sábado, 8 de agosto de 2020

¿MALDITOS?* Por: Juan Mares*

 


Los Malditos, Fiesta del Libro, con Néstor López, y Gustavo Zuluaga
Juan Mares

Testimonio de lectura

¿MALDITOS?*

Por: Juan Mares*

 

Leyendo y leyendo y fisgoneando libros me encontré con uno muy curioso y lleno de mitos e historias urbanas, vistas desde un anecdotario poco usual y lleno de verdades que desmitifican y van narrando cómo va pasando la vida. La vida en una ciudad como “La bella villa”. Leyendo, leyendo y nos llega la leyenda.

Los Malditos, una crónica novelada que se fajó Víctor Bustamante para contar sobre los personajes en algún lugar de las noches mil de la bohemia medellinense, durante los tiempos antes de la pandemia y en pleno auge de la mafia brava, a la que se enfrentó con la magia del conjuro de las palabras, vino barato e incienso maldito.

Y aunque la más mencionada no deja de ser ese lugar de la arteria ya pasada por la yugular de la economía de los despojos por medio de los ensanches de la economía bendita, se evocan en este caso la Boa, y todo ese triángulo de triángulos de la plazoleta del periodismo de quienes van allí periódicamente a tirarse la vida en humo como alcanfores del tiempo, que se disipa en voces y murmullos con voz pastosa moliendo paja para los solípedos del pajonal.

Los Malditos es un homenaje a un personaje de leyenda que ha vivido entre una economía del rebusque, la bohemia, las letras, los libros, las amistades encontradas y otras perdidas, y a la sombra de un poeta como José Manuel Arango. Pues este hombre ha fungido como el escudero que hace memoria de ese gran poeta en muchos lugares de la noche.

Víctor, otro nictálope que emerge de las entrañas de la ciudad de la eterna prima a la vera y veraz experiencia con una amistad como la del que se bamboleaba en la playa mientras lo vacunaban para un pucho de cualquier aparecido desde la sombra de los días sin nombre.

Grande homenaje a un hombre de sueños tras el penique que le permitiera sobrevivir mientras los otros soñaban con el olimpo donde se posa el dios Cervantes a la diestra de don Quijote Y Sancho. Tres personajes diferentes para un solo hombre verdadero.

Ese lugar de la noche por donde pasaron mares de libros y conversas, y salivas y hasta mocos de ilustres damas y damos.

Víctor construye el anecdotario de la ciudad letrada, la ilustrada y la alebrestada, la empecinada en dejar constancia de prejuicios, derrotas y los pequeños triunfos ante el dios Baco. Allí donde liban los colibríes nocturnos y cacarean las salamanquejas tras el camuflaje de la noche. Cada copa bacana es un brindis entre tinto y tinto de un café lleno de esperas y pérdidas de amores embrujados, en espera de los malditos que se van yendo como si nada para seguir nadando en el silencio.

Los Malditos es un libro de historia donde uno de sus mejores adobos es la ironía, la verdad picante de ají pajarito, del apunte jocoso para reír pensando, la congraciada para con el amigo en sus derrotas y el aplauso que le da presencia a un hombre de la noche como estrella lejana que se va apagando: el Hamaco, el Barbas, el zaihiriente de las noches desnudas y sin pelos en la lengua, el Gustador de varias noches desveladas y develadas ya al ventisquero de los poemas sueltos a la bartola de los vientos que pasan por la UDEA, allí desde su emisora lanzando mandobles y sobando libros.

Páginas de humor con sabor a miriñaque, alcohol y pachulí, a sombras de la noche, a luces de neón.

Cuando uno lee un libro y luego desea dar constancia de él, uno lo deja luego, como cuando el gato juega con el ratón después de haberle dado dos o tres arañadas (anotaciones al margen), y una que otra mordisqueada (seguimiento al eje conductor) para entumecerle la piel y no dé saltos grandes como para escabullírsele al descuido del gato bobo.  Ese seguimiento que se le hace de manera normal a una novela para coger por el pescuezo al ratón y darle materileró. He visto gatos que luego solo se le comen la cabeza y dejan el resto para otros depredadores del colegio crítico de las carnes del ratón. Otros se le comen solo el cuerpo y dejan las vísceras, las patas y la cabeza al albedrío de las circunstancias y pueden terminar en un basurero donde los carroñeros dan cuenta de todo vestigio orgánico del mencionado roedor. Sin duda, en cambio, que hay gatos que se comen todo y estos son los verdaderos enemigos de la familia rodentia, señores ratones de biblioteca.

En Malditos se encuentra uno con ramalazos de historia literaria, histeria libertaria y escuelas del que busca de lo mismo y lo distinto. Lo mismo, autores que han marcado historia, libros geniales que han deslumbrado y siguen haciéndolo, pero soy en realidad ratón de orejas y no gato maullador. Por lo demás me vendría bien que se comiera mis orejas una gata de biblioteca.

