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| Dina Rac |
Parirás con dolor de Dina Rac
Víctor Bustamante
En el refranero paisa, sí, aquel que, recreando una
peculiar forma del ser religioso y usurero, de un habla específica, de ser
interesado, ha donado diversos dichos, llamados filosofía popular. Para el tema
que nos incumbe refiere: Cada hijo trae su arepa debajo el brazo, que es el más
conocido, y eso sí, advierte que, a pesar de la
responsabilidad por ese hijo, él tendrá como sea su manutención necesaria. En
otro, se añade, Tiene más hijos que un maguey, que posee un tono irónico, y al
compararlo con un vegetal añade, como no existe en esos hijos en serie algo de
humanidad, sino una cantidad desmesurada de retoños. En otra sentencia se
afirma, Muchos hijos riqueza del pobre, o sea, se denota una consolación a esa
familia desmesurada que trae hijos cada año. Esos tres refranes aparecen y
reaparecen en algunos libros sobre costumbres locales, y se cuelan al habla de
malas series de televisión o en textos nerviosos de algunos que se las dan de
costumbristas. Lo cierto es que detrás de esos tres refranes existe un poderoso
drama popular, cómo hace un padre de familia para lograr proteger a sus hijos,
además de mantener en equilibrio a su esposa y al hogar como motivo de vida.
En Antioquia hay dos casos que llaman la atención, el de
Epifanio Mejía con su desmedida prole y su locura casi mítica. A veces pienso
en su alegato personal al mantenerse en su almacén de telas de la carrera Palacé,
inquieto y nervioso, en lograr el sustento necesario para su familia, a veces
pienso que esa locura fue debido a sus preocupaciones, ya que aun en el
manicomio añadía que esperaba mulas cargadas con toneladas de oro y bultos de
telas. Otro caso, es la fotografía de Efe Gómez con sus innumerables hijos, y eso
sin mencionar su otra familia paralela y secreta que vivía en El Picacho. Un
verdadero loco del volante.
A estas preguntas
que aparecen con los refranes mencionados, a esa extensa camada de hijos de
tantas familias en Antioquia, responde una novela: Parirás con dolor de Dina Rac. (Grámmata, 2024). La novelista, su
hija, decide, curiosa, conversar con su madre acerca de su experiencia en el
transcurso de su matrimonio, así como sobre diversos rumores que ocurren en las
familias, donde la historia personal de los padres, se dejan de lado, en ese
olvido mutuo, y de las cuales sus hijos muchas veces no saben sus trasiegos y desasosiegos.
Total, poco a poco van surgiendo los comienzos de cada una de esas dos personas:
Raquel la mujer cuidada y cuidadosa en el hogar, y perseverante con una persona
a la cual dejó, un enamorado, Salvador, que se quedó
en el camino y que ella siempre recodará, ante Cristóbal, su esposo, todo un
hombre galante y comprometido con su puesto de venta en El Pedrero, enamorado,
y rezandero de alto calado.
Raquel guarda en secreto, un accidente casero lo cual desacomoda
a Cristóbal ya que ella no es virgen, luego de su primer hijo, ante los miedos
de ser estéril, comienza ese
extenuante periplo por la vida de dos personas, ambos, clásicos personajes que
hemos vivido y de los cual nunca se había narrado en Antioquia, salvo en los
refranes pronunciados muchas veces con tono despectivo. La autora se centra en
algo presente, en algo olvidado, el dolor de tener hijos, el sufrimiento de los
embarazos que claudican en abortos, y como, con los días que son la vida, se da
la conformación de una familia, a medida que crecen sus hijos, con las utopías,
y el carácter de cada uno, lo cual nos da la idea de una suerte de odisea familiar
que no había sido contada en Antioquia desde este punto de vista.
Y eso sí, el barrio Altavista, allá en Belén, como escenario de lo que es el nacimiento de una familia, con la incertidumbre que trae ese trasiego de dos personas con sus vidas paralelas, con diferencias y coincidencias, donde se acentúa la responsabilidad de procrear y los celos de la madre ante un padre amoroso con su familia y también con sus vecinas.
Hay un quiebre cuando la madre es llevada al hospital
mental, en un acceso de locura. Aquí la escritura no toma partido por esa enfermedad,
es distante, fría, indolente, parece no afectar a quien escribe, sino que prosigue
simple, demudada con un solo objetivo, ir descubriendo poco a poco como en cada
familia existen puntos altos, cotas bajas, pero también, en esa pausada norma general
de tranquilidad, momentos que no se tocan, que pasan de soslayo en conversaciones,
y que constituyen la valiosa historia familiar, la explicación plausible cuando
se miran esos álbumes con fotografías en blanco y negro, raídas, casi desvaídas,
pero precisas y preciosas, que guardan la historia recuperada, interminable, sorprendente
de cada familia.
