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Epístola sobre los libros y los
viajes
Luis Tejada
A Luis Bernal, en Medellín
Amigo mío:
El relato de tu primera excursión,
que alcanzó afortunadamente hasta la Quiebra y Cisneros, me llenó de grata
esperanza: abandonas al fin los libros fríos y te conviertes a la vida “viva”,
real e innumerable de los viajes, a la vida fecunda del ver y del oír.
Cuando discutíamos hace tiempo sobre
la mayor o menor influencia del libro o del viaje en la cultura y en la
felicidad, yo sabía que tú ¡oh, sedentario! no tenías razón al defender, ante todo,
la prioridad del libro; porque no pueden ser más abundantes los resultados
espirituales ni más intensas las emociones cuando se percibe la realidad de
manera imaginativa, al través de extrañas personalidades intermedias, que
cuando se percibe directamente con los ojos y los oídos propios.
Leer una excursión al África es
delicioso y hasta conveniente; pero sería más delicioso y más benéfico todavía,
realizar en persona la excursión. Para ti no es igual que el león se vaya a comer
a Tartarín, que el que esté a punto de comerte a ti mismo; porque además de
que, sin duda, la emoción sería mucho más viva, puede suceder que tú, de una
raza y de una mentalidad distintas a las de Tartarín, experimentes ante el
hecho reacciones que él no experimentó. Y entonces, tu acervo de ideas y de
sensaciones se acrecentaría con aspectos nuevos que no hubieras obtenido
leyendo simplemente la historia.
Y es natural que al choque directo de
la realidad nazcan las ideas nuevas más fácilmente que en otra forma
cualquiera, puesto que la mente independiente de influjos extraños, libre para emprender
trayectorias inesperadas, se encuentra de pronto ante el fenómeno real que la
hiere y la fecunda; pero aun suponiendo que las ideas no sean nuevas basta que
las hayamos extraído por nuestra cuenta para gozar ya la voluptuosidad inefable
de una creación virtual. En cambio, en el libro, el autor, a pesar muchas veces
de nosotros mismos, nos impone sus consecuencias y su visión personal de los
hechos; el pensamiento propio en potencia, que pugna por verificarse, se deja
sustituir lentamente por el pensamiento ajeno, ya realizado y perfecto. Y sin
embargo, la vida, múltiple hasta lo infinito, tiene siempre un aspecto diverso
para cada pupila que la observe con cuidado; observándola a través de otras
pupilas, no sólo nos empobrecemos nosotros, sino que empobrecemos virtualmente
a la vida misma, dejando de evidenciarle algún modesto secreto, de encontrarle
alguna escondida belleza o alguna nueva fealdad, que por el solo hecho de ser
nosotros los descubridores, nos llena de sincera alegría.
Pero yo no quiero decir que no se
lean libros; hasta creo que todos los libros se deben leer; divido simplemente
los lectores en dos clases generales: los que leen para aprender y los que leen
para olvidar.
Los que leen para aprender, van al libro
con un terrible afán utilitario, con el propósito en cierto modo criminal de
apropiarse las investigaciones, los puntos de vista y hasta las conclusiones
personales del autor, transportándolo todo bonitamente a su cabeza, sin mayor
esfuerzo propio; por este aspecto, aprender en los libros, es sencillamente
robar. El espíritu pundonoroso y creador va directamente a la vida, a la
naturaleza; si aprende algo leyendo los libros, no lo exhibe como concepto
director, sino que lo amalgama, como elemento secundario, dentro del concepto
personal que se ha formado de las cosas. Molière, el pobre y grande Molière,
comprendió primero que todos la superioridad, en cuanto a enseñanzas fecundas,
de la vida sobre el libro; por eso, después del éxito de Las preciosas
ridículas exclamaba con júbilo: “Ya no leo a Terencio ni a Plauto ni tengo que
descifrar los fragmentos de Menandro; me basta estudiar el mundo”.
Además, los que leen para aprender,
corren el peligro de caer en el curioso vicio de la erudición. Yo me figuro la
erudición como el culto a un menudo genio desgreñado y polvoriento –quizá un
gnomo barbudo– que vela siempre en el ambiente callado de las bibliotecas.