Me llama la atención la cantidad de epítetos que se cruzan en la obra como ese eco del que nos habla Harold Bloom sobre los libros homéricos señalado como el reino de los epítetos. Así como en la obra de García Márquez ondea la hipérbole, en Borges las paradojas, en Miguel Ángel Asturias las onomatopeyas, en Octavio Paz las aliteraciones, que los evangelios son la fuente de las parábolas o de cuentos comparativos a la manera de símil, que la obra del Mago de todas partes es el reino de las dispersiones, que en el Siglo de Oro se pavonearon las metáforas con todo su poder meta, supra y plurilingüístico, y, en fin, que se pueden pesquisar autores para figuras literarias. Cada quien tiene su tic y apela a lo que más se le pega.

Entre todas estas dispersiones en torno a una lectura de Los Malditos no pude evitar pensar de lleno en los epítetos como una tradición universal en mayor o menor grado aplicados en el argot popular y donde la fauna literaria no puede ir al margen de ello. Recordemos que los arrieros, lo aserradores y luego los conductores de vehículos hicieron acopio de ellos, por tanto, no se nos haga raro aquello del título de una obra biográfica de Manuel Mejía Vallejo sobre “El hombre que parecía un caballo”

Los epítetos los hay de una variada gama y son adjetivos calificativos como figuras retoricas: los hay apreciativos, peyorativos, tipificadores, enfáticos, metafóricos, apositivos, epítetos frase, epítetos visionarios y de ello se infieren los apodos, los sobrenombres, los alias, los seudónimos, los motes, los apelativos, los hipocorísticos y de ahí que aparezcan el careperra, el carepalo, el carepiedra, el careguante, la flaca, como los nombre en la obra de Helí Ramirez, Garganta de lata en Condorito de Pepo, Pichula en Vargas Llosa, en el Mío Cid Campeador abundan y se vienen en los malditos; “el Marqués de Safo y el Caballero del Santo Sepulcro de la Poesía”,  el Cosmo Gato, El Poeta Inédito, el Peruano, La hija de Cleopatra, un Shakespeare, el señor del cianuro y no recuerdo cuantos miruses aparecen en la obra donde abundan los epítetos de todo calibre para que sean clasificados por estudiantes universitarios, como tareas de fondo para tener motivos en la pesquisa de  leer un libro y desentrañarle misterios  más allá de la superficie de los contenidos, bases para narrar la historia  ya del personaje, ya del tema. O de los personajes y de los temas.

Cabe decir que disfruté el libro por su historia de un mundo que ocurre por debajo de la estera, el petate o la alfombra de la ciudad; o bien oculto en el mezanine o el zarzo en la época de horizontes del maestro Francisco Antonio Cano.

El texto es todo testimonio de una época llena de ecos y sonajas donde brilla la ironía, la “puya”, el goce de la copa bacana en Copacabana y sus morros entre gatos y gente salida de otros misterios para embrujar ambientes, mientras, en el resto de la ciudad sonaba el epíteto de Metrallo repercutiendo en ese otro espacio del Picacho a la manera de la torre de Castilla como símbolo evocador de las tierras del origen del castellano y Don Quijote.

Se van desgranando los chascarrillos en torno al personaje que transversaliza la obra en su homenaje de cuando estuvo saludando a la pelona y que luego regresó al cielo de su rutina para más tarde emigrar a otros solares donde el destino marque su sino ineludible.

Una página donde la ironía y el humor van de las greñas es: Ah, de esas amigas de los malditos. Pero también llegaban notas fragmentarias de Ciorán. Y nos íbamos para la finca del Cabuyal, a comer sancocho, a tomar vino, a fumar bareta y a hablar de Ciorán. Era una finquita sencilla con cuartos enormes y un frío enorme. Hasta que llegó nada menos que la plena noche, y, en la plena noche, nos la pasamos hablando mal de los malos seguidores e imitadores de Ciorán. Ellos seguro que hacen lo mismo y hable que hable hasta que la novia de Néstor se fue a la cocina y de una salió gritando: ¡me espantaron! ¡Me espantaron! ¡ah, vida pa’hijueputa!, pero cómo a una seguidora de Ciorán la hacen correr como a una vulgar gallina, dije. Nos asustamos. Los espantos se ponían de ruana la casa. Gustavo dijo, se me olvidó cerrar la cocina. Una de dos, o él sabía lo de los espantos o nos jugaba una broma y lo habían cogido por sorpresa.

Así hay varios párrafos donde la ironía se pavonea y haciendo una parodia de “He tenido una tarde perfecta, pero no era esta.” De Groucho Marx. Podría perfectamente decir: “he leído un libro perfecto, pero no era este.” Este libro es en verdad un libro de afectos que es mejor que un libro perfecto. Este asunto de Los malditos de Víctor Bustamante es en realidad un canto a la amistad, al Hamaco y a la bohemia de ese lugar de la noche.

*Bustamante Víctor. Los Malditos. Editora Nuevo Mundo. 2017. 181 págs. 


 

 

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