AZARES
DURANTE EL OCHO DE MARZO …
Raúl
Mejía
¡Demonios!, ¿por qué se me ocurrió salir durante este
“8M”? Despistado que es uno, afanes de abandonar excesivas aprehensiones.
Temprano cumplí con inveteradas rutinas: café, cápsula de omeprazol, salida con
la mascota, otear contaminado valle. Vistazos morbosos a mi(s) páginas(s) de
Facebook: nada notable, excesiva basura mediática. Obvio que en la mayoría de
titulares de periódicos se recalcaba la impronta de dicha fecha: el 8M, sí,
quedaron en mi retentiva feos rostros de brujas representativas. Ducha,
disculpa en casa con respecto a “casi olvidada cita” y soy quien sale de la
unidad residencial sin rumbo fijo.
Caminé con fruición, suave clima, dádivas del invierno
acentuaban frescuras. Usuales vendedores de frutas, en pro de no desgastarse
oralmente, optan por grabar sus ofertas. Recién abren negocios; todavía
barbijos, escasos transportes escolares, madres voluptuosas llevando a
infantes: descripción de cualquier paraje medio burgués. Nada presagiaba motín
feminista horas más tarde. Seducido por recuperado placer de la caminata, me
allegué a predios de la biblioteca Piloto; antes, sí, recorrido a través de
corredor afín al encuentro de universitarios y otros vagos, sumidos entre licor
barato, marihuana, amén de pésima música. Lucía, por lo temprano del día,
desolado. Mi interés hacia la biblioteca no se centraba en prestar material de
lectura: ha poco había comprado tres novelas y ante apabullante abulia,
medianamente concluí la más corta. No, deseaba acceder al pabellón que ofrece
fotografías del antiguo Medellín (habita en mí voyerista anacrónico). Mala
suerte, resulta que se debe solicitar “cita”: ¡vaya idiotez! Sin otro anhelo,
acudo a decente cafetería, solicito tinto, mientras lo traen, tomo ejemplar de
pasquín gratuito que circula mensual. Aun sol; empero, frígida brisa preconiza,
de seguro, lluvias vespertinas. Traen el tinto, carrizo y alarma: seis
complejas “señoritas” (supongo) abandonan lentamente la biblioteca -no las vi
allí-. Visten de negro, cabello corto, tatuadas, cada una con sucias mochilas y
chamarras (palabra que le agrada a Ben Hur) atropelladas por el mal gusto.
Estaba centrado en sorber el cálido líquido, pero aquel cortejo me instó a
colocar con cautela el pocillo. Caminaban por parejas, quienes estaban a la
derecha voltearon a mirarme con ferocidad, deteniéndose intempestivamente.
Sospecho que al unísono les avisaron a las siniestras, pues el sexteto completo
optó por mostrarme erguidos dedos anulares, sumando el gesto de esputar. “¡Ve estas
malparidas!”, pensé, quise decirles, pero rápidamente salieron. “¿Será que me
conocen?”, barrunté, mientras apuraba lo restante del tinto. Solicité adicional
taza, empezaba a sentir frío. Tomé el periódico e inicié acto de hojearlo. Este
rotativo, el mismo que puede leerse en formato digital, trata asuntos
citadinos, culturales, omitiendo temas escabrosos. Nada mal, paso sin afán sus
hojas. Ya bebo segunda porción de aromático café, prosiguen vientos gélidos,
pero no hay indicios inminentes de lluvia. En la penúltima página se avizora
extensa entrevista, quise centrarme en ella, pero he que suena mi celular. Es
la esposa: “que si pasé por alguna ferretería”, me dice. Le respondo que “no”;
“ok”, responde con resignación. Con la certeza de reconocer al entrevistador y
al entrevistado, doblo el folleto, saco billete, cancelo, salgo. Bullicio
creciente, infaltable el de la avenida Colombia. Avanzo sobre temerario puente,
el mismo que pronto te adentra en inmediaciones del centro de la ciudad. Tomo
acera derecha, va de occidente a oriente por la calzada sur. Metros adelante se
prefiguran la universidad Autónoma y lúgubre centro de acopio de bandidos,
quizás el sitio más tenebroso de esta cruel metrópoli. Personas con tapabocas,
otros no. Ingentes cantidades de vendedores ambulantes en profusión de rosas
para ambientar el “día de la mujer”. Camino sin prisa, estúpidamente temerario.