Entonces, después de pensar en Belén, en ese barrio tan
poco narrado en Medellín, del cual uno quiere saber más, surgen tantas
preguntas, ¿Por qué razón esas personas tuvieron que encontrarse para vivir a
su manera la dulce y cruel ensoñación del amor? Y es ahí donde la autora narra,
e indaga sobre su origen, porque ella necesita respuestas a preguntas que de
seguro la han embargado hace muchos años, y nada más preciso que la madre para
narrar sus sueños, para sacar de su memoria diálogos que nunca realizaron, así
como irrealidades, sus frustraciones, sus depresiones, sus alegrías; síntesis
de una total consigna de su poderosa definición del amor cotidiano, desde que
no podía salir a la calle hasta que un galán perseverante la cerca con su propuesta
de matrimonio. Sin duda, Cristóbal y Raquel, son personas normales que pasan
por la calle y no les prestamos atención, cuando dentro de sí llevan y guardan poderosas
historias con sus peculiaridades, la inexperiencia de Raquel; otra, a paso
ligero al recobrar su cercanía familiar con esa persona valiosa, única, certera
como Fidel Cano, que en la novela son
tan familiares a nosotros, y saber cómo, en cada familia existen peculiaridades
que son propiedad solo de ellos: a pesar de la frialdad de la narradora que
toma tanta distancia con esos seres caros que como ellos no hay otros tan distintivos
en su mundo familiar.
Pero, en efecto, estos seres ya absolutamente involucrados
y tan religiosos, a los que la autora no hace reparos, como debe ser, ya que no
solo forman parte de la familia, sino del medio que circunda, que, sin embargo,
se ven abocados a vivir y desvivir con la alegría de los hijos que nacen pero también
de los que mueren en esa sucesión descarnada de trece embarazos que, con los días,
junto a las salidas sin explicación de su esposo, eternamente enamorado de sus
vecinas, prosigue por esa Medellín que aquí revela
el comportamiento masculino, sin excesos, pero sí con su presente. La autora,
en apariencia, no toma partido por ninguna de las personas amadas, solo cuenta,
no interviene, para que la narración no pierda veracidad. Ella no opina ni
interrumpe la narración, simplemente deja que la vida prosiga su curso normal,
que muchas veces sorprende en los acaeceres de esa cotidianidad que ninguna
mujer había narrado de esa manera cruda aquí en Medellín.
Este desgaste, esta desgracia a este movimiento infinito
de nacer o morir que existe en los hijos presentes o en los ausentes queda en
la memoria como el único recuerdo de ellos. En los presentes porque la vida
continúa, pero en el caso de los ausentes siempre subsistirán esas preguntas de
cómo hubieran crecido, y es entonces que se da esa progresión por el extrañamiento como una manera de mediar el
camino de esas personas que no crecieron.
Trakl loa había dicho:
¡Cómo arde mi
boca! ¿Por qué lloro?
¡Hijo mío, beso mi vida en tu rostro!
De tal manera, se configura un concepto irremediable de una
ausencia por fin aceptada por la jornada religiosa en cada uno de esos rosarios
efectuados en las noches como una manera de encontrar una calma y serenidad a
través de ellos mismos, en las que Cristóbal, el padre, busque sanar esas
heridas con las oraciones y plegarias nunca respondidas, como si habitara una
lenta y letal fatalidad en este llamado valle de lágrimas donde el destino continúa
con una progresión, que a veces destruye y fulmina el presente y sus
tentaciones más a la mano. Pero eso sí,
en esta pausada sucesión de la vida de una familia, está presente el valor de
Raquel, la madre, que, lejos de mantener esas cicatrices mentales, al regresar
del hospital a casa, lo hace con una naturalidad como si el tránsito de lo
cotidiano prosiguiera, y es allí donde ella continúa
como si nada, con la simpleza y con la maravilla de su amor a esos hijos
presentes; dejando de lado esa estadía donde los hospitales de la droga y los
choques eléctricos la han mantenido cautiva y, de repente, a su regreso, se abren
sus puertas para ella retornar y retomar el trascurso de la vida, y ella, sin
ningún subterfugio ni duda filosófica llegar, con ese tesón y su certeza, y dispuesta
a abrazar su causa, la casa con su ámbito y su familia ausente de una manera
momentánea que la protege en su espera, sí, de ella.
Cristóbal, a pesar de su infidelidad que destroza, no se
ha liberado ni se liberará, del yugo femenino, y aun así posee sus límites y su
otra cara: su devoción por rezar lo antepone a las mujeres, que nunca lo
liberarán de su presencia ante su familia, de su afecto y colaboración con sus vecinos
en el ámbito más cercano que se da en los barrios, para la atención a los demás.
