Walter Betancur |
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Walter Betancur,
Esculturas
Víctor Bustamante
La primera escultura
que vi de Walter Betancur fue en la Casa Barrientos de Comfenalco, ahí en La Playa.
Se trataba del niño que pensativo con las manos en la quijada, y sus codos reposando
sobre sus rodillas, parece estar alerta del paso del tiempo, o a lo mejor preso
en su ensoñación, pero también por la disposición, por su actitud, a lo mejor,
algo le ha ocurrido, lo cierto es que estas preguntas solo le quedan al
espectador que mira la obra y se cuestiona. Al mirarlo se ve indefenso y, a más
de eso, solo, perdido en algún drama interior porque ha cerrado los ojos, y en
esta línea delgada nunca de la ensoñación, sino de sus temores, algo le ha
ocurrido y no nos lo puede decir desde su mudez, desde ese silencio impuesto,
solo nos queda mirarlo y saber que nunca nos podrá decir algo. Además, el hecho
de que esta escultura se haya incrustado en la pared, también da la impresión de
que flotara en lo dubitativo ya que parece salir desde el otro lado, otras
veces el escultor al dejarlo en su inmediatez pareced que no quisiera haberla terminado,
sino que bastara el rostro, las manos y los pies del niño para definirlo de una
manera precisa. De ahí que cada vez que la apreciemos da la significación de
que nos acompañara desde su lasitud, a veces desde su abandono, porque es tan fuerte
su presencia que no podemos pasar en vano sin mirarla, justo ahí en su nuevo hábitat,
e la I.E. Federico Sierra Arango, el FESA.
Hay otra escultura
de la cual solo la he visto y es la referente al Padre Marianito, que me había referido
un amigo común Fredy, antropólogo y tanatólogo, que en alguna noche de largas conversaciones
me refiero el procedimiento de cómo se acercó al Padre marianito, lo cual dio posibilidad
de haber escrito un cuento mucho más tarde conversado con Walter me refirió el hecho
de su participación en el rescate de este beato paisa, que tanta devoción causa
por Angostura.
Luego al llegar al FESA,
vi la escultura de la muchacha que lee en el segundo piso de un bloque y de una
fui a mirarla. La lectora, fija en un libro la sostiene con sus manos, ella lleva
gafas, ella recibe desde su nicho a los estudiantes, ella se haya inmersa en el
libro, no sabemos que lee, pero desde esta epifanía sabemos que ella se encuentra
inmersa en los mundos y reflexiones posibles que dona un libro. Recostada sobre
la baranda donde se sitúan muchos estudiantes en el lapso de la espera, ella no
se inmuta por nada ni por nadie, sino que sigue presa en su lectura en un
perfecto acto de concentración, lo cual lo avala su rostro tranquilo.
La escultura, Muchacha
que lee, nos permite distinguir sus facciones, aunque a veces por la apremiante
sequedad de la fibra de vidrio, parece que no estuviera terminada, así como en
las otras esculturas de su autor, pero ese precisamente es un rasgo que las
distingue. En esa bastedad merodea el camino de estas obras, da la impresión de
que están si terminar, y casi bordean el arte efímero.
Pero esto le da
cierta terquedad en la falta de su lisura, le da cierto sabor a herrumbre en cierto
momento para saber que la perfección no existe, que el trazo con ese elemento
permite que la figura pareciera que estuviera casi sin acabar, pero es un
lastre y lustre que le entrega la fibra de vidrio como un nuevo material para trabajar
por parte de los artistas. Y s nea textura que la obra adquiere su magnificencia,
como si fuera el detalle que expresara el momento actual, de la inmediatez, del
deterioro rápido en todos los sentidos, pero ahí en esa imperfección reside su presencia,
ya que se aleja de lo perfecto y os lleva al recinto de las obras de arte que pareciera
que algo les falta, cuando en realidad ya están su plenitud total.
Ahora, en es este
mes de enero hemos ido a ver parte de sus obras en la fachada de Gestos y Mnemes,
donde dos figuras fragmentadas alrededor del aviso, entregan la significación
de quedar incompletas como si el espectador las debiera neutralizar con su imaginación
y decide que esas dos esculturas las debemos mejorar al mirarlas. También me da
la impresión del paso del tiempo como una constante en las obras de Walter, ya que
nos augura el temor que vendrá, a pesar de estar instaladas en el mismo momento
de creación.
Luego, ahí en compañía
de John Jairo, el profesor deleuziano, y de Ana, ex alumna del FESA. Walter se sitúa
frente a Calíope en el primer piso, junto a la calle. Conversamos la parte de
este diálogo empezado hace algunos meses. Calíope, la musa de la poesía, desde
la óptica de su autor, está inscrita, mejor incrustada, sobre una de las columnas
de la fachada de la sede de teatro. A su manera, Walter, la ha dispuesto desde
su estro creativo para que salga de la columna mientras ella lee un papiro,
donde, a lo mejor, un poema la haya embriagado, mientras los autos pasan veloces
y ruidosos por las calles indescifrables de Bello, así como pasa la vida tan amenazado
en tantos sentidos, pero también los transeúntes, seguro, le dan una mirada pertinaz
a Calíope que desde Grecia aún continúa inmersa en su lectura, como reclamando que
aún le debemos parte a la poesía de nuestra vida para residir plenos.
Esta tarde de enero Walter
ha desbrozado una parte de su camino creativo por el mundo de las esculturas y
del color blanco que él les proporciona; a veces parece que fuera un sudario,
otras la plenitud de lo inacabado, otras la incertidumbre del color blanco que,
a veces, en su carácter de rigidez se vuelve inadmisible con esa paz interior
que entrega, ya que la pureza es un estadio imaginario.
Esta tarde de enero
hemos transitado una parte del camino creativo de Walter Betancur.