Supongo que en cada esquina han de ubicarse policías, la mayoría bachilleres,
mirando celulares, escuchando asqueante reguetón. Compro trozo de sandía: roja
miel, carne esplendente. Mastico, arrojo semillas. Parque de Berrio, infaltable
grupúsculo de ociosos observan a hambrientos indios tocar flautas, ocarinas.
¡Cuánto potencial ladrón se escurre a lo largo del cementado espacio de este
sitio tradicional! Bajo frontispicios de edificios se ubican intensos sujetos
ofreciendo volantes en aras de consultar a brujas, salas de masajes o
préstamos. Los recibo, los arrojo. Involuntariamente paso ante umbral de
residencia de mala muerte, minutos antes vi salir al tontarrón Afrecho Yardas
con su sombrero de arriero, abrazando a Ana Pachita, la mofletuda, rolliza
poetisa de cabello enmarañado.
-“Eres más profunda que todos los manifiestos de Breton”,
le decía el andariego.
-“¡Oh mi Afrecho! Y tú, sí que sabes de rutas”, respondió
Ana Pachita.
De reojo me observaron. El idiota se sintió víctima de
sus “fechorías” intelectuales, congelado rictus se eternizó en su rostro. Los
vi andar de prisa: artrítico balanceo de Anita e indómito cabello semejaban escape
de algún edén. Sonreí, cada quien es dueño de su mal gusto. No consideraba
quedarme mucho tiempo por aquellos ámbitos, estos recovecos sólo excitan a
obsesivos de escombros finiseculares. Un tris desubicado, atravieso centro
comercial que me allega a la avenida Oriental, percibía urgencias de cafeína.
Pese a fragores impertinentes de autos, peatones, vocingleríos varios, alcancé
a escuchar mi celular. Reiteración desde la esposa con necesitada ferretería.
“Estoy en el centro, no hay por aquí”, le contesto. “Vale”, susurra.
A ver, tengo enfrente edificio de Comfenalco, pero esta
vez no me seduce; igual, paso ante vitrinas exteriores: nada interesante. Llego
al “Palo”, aguardo cambio de luz del semáforo, paso. Ya pronto en cafetería y
enorme sala de billar; en su interior, bastantes desocupados. “Tinto doble”, le
solicito a avejentada dama. En la pantalla de televisión noticias: se aprecian
prematuras marchas feministas, amén de cansina parafernalia publicitaria sobre
lo que se celebra hoy. Respiro, mente en blanco. Voy al orinal, regreso.
Exquisita penumbra donde me he ubicado, pero se dificulta leer aquel panfleto
que cargo desde la Piloto, a medias aprecio fotos de los actuantes en extensa
entrevista, pero sigo sin identificarlos. “¿Qué te pago?”, inquirí a la señora.
Con los dedos señala “cuatro”, le doy cinco. Se acerca el mediodía, tengo
hambre. “¿Hora de volver?”, sonso soliloquio. Le respondo: “¡Ah, qué pereza,
comeré algo por ahí!”
En vista de contar con escaso dinero, procedo a ubicar
modesto restaurante. Justo al lado del Colombo Americano hay uno que conozco,
voy allí. Mesas ocupadas, pero no ancha barra de madera que amplifica el
modesto espacio: la prefiero, permite darles la espalda a seres que no me
interesan ; además, se pueden observar paseantes a través de grueso cristal.
Solicito menú del día, inicialmente traen guarapo, bebo breves sorbos. Mesa que
desocupan, mesa que de inmediato ocupan, “les va bien”, barrunto. Cruza
consuetudinaria ruta de buses Coonatra, inevitable nostalgia: recuerdo cuando
estudiaba inglés aquí enseguida, hace muchos años. Distraído, no me doy cuenta
de que a mis espaldas se acomodan par sujetos, uno narigón, fofo, perfecta cara
de idiota. El compañero es viejo, destartalado, canoso, con incipiente chivera.
Surrealista chillido de sus sillas me motivó a vistazo de soslayo. “¡Marica,
miren quiénes están aquí!”, pensé en voz muy alta, tanto que juraría que me
escucharon pues, intempestivamente, fijaron mirada estupefacta sobre mí. Traen
sopa, seco, cubiertos. El narigón empalagoso, ubicado detrás, solicita con
vocecilla destemplada:
-Joven, nos trae dos platos grandes de fríjol. Para mi
invitado, mitad caleño, mitad antioqueño, mayor poeta de Colombia, le añade
buen hogado.
A lo que el dependiente, de aspecto oriental, cansado y
malhumorado, responde:
-¿Qué lo quiere recalentado?
