Una rosa
roja y un trago de brandy
por Luis
Tejada Cano
Víctor
Bustamante
La fotografía lo
muestra plácido: su cabello desordenado, la mirada fija en el objetivo de la
cámara, una semipenumbra recorta su rostro, un bigote incipiente sobre su boca
gruesa, una pipa alemana enorme sale de la comisura de sus labios hacia el lado
izquierdo. Su mano izquierda reposa sobre una cómoda con algunos libros,
dándole ese toque de distinción, es decir, del intelectual refinado, otra es el
atrevimiento a dejarse fotografiar con una pipa, como si esta fuera parte de su
indumentaria. Su rostro sorprendido, y otra vez esa mirada que todo lo escruta,
que indagará sobre el suceso que se despliega a sus ojos como si Melitón
Rodríguez hubiera captado el momento preciso donde se define a una persona.
Pero lo sugestivo es esa mirada analítica que comienza a captar sucesos,
noticias, cosas en su aparente y sinuosa movilidad para luego materializarlas
en su escritura, moldeando el breve espacio para una sus crónicas.
Es ese instante
irrepetible y apoteósico que hace grande al fotógrafo y al fotografiado.
Existen momentos clásicos en este sentido, el daguerrotipo ocasional realizado,
la Última Thule, a Edgar Allan Poe, y el retrato imprescindible a Baudelaire realizado
por Nadar. En ellos se encuentran de cuerpo presente estos escritores. Sus
miradas escrutan y persiguen a quien se fije en ellos, en esta los escritores
captaron el mundo exterior a partir de esa extraña trasvasación interior. En
estas placas también fueron eternizados. No son fotografías oficiales, pero son
las que se quedan en uno.
Pero ahora vamos a
referirnos a algo distinto porque el 7 de febrero de cumple cien años de haber
nacido en Barbosa y el 17 de septiembre de haber muerto en Girardot. Luis
Tejada, tal vez el cronista más relevante que ha existido en el país durante la
primera mitad del siglo pasado. Sus textos todavía pueden leerse con la
frescura y la impresión que causaron en su momento, y han pasado a convertirse
en esas reflexiones donde se siente la presencia real de un escritor, el pulso,
la vida que fluye por sus escritos. Esas crónicas son pequeñas gemas engastadas
en nuestra literatura.
En estas tierras,
donde algunos hacen genuflexiones a la generación española del 98, españoles de
pandereta. Olvidaron ese legado de la misma época en el país: existen tres
escritores Carrasquilla que es un literato puro, que escribe y describe ese
fresco social que es su obra, Fernando González pura ironía, con cierto tufillo
parroquial. Lucidez en ambos pero ninguno de ellos fue hasta donde llegó el
cronista a Tejada, estuvo atento a lo que pasaba en el mundo. A él se le ha
colgado esa rémora de haber sido comunista, pero en el momento que lo fue, esa
postura no se había manchado tan reaccionaria, tan violenta como ahora. En su
momento era algo firme, y era la vanguardia, y la transparencia. Tampoco tuvo
tiempo de escamotearla.
Él fue uno de esos
intelectuales firmes, de dura cerviz, de los que ni se compran ni se venden, su
existencia es una lucha por convertirse en un escritor no con mayúsculas, sino
algo más simple, un cronista que vivió y sintió el mundo del pulso de su mano y
esa mirada precisa que reflexiona y matiza con su ojo, cada suceso o persona
que lo cautiva. En él también se fragua ese pesar del antioqueño que debe
marcharse, ya que en su tierra los intelectuales son poco recomendables. En
esta tierra del aura sacra fames no
cupo, como quizá no cabrá nunca Luis Tejada. Simplemente se sospecha que está
ahí.
También tuvo otra
profesión, vagabundo por los caminos del país, ese remoto país de regiones tan
desconectadas entre sí, porque viajar de un lugar a otro ocupaba jornadas de
muchos días. Para los capitalinos era una aventura conocer el mar, para ello
bastaba mirarlo en una película olvidable: Las
rocas de Kador, y esa falta de osadía llevó a De Greiff a crear uno de sus
poemas más hermosos, “Balada del mar no visto”.
Despreocupado,
inmerso en su pasión literaria y en busca de un lugar para ejercer su
profesión, el cronista, estuvo en Barranquilla, Medellín, Pereira, Manizales y
Bogotá. Su vida la trasegó no solo en esas ciudades sino en las tertulias, en
salas de redacción de diversos diarios como Rigoletto,
La Costa, El Tiempo y sobretodo El
Espectador bajo el acesante estrépito de los linotipos y en el afán de
encontrar el echo inverosímil que lo haría reflexionar para plasmarlo luego en
una crónica, antes de la noche.
El grupo al que
perteneció, los Nuevos, tuvo una vida luminosa, fue la generación que conectó
al país con el mundo en las dos primeras décadas del siglo en cuanto se refiere
a cuestionar ese mundo provinciano, cerrado, ceremonial heredado del gótico
religioso español, es decir mediocre, y que culminó con las reformas sociales
en el primer gobierno de Alfonso López. Ellos encarnaron otra forma de ver las
cosas; en él, se agruparon poetas y escritores que nunca pudo ocultar un poeta
oficial como fue Valencia. En ellos se fraguó esa figura de los escritores
independientes del país. Para nadie es un misterio la postura de León de Greiff,
su silencio pero su poesía pura y grande, la primera poesía de Luis Vidales, la
finura y la extremada honestidad de Ricardo Rendón.
Pero también él
observó las calles de la ciudad, y vio el contrastado paisaje citadino, entre
el país que emergía, renovador, lleno de industrias y el que se rezagaba con
sus personajes centenarios con frac y chistera. Él escribió con una pluma y un
hogar de tinta, era la actitud de reflexión, en un momento en que no existía la
excesiva memoria de los chips. En él se confundía el deseo de ser un escritor,
una pasión, una filosofía, y eso es ya decir mucho.
Cómo no referirme a
él. A quien nada doblegó, ni la fatal variante del olvido que se emponzoña
sobre su vida y obra, ni la pobreza, ni los intentos de juzgarlo desde su
posición política han logrado desentrañar ese compromiso entre literatura y
pasión, esa responsabilidad entre lo social y el destino del hombre.
Lo imagino
caminando despreocupado por la Playa Arriba. O apresurado salir a tertulia del
Negro Cano para situarse con los Panidas en la Bastilla, o acaso en el café
Windsor de Bogotá, o jugando a ser uno de los conjurados en la noche negra del
país. Siempre él impregnado de una absoluta y angelical transparencia llena de
bohemia ante la vida, es decir, el nuevo romanticismo que aparecía con las
vanguardias de su momento: el ascenso de una doctrina impredecible: el
socialismo. Pero esos paisajes han cambiado como también las ciudades y las
personas; esa es la dinámica. Pero ahí están sus crónicas, que reverberan en
este bosque de palabras impresas, dando posibilidad de, cómplices, atisbar y
reflexionar sobre ese mundo que se despliega a sus ojos. Sí, ahí están.
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