Medellín /
Manel Dalmau Etxalar
"Se apaga el sol al sur de Medellín. Se
respira una furia que escupe frenazos, estafas, balazos y navajazos. Los
peatones atraviesan con un miedo desatado a ser atropellados en los pasos de
cebra, o a ser atracados en la esquina sin nombre, o asesinados en los
callejones sin apellidos. Es el pánico diario de una ciudad con leyes
invisibles, donde los turistas buscan polvos mágicos y los hambrientos devoran
las partículas de la miseria.
Medellín es una villa vestida de novia
decepcionada, que se le corrió el maquillaje de la eterna primavera con el
sudor de los aguaceros y el temblor de un sol impertinente. El amor es un caso
sin resolver, la capital del departamento de Antioquia tiene la etiqueta de
antro peligroso, donde la amabilidad es un truco y la cortesía una trampa. Así
es retratada por cronistas extranjeros atrapados a sus clichés, periodistas de
lenguaje amarillo o visitantes perezosos.
Y Valentín se pasea por Medellín del mismo modo
que se dejó llevar por la Barcelona yonqui, el París racista, una Nápoles de
camorra, un Buenos Aires traidor o una Nueva York sin ideas.
Y Valentín, amante eterno, encontró la cortesía
del amor a los pies del desconsuelo de mármol barcelonés, en el cementerio
parisino de Père Lachaise, en el horizonte marítimo del puerto napolitano, en
la boca gritona bonaerense, o en la pequeña Italia neoyorquina.
Y en una noche cualquiera, en esta furiosa
Medellín, Valentín encuentra confesionarios con sosiego en algunos parques sin
cagadas de perro, en algunas orillas de aceras sin peatones, en grotescos
rincones pintados con luz de gas, en esta ciudad colombiana fascinante, con su
rostro sin muecas, con su amor derramado por todas partes, es otra Medellín, la
de gente trabajadora, la de la creatividad que se mueve con más ganas que buena
estrella, la de amores y amistades que sobreviven a las etiquetas, a la
violencia, a la soberbia.
En la esquina de la casa museo Otraparte, esa que
sobrevive frente a una gasolinera con recelos y restaurantes de mordiscos
chatarra, hay una puerta de hierro fundido con una frase en latín:
“Cave canem
seu domus dominum”.
Esa puerta abierta como una boca de quijada rota,
te lleva al universo eterno de Fernando González, un brujo antioqueño,
colombiano, latinoamericano, de mundo redondo y completo.
Por allí vivió con su esposa, sus brisas, sus
hijos, sus lluvias, sus hermanos, sus espíritus, sus amigos, sus pensamientos.
Hay un jardín, saqueado con orgullo por las manos
de los desheredados de esta ciudad, caminado en silencio por los lectores de la
vida, descubierto por la curiosidad de los viajeros, coloreado por las paletas
de los artistas, fotografiado por las pupilas de las princesas, grabado por las
avenidas de las televisiones, añorado por nadaístas, anarquistas y locos de la
nada.
En ese jardín alumbrado por la sombra de los
mangos y las raíces de plantas que hablan solas, donde las ardillas se sienten
reinas y las abejas son dueñas del sabor de su miel, se plantaron tres bancas
que son como las gradas de un estadio de fútbol, o butacas de un teatro, o
asientos de un bus de largo recorrido o de una estación de tren o de un
apeadero para el sofoco.
Es de noche honda, con un azabache descarado que
amaga la sonrisa de la luna tras esas ramas robustas de los árboles que
protegen el jardín de Otraparte y que someten en forma de cruz la transparencia
de un cielo desenfocado.
Y en esas bancas se sientan los solitarios, que
alumbran sus lecturas con la llama de las candelas, de los cigarrillos o de sus
demonios. Unos leyeron a Poe, en busca de Annabel Lee, otros a Bécquer, a
Cortázar, a Machado, a Borges, al Rivas o a los negroides de Fernando.
Otros se acercan a las columnas de
Universocentro, a los ruidosos artículos del Colombiano o a las calladas
arengas de la izquierda nacional.
Algunos de ellos escriben versos, otros relatan
viejas historias de malas horas, y tal vez escapan las culebras de la
borrachera, las mariposas de amores traviesos o la luz de una condena.
Este jardín de Otraparte es una estación de paso,
con amantes que se esconden del ruido, que descubren la humedad del sexo tal
vez virgen, o la rigidez de una erección suprema, o los recuerdos de un amor
escrito por entregas, o el final de una pasión firmado con un beso de limón.
Son noches que van y vienen, en un refugio que ve
pasar las sombras del tráfico a golpe de calma. Cerca del jardín, a pocos
metros del rostro de un sátiro garabateado de piedra, con un gesto de ironía
por sonrisa, está la greca sobrada de tinto, iluminada con la bombilla que
parpadea dudas y que recibe los galantes revoloteos de polillas y mosquitos.
Los pasajeros de Otraparte van y vienen, buscando descanso en las bancas del
jardín, encontrando sabor con el tinto de esta mansa greca, donde hubo un
tiempo donde tomaba Fernando González tragos de palique con los viajeros, y que
ahora se la apropian los nuevos locos de esta nave mundana de palabras y nómada
de sentimientos.
Valentín agoniza en una noche de Febrero en la
ciudad de Medellín, esa ciudad sin primaveras, ni otoños, capital de centros
comerciales, cuando el 14 de Febrero es fecha de regalos con disculpas para
unos novios torpes, o caricias atrevidas de esposas que comprenden, o versos en
los labios de los adolescentes que se besan por primera vez, o amores eternos
en los temblores de los más ancianos que han sobrevivido a mil batallas
injustas, o ese perdón que llega con paciencia, o ese anillo de compromiso que
se pierde en el bolsillo de la mentira, o esos revolcones que llegan sin avisar
en los asientos traseros de un coche, o esa botella de vino tinto que se bebe
sin prisa y que prende la luz de las miradas.
Cada vez que se muere el sol sobre la ciudad de
Medellín, los amantes encuentran rincones como este jardín en Otraparte, donde
Valentín, descubre un nuevo lugar donde poder volver. Volver al delirio del
caminante, del que busca su destino paso a paso".
……
Manel Dalmau Etxalar. Nacido en un pequeño pueblo
del pirineo catalán cuyo nombre es La Pobla de Segur. Adoptado en la ciudad de
Medellín en 1998, paisa chivado desde Enero del 2010. Periodista,
documentalista, historiador, dinamizador cultural y onanista compulsivo. Forma
parte del equipo de la casa Museo Otraparte desde el año 2010. El “NO” de su
gorra es un adverbio positivo y un morfema ácrata. Es un “NO” a la
intolerancia, al desajuste social, al abuso, es una invitación para que todo
aquel que lo lea, se invente su propio NO. Es un yonqui de la tertulia y un
borracho de silencios. Intenta soñar.
2 comentarios:
Que bien!
Manel felicitaciones por este texto tan sentido. No teníamos idea de tu talento
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