-¡No, con hogado!, farfulla el vejete, cual condenao.
Esta vez sí reí con fuerza, silencio ominoso, murmullos.
Como sin afán, intento disimular. Al cabo de minutos se desovilla diálogo
desopilante entre ambos. Es confuso, como llenar una alberca con haikús
gelatinosos. El viejo expresa disgusto con
documental sobre sí, arguyendo que lo describieron cual pelele sin
orientación. Cita dificultades con respecto a aplazada tertulia, falta de vino,
galletas, loas. Su heraldo Fabio escucha, parte aguacate y frase tras frase
espeta el calificativo “maestro”, preguntándole:
-Maestro, veo que has traído dos ejemplares de tu última
obra maestra, ¿vas a donarlos?
-¿Donar?, ja, mis gónadas. No, se los voy a vender a
Víctor R., ahora más tarde.
Maestro, no se enoje conmigo -que tanto lo idolatro-,
pero, lo leí y no entendí.
-Tranquilo, ja, yo tampoco. Son vejeces pos surrealistas …
Entre tanto concluyo, estiro manos, piernas, tomo recibo,
cancelo. Ante la caja registradora volteo con evidente sesgo de burla hacia
ellos. El carcamal se me queda mirando, mientras moscas se posan sobre
grasientas tajadas de plátano maduro. “¡Poetastros de mierda!”, quise decirles,
pero lo evité esta vez.
En la calle, muelle, vuelvo a reír. “Raúl H. y pedante
Fabio, hartándose de fríjol como en aquella grabación, jajaja”. Arribo al
parque del periodista. Distraído, mientras oteo puesto de revistas, casi a
empujones me tumban otras seis mujeres, no las mismas pero parecidas: igual vestimenta, actitud. Se han apeado de bus de
Aranjuez Santacruz, huelen mal, a grajo, supongo llevan meses sin bañarse,
depilarse, con sólo medio hablar se les deslíe comunal halitosis:
-¿Por qué nos bajamos aquí?, consulta alguna.
-¡Qué importa!, espeta la que supongo líder.
Este grupo carga pendones, no distingo lo escrito entre
predominante color negro. Antes de que vuelvan a rozarme, hurgo ruta de escape
con presteza; aun así, las veo ejecutar no dedos anulares erguidos, sino cruce
de izquierda a derecha -con dedo índice- sobre su cuellos tatuados. “¿Otro
gesto para mí?”, pienso. Felizmente se dispersaron aprisa hacia las torres de
Bomboná. “¡Qué asco de viejas!”, le expreso a casual vendedor de cigarrillos:
solo me mira, displicente. Deambulo apático, enajenado. Alud de conjeturas y
“déjá vús” cae con inusitado peso: “¿qué hago por estos lares?, esto ya lo
viví, lo escribí”. (Es cierto; empero, cuando retomas relato al azar de libro
supuestamente leído, aquellos escasos dicen no conocerlo, los mismos escasos
que lo tienen). “Si, escribí sobre cómica confusión afuera de …” ¿Es prudente
arriesgar mi condición de preso domiciliario? ¿Tienen que ser los mismos con
los que cínicamente me topo? ¡Vale, vale!, reacciono manierista, al igual que
surrealista tropical: admito total pobreza narrativa, repetición de clichés,
lugares comunes. “By the way of” lugares comunes, para variar, heme bajo
parapeto salvador de local donde funcionan imprenta, fotocopiadora, venta de
artículos de oficina. Ocurrió que, tras cruzar feroz calle, tres cuadras abajo
del teatro Pablo Tobón, se desencadenó agresivo chaparrón, refugiándome bajo
esos aleros tras voluminosos goterones. Otros no, vaya empapada de no pocos
incautos. Esta escena, abastecida de gotas, aires irrefrenables, alejó preguntas,
incriminaciones. Consulto hora en mi celular: 3 pm. El sitio en que procedí a
escamparme disponía -también- de resquicios, confluyendo hacia vasta puerta de
acceso. Enormes ventanas, atiborradas de oxidados barrotes, dosificaban el
interior. Ah sí, ya había estado en este negocio, rememoro ocasión en que mandé
a imprimir estúpido libelo escolar, todo en pro de complacer al cerdo rector de
entonces: “don Yugo”. Llueve con ínfulas de desastre, ateridos transeúntes,
frío y deseos espantosos de tinto. A dos pasos adquiero uno, bebo con placer.