Quién sabe qué sortilegio misterioso o qué encanto sutil tendrá en los ojos de
opio y en la boca sabia ese geniecillo de los anaqueles, compañero, pastor o
tal vez príncipe de las cucarachas, la polilla y el comején; quién sabe qué
mágicos secretos o qué filtros letales dirá o dará a los elegidos en las horas
de augusto recogimiento. Lo cierto es que si se le ha visto una vez, se pierde
para siempre el sabor de la vida fecunda, poliforme y penetrante de los
sentidos; ya los campos en flor y las dulces armonías de las montañas no
existirán para nosotros; ni el cielo, ni el río, ni el calmo paseo de árboles;
ni la visión de ese barco que parte cargado de sueños, o de ese caminillo de
hormigas trastabillantes que se hunden en la selva; la calle numerosa y
tumultuosa no sería un espectáculo grato, con su explosión de colores, con sus
músicas de voces, con su variedad infinita de formas; no tendremos ojos ni
oídos para lo que pasa, vive o permanece en derredor; no sentiremos el influjo
de la luz, que es alegría, ni el de la noche, que es inquietud vital; el
invierno y el verano nos serán indiferentes con sus mil matices sucesivos; será
nula en nosotros la atracción alucinante de las ciudades lejanas, de las
perspectivas desconocidas, de los paisajes exóticos, de los caminos misteriosos
que cruzan en todas direcciones la tierra y el mar. No; nada queremos ver, nada
queremos tocar ni oír que no sean las páginas amarillas del mamotreto y la voz
envejecida y extraña que surge del fondo de ellas. Que todo se agite en torno,
que la vida se renueve y se transforme, que el amor calcine las almas, y haya
quienes lloren y quienes rían; que se sucedan mañanas de sol y dulces tardes de
invierno, y que el mundo sea aquí y allá y en todas partes un espectáculo
supremo lleno de latentes enseñanzas y de bellezas escondidas; al erudito no le
importará un comino nada de eso; pasará en medio de todo y de todos
contemplando lo que ha almacenado cuidadosamente en su cabeza, con la fruición
del comerciante judío que mira y remira con ternura sus escaparates atestados; sólo
sentirá alegría ante la probabilidad de encontrar un libro raro, de reconstruir
un texto olvidado, de cazar una fecha, o el nombre de un sitio, o el apellido
verdadero de alguien que ha muerto hace mucho tiempo y que todos creían que se
llamaba de otra manera; entonces se apodera de él el júbilo unilateral y
enfermizo del maníaco, del cazador de mariposas, del recolector de estampillas
o de platos históricos; va y viene, busca y rebusca, revuelve bibliotecas,
sacude manuscritos, revisa impresos, exhuma vetusteces con la febril
impaciencia de los conquistadores aurívoros que levantaban los sepulcros y
exhibían al sol las momias veneradas para encontrar al fin la menuda ajorca o
el anillo oxidado, perdidos entre el polvo milenario.
La erudición es un vicio exquisito y
horripilante, una morfina imaginaria que destruye el bello instinto de la
voracidad sensual, el ardiente deseo de vivirlo todo prácticamente con ímpetu,
con divina alegría; mata el prurito de la acción inmediata y paraliza el maravilloso
ejercicio de los sentidos; enseña, quizá, muchas cosas, pero no permite
saborear realmente ninguna.
La sabiduría no está en la erudición,
porque la sabiduría no es un fenómeno de acumulación de cosas externas, sino
más bien una capacidad interior para distinguir lo bueno, lo bello, lo justo;
por eso no se debería ir a los libros con un criterio intelectualmente utilitario,
sino con un criterio simplemente deportivo; se debiera leer para olvidar; para
olvidar lo que nos rodea, cuando es demasiado triste o tedioso, y para olvidar,
sobre todo, lo que leemos.
Así hubiera querido que leyeras
siempre tú; por eso me inquietaba tu afición desmedida y preocupada a los
libros; creía que estabas perdido, porque buscabas sólo en ellos la sabiduría y
la emoción; pero veo que al fin los abandonas un poco y reconoces la superioridad
de los viajes en la cultura personal, y hasta te decides a ejecutarlos. En
realidad, estándose quieto en su casa también se puede vivir la vida profunda y
provechosamente; pero apenas se vive, como si dijéramos, “a lo largo”; viajando
se vive simultáneamente a lo largo y a lo ancho, como el que camina a la vez
por los dos lados de un ángulo recto; viajar es “atravesar” la vida, sin dejar
de adelantar en ella.