Él no es un libertino, pero sí
es un enamorado consecuente que no hablará del amor no posesivo, no individualizado,
no ilimitado, sino que se hará, podríamos decir, el loco, ante los reclamos de
su esposa. Así, Cristóbal es paciente, sereno, sin traumas. Él sospecha que, en
la esquina, al salir se ofrecerá otro mundo y otras vecinas. su silencio nunca
lo delata, su silencio es síntoma de su
confabulación por la tentación que merodea tras las puertas y ventanas ajenas.
Parirás con dolor, es toda una sentencia que evoca el trasiego de una familia desde su
comienzo con boda a bordo, la construcción de la casa, la lucha por un trabajo
que demarque la responsabilidad por los hijos que poco a poco van llegando. Así
se observa la irrupción de familiares nunca como extraños, sino tan cercanos en
lo filial, y con sus historias verbales. Y, además, con la certera presencia de
un dios vigilante desde el título que reaparece a
cada momento de diversas maneras, como la síntesis de una ciudad encerrada en
las montañas con su soltura lujuriosa en las noches de ciertos desvelos, y eso
sí con la vigilancia de los cuadros del Sagrado Corazón de Jesús que atisba
desde la sala de la casa, con la educación sentimental macerada desde los
rosarios y de la tranquila vida en la calle. Todo como una educación controlada
y vívida, sin remordimientos, sino con paciencia en ese Medellín que se narra
en la novela, cuando la calma familiar y la ciudad nunca monótona, sino de
acuerdo a lo sugerido por los principios religiosos que se desenvuelven sin
ninguna premura, pero sí muchos temores interiores
y con demonios cercanos e infiernos portátiles.
Así se despliegan hombres y mujeres sitiados en ese
pasado tan cercano que aun sueñan con el porvenir, eso sí lejos de la gravedad
de motivos políticos, solo vivenciales en la cuestión calmada del hogar y de lo
religioso, con rasgos tan humanos, a veces de tanto dolor. De ahí que Cristóbal
y Raquel sean tan singulares. Cristóbal en su desdoblamiento tan presente en
esa relación característica consigo mismo, del cual podría decir, quien peca y
reza empata.
Vida y muerte, amor y deseo escritas y descritas como en
un palimpsesto que denota una Medellín que hemos vivido y sentido. La autora trae
a la memoria esos tableaux descritos en cada capítulo donde la embarga algo presente,
el nacimiento de sus hermanos y así mismo la muerte de sus hermanos en un momento
de una ciudad en apariencia tranquila donde en ella no aparecen personas de
mala calaña, astutos o pícaros que luego vendrían a poblar la caída de Medellín.
Dice la autora “Desde la muerte de Cristóbal casi no
creías que podías ir, venir, hacer lo que te diera la gana, volar. Por primera
vez en toda tu existencia, tenías tu propio dinero de los alquileres y lo
manejabas a tu antojo, lo gastabas en lo necesario y en lo que querías. Ya
nunca tuviste que depender de sus migajas, ni dar explicaciones, y soportar la
cantinela diaria en la que le pedías a tu esposo que te dejara mil pesos más
para comprar las arepas o el quesito. Los últimos fueron los mejores años”.
Aquí, en estas palabras, hay un tour de force,
despiadado, que sorprende como si la muerte de Cristóbal, el padre, sacara a
flote una suerte de agravios por su manejo personal de las finanzas familiares.
Reflexión y dureza en contra, de quien a través de la novela se nota que fue
responsable hasta el desespero, ya que después de perder un empleo se fue al
Pedrero, territorio de mercado y de malandrines al rebusque para sostener a su
familia. Al leer estas palabras, el elogio a la madre, “que quería volar”, se
sobrepone a la responsabilidad del padre, palabras muy escuchadas y manoseadas
en otros lugares: aquellos que reivindican sin reflexión, y en líneas
generales, una actitud ante la vida, con el eslogan parasitario, reiterativo sobre
las desventuras causadas por la sociedad patriarcal, ya que Cristóbal no puede
ser destruido, ya que su actitud ante la vida, su actitud ante los hijos, la
brillantez de su presencia no debería quedar devastada con ese juicio, que
habla de “migajas”, como si él solo existiera en un cielo vacío, agreste,
sucio; tachonado de juicios de valor a posteriori. Y no pensemos que estas
palabras pronunciadas en esta época donde todo se examina, pero también todo se
especula, pueden acabar con la dignidad del padre, en su lucha por sobreponerse
a la dura vida cotidiana, ahora trasgredido por esos límites desde otras
ópticas, sin tener en cuenta que, en su momento vital, él, sí precisamente él,
poseía una conducta propia de esos años, otras creencias, otros despojos, pero
también otros sueños. Tumultuosos, desde ahora, unos años después estas venganzas
manchan la responsabilidad y el amor a su familia de un padre, sí de Don
Cristóbal, cuya presencia franquea a través de la novela con una inmensa
melodía escuchada desde lejos que no debería ser destruida.