Incisiva luz, consecuente trueno me hicieron virar hacia el interior del enorme
local. “¡Diablos, tiene que ser una broma!”, gluturo con saliva dulcificada.
“¡No puede ser, lo que puede la edición!”. Al fondo, paseando su trasero de
boba, seduciendo detritus, se contonea sonsa modelito/poetisa, embajadora del
festival del cerro fredoniano. Al parecer se encontraba mirando bocetos para su
quinto orinal lírico en ciernes, tras recorrido por México. Entre mirar, criticar,
se alisa el cabello, saca espejo, se retoca maquillaje, agarra celular y se
toma selfies: ora de pie, agachada, mostrando culo hasta donde le sea posible.
“¡Sonsa!”, susurro y pareciera que hubiesen oído pareja de sujetos que se
acodaban tras ventana que daba hacia la avenida Girardot. Estoy seguro de que
se detuvieron en mí, mas, al no reconocerme, suponiendo que soy cualquier
imbécil, retomaron (supongo) discreto diálogo, embebidos en la contemplación de
la modelito quien, para sorpresa de la inteligencia, la tildan de poetisa.
Chismoso, me apresté a seguirles la charla:
“-{…} mira que está como buena”, dijo el más bajo,
desagradable tipo regordete, semi calvo, con chivera hirsuta, derrumbando con
aliento a whiskey.
-“Si, lo está”, respondió el otro, señor de aspecto gris,
truculento.
-“Casi me la echo al pico”, expresa el regordete,
acudiendo a gesto libidinoso que llevó a que su abdomen sobresaliera de ceñida
camiseta.
-¿Sí? ¡Qué rico!, ¿la invitaste al festival?
-¡Obvio!, hizo parte de selecto grupo de carnaditas, pero
se emputó cuando se lo pedimos.
-Pienso traducirle al francés una pendejada en prosa que
escribió.
-¿En serio Rafa? No jodás …
-¡Ah hombre Nando!, cada quien se las ingenia.
-“Mmm …”, farfulló el obeso lujurioso, agregando: “esa no
da la talla”.
Asqueado, me moví hacia la otra ventana. Había optado por
alejarme, pero proseguía con ímpetu aquella tormenta. Observé al par de viejos
ir y darle sendos picos a la modelito/poetisa. Ella les propuso posar al lado
de sus afiches. ¡Mala peste lo coma! Bajo aquella segunda ventana, escondido,
en perfecta sincronía con su devenir de cobarde, se prefiguraba figura del
estafador, acosador sexual de Fallidos … “¡Marica!”, modulé, “¿quién falta,
Pedrito?” Amainaba la lluvia, arreciaban delirantes avanzadas de peatones en
todas direcciones. Enceguecedor haz de luz y luego colosal trueno nos hizo,
literalmente, saltar, expresar unificado ¡Hijueputa!. Al instante del fogonazo,
por sortilegio narrativo, los del interior del local miraron hacia afuera, topándose
nuestras miradas matizadas de fobias. El tramacazo sonoro provocó que rasgase
el periódico, en particular la portada, alejándose al ritmo de zigzagueantes
ráfagas, a duras penas leí parte del título: “pel”. Protegiendo la sección de
la entrevista, doblé lo restante, usándolo como modesto paraguas. Iba en
dirección de Junín, al cabo de varias cuadras cesó el diluvio. Persistente
humedad, la misma que ante el caos vehicular se dispersó como grasa sobre
parrilla al rojo profundo. Me dejé desplazar, aproximándome hacia el sector de
la Alpujarra. Nada me esperaba allí, pero una vez en esas inmediaciones,
tomaría con facilidad transporte. Justo donde vira el tranvía, metros abajo del
edificio de la Beneficencia, sector proclive a ópticas, he que por poco me topo
con personaje faltante en este bestiario, el adalid de ruinas paisas, Víctor B.
No me reconoció (sólo reconoce lo Nada …), yo sí; sin embargo, evitaría
cualquier coloquio. Le escuché con parla modosa, intrusiva, despedirse de
regordeta dependiente:
-“Mija, agradecido pues, veo mejor: lo nuevo, bonito; lo
viejo, espectacular. Me cuenta si vienen los de espacio público o cualquier
zángano del municipio con amenazas de querer tumbarles el negocio: sigue
preciosa esta armazón centenaria. Lo que sea me avisa, vengo con novia, cámara
y dúo de poetisas (entre nos, horrorosas), Ángela y Devora, para defenderlos.”
