel de la justicia, casi siempre con una banal aplicación de las leyes. Todas las crónicas están matizadas por el humor y cierto cinismo. Pero también palpita el ámbito citadino, en las crónicas de Medellín, donde es posible mirar los diversos nombres, su topografía vital, ahora poco mencionados o que se han ido cambiando: la Policlínica, los juzgados, Decypol, la Ladera y su patio más connotado: la Guayana, la cárcel del Buen pastor. O los sempiternos nombres asociados al miedo: Guayaquil, la Calesita, -muy tierno y lleno de horror-, la Bayadera y los nombres de bares, el Cubaney, el Zulima, Media Luz N.3, el Montería, el Occidental, junto a sus saloneras –que ya se han ido a atender otros clientes no sé dónde-, y el Palacio Nacional –sede de los juzgados-, las permanencias, así como el radio periódico Clarín. Estas crónicas permiten observar un mundo subterráneo, aquel al cual pertenece y se perpetra en lugares especifico las cuestiones de la violencia del amor, y expresan otro Medellín, así como esos lugares de Antioquia, aunados por una misma mentalidad, el odio y la poca tolerancia. En el tiempo en que fueron escritas estas crónicas, nunca se escribió en Antioquia nada parecido en la literatura donde fuera posible observar el lado oscuro de un municipio sino que la literatura y sus escritores andaban en otros espacios. 

Rastreadas estas crónicas expresan el otro Medellín: el oscuro Medellín que nunca fue descrito en ninguna novela, pero que Don Upo nos entrega y, que sin querer, se proyectan a decirnos cómo era la Ciudad Industrial de Colombia. Por esa razón, Don Upo, antecede a la llamada hoy novela negra, y, siempre me he preguntado la razón por la cual él nunca escribió un trabajo más extenso sobre este tema.

Estas crónicas develan un inicio, un entramado y un final peculiar que a lo mejor por eso son tan leídas, ya que se deslizan hacia un interrogante sobre la disolución del orden vigente, al cuestionamiento de las relaciones sociales aceptadas, debido a la llegada de un hecho inusitado vestido con las galas negras del crimen. De ahí que, al leerlas, el lector dude de todo el aparato de seguridad, ya sea por las diversas clases de sentencias, y, sobre todo, por la necesidad de verse protegido por ese orden que en apariencia brinda seguridad.

A veces me da la impresión de que Don Upo  pudo haber sido un detective sentado en su escritorio mientras leía los folios de esos sucesos, que más tarde serían sensacionales. En este sentido presupone la investigación de un hecho criminal que debería llevar a cabo un agente secreto que recoge pruebas, interroga testigos, saca planos y, por fin, concluye. Al leerlo me digo que cada uno de esos eventos pudo haberse convertido en thriller.

Hay, en algunas crónicas, la mención a una suerte de amigo, que más parece una invocación cuando tiene alguna duda. Pensé que se trataba de san Odulfo, aquel misionero, considerado el testigo fiel, pero no, se trataba de un amigo suyo, profesor además, Odulfo, que le hacía observaciones sobre sus escritos.

Don Alfonso Upegui, Tartarín Moreira y Carlos Correa son aquellos artistas que estuvieron vinculados con la búsqueda de la justicia al trabajar en con los diversos aparatos de seguridad del municipio. Francisco Velásquez, en su libro, lo ha dignificado en el lugar que se merece: hacer parte de la tradición de los grandes periodistas del país, y de la literatura, porque unas seis mil crónicas no se escriben de un momento otro.




3 comentarios:

Luis Guillermo Peña Restrepo dijo...

Muy buenas las Crónicas de Don Pío. Que bueno que hayan sido rescatadas en este libro. Mucho me gustaría leerlo.

Luis Guillermo Peña Restrepo dijo...

Las crónicas de Don Upo tienen un estilo muy particular. Retrata con sus palabras el mundo de la delincuencia y las pasiones desenfrenada en una Medellín que ya se fue. En buena hora sale este libro para rescatar del olvido estás historias y su autor.

Luis Guillermo Peña Restrepo dijo...

Muy buenas las Crónicas de Don Pío. Que bueno que hayan sido rescatadas en este libro. Mucho me gustaría leerlo.