Se despide, prolongando pegajoso beso, yéndose
-seguramente- hacia el salón Versalles o parque de Bolívar a fantasear con
actriz viuda del agraz Bernardo. Sigo, se renueva tonta llovizna. Llego a la calle san Juan y
helas que empieza a agigantarse aglomeración de variopintos entes, mujeres la
mayoría, en son de protesta anti patriarcal con motivo del 8M. “¡Ay!”, profiero
fastidiado. “No puede ser”, expiro, como si soltasen sobre mi cuello cuchilla
de guillotina. No me provoca regresar, se tornan invisibles los taxis. Tacos
espantosos de rutas que viran en dirección hacia esta ancha calle, en sentido
oriente a occidente. Se prefigura única alternativa: escurrirme hasta la
avenida del Ferrocarril o cercanías del edificio inteligente y una vez allí,
lanzarme al primer bus o colectivo. Este mitin adquiere connotaciones
espantosas, se extiende como herida ávida de tendones. Sobre escalinatas del
centro administrativo se apostaba grupo del Esmad. Coléricos gritos, tambores,
estallidos de pólvora gestaban peligroso pandemónium. Supongo que llevaba rato
sonando el celular. “¡No lo escuchaba”!, le dije a gritos a mi esposa. “¿Qué
quieres?”, pregunto. A medias le entiendo la palabra “ferretería”… “¡No, no
hay!, ¿qué es lo tan urgente?”, le inquiero. Ella grita con enfado: “¡necesito
una hija de puta bomba para destaquear el inodoro”. “¿Una qué?”, hasta ahí
llegó la batería del adminículo. No veo teléfono público bueno, los vendedores
de minutos se esfumaron. En medio de empujones acaso si he avanzado veinte
metros. Los del Esmad empiezan a lucir nerviosos: viejas horrísonas, travestis,
machorras y gama indescriptible de maricas, drogos, amantes del reguetón oficiaban
un aquelarre de estupideces. Adyacentes a primeros pilares del parque de las
luces, he que se ubican las primeras seis femininazis de la Piloto, a un
costado las seis del parque del periodista, esta vez con sus pancartas
festoneadas con versos de la Pizarnik. Y que se les unen adicionales seis
macabras, mostrando su lema de las SS PIZARNIKIANAS, entre espeluznantes
tatuajes. “¡Me llevó el putas!”, modulé, si son las sumisas sacerdotisas de la
grotesca Alejandra. Si me descubren, adiós testículos. Esos tres sextetos, en
bíblica fusión del 666, empezaron a canturrear: “Poeta machista que veamos, lo
quemamos”; también, lo que el juvenil Pedrito escribió (tal vez bajo efectos de
primer guayabo): “¡Alejandra, Alejandra!, mueran los hombres, no los
necesitamos.” Y que dicen a fumar, propagar melodías del infumable Maluma (¿y
su anti machismo?), depresivo Balvín. Millares de depresivas, con aspecto de
cuchillos mellados, se unieron a aquel delirio.
Pésima suerte la de un pobre diablo que se atrevió a
injuriarlas: lo agarran, pellizcan, arañan. Se arma trifulca, usuales pillos se
meten, vuelan pendones, rímeles baratos. Ante esto, se involucran los del
Esmad, disparan granadas explosivas, lanzan gas lacrimógeno. Vaya pelotera,
Evas y Adanes dándose manazos. Lluvia, truenos, pitos cacofónicos de autos
estancados, las SS PIZARNIKIANAS en desbandada, periodistas hostigando, ojos
llorosos. Casi me gano garrotazo, pero el policía alcanzó a diferenciarme. No
tengo pañuelo, como puedo calmo ojos ardiendo. Bastante mal me arrojo al
interior de un carro particular que se ofreció como colectivo. Vamos, comentan
eventos, se aplacan mis sentidos. Voy adelante, no me incomoda recibir de
costado llovizna. Desovillo el maltrecho amasijo de hojas impresas, reconozco
al entrevistador, es conocido docente de la U de M, entrevistando a un supuesto
filósofo, historiador y, claro, poeta con
lograda cara de imbécil. Mientras que, para variar, suena asquerosa
canción de operada bichota, siento que se entremezclan gastritis ulcerosas al
leer las petulantes respuestas de ese “Innombrable”. Al detenernos, aprovecho
pote de basura, lanzando aquellos papeles. “Prefiero dejarme castrar por las SS
PIZARNIKIANAS, que leer lo que responde semejante orate.