LAS CIUDADES A SOLAS
Darío Ruiz Gómez
El coronavirus nos ha hecho replegar hacia nuestra desconocida intimidad y a partir de una situación de fuerza mayor hemos comenzado a descubrir
que tenemos un pasado personal pues
comenzamos a ver en entre los velos del duermevela patios, solares donde resonaron un día las
voces de la familia, estaba la calle y los amigos, las amigas que compartían secretos
y sentíamos que nos rodeaba el hálito de la pequeña ciudad a la cual pertenecíamos,
esa ciudad que bruscamente había
desaparecido de nuestras referencias y
se volvió tan ignota que quiso huir de nuestra memoria. Referirse a esta ciudad
construida como hábitat contra la insalubridad, se convirtió para los grupos universitarios
progresistas desde los años setenta, curiosamente provenientes de barrios de modesto
origen, en una “nostalgia políticamente peligrosa y burguesa” cuya referencia
era necesario borrar. Un artículo de Milán Kundera describiendo el porqué de la
falta de memoria impuesta por los regímenes comunistas a la juventud, pudo entonces aclararme la causa de este rechazo: ese “pasado” era peligroso porque si se lo aceptaba como patrimonio del
esfuerzo humano introduciría en el imaginario de los jóvenes la existencia de algo que en el vacío programado de sus vidas
reducida a la militancia los conduciría a la nostalgia y la
eficacia de esos discursos actúa sobre un presente vaciado de recuerdos. Hoy a través de la visión de la ciudad inusitadamente desierta hemos ido descubriendo que sobre calles y espacios que nuestra memoria atesoró inconscientemente, sobre el sabio trazado
de las avenidas con la escala de sus edificios, los remates visuales, los
grafismos de las fachadas, allí donde permanece presente el aura de las ciudades del mundo y que por un milagro los
arquitectos que dieron paso al
Medellín moderno entendieron que las arquitecturas de la ciudad en su respuesta a
la naturaleza no se limitan a la construcción de espacios funcionales sino también a incorporar
al anhelo común de civilidad las arquitecturas universales que incorporaron los conceptos de
habitabilidad, de goce visual tanto en los edificios empresariales como en las mansiones, como en esa poética de la casa familiar que
propusieron los llamados maestros de obra. En esa Medellín donde los
barrios populares respondían a la espacialidad de la cultura de la música y del
abrazo, al canon de la modestia. Y ahora que momentáneamente se retira la
turbiedad del ruido vehicular anarquizado, agresivo, la turbamulta donde alocadamente
se confunden el miserable y el atracador a sueldo, emerge ante la imaginación agredida
por la amenaza del coronavirus, aquello que constituyó el logro de una voluntad ciudadana a la cual los
arquitectos y maestros de obra dieron en
su tiempo una respuesta adecuada al hacernos sentir que no estábamos solos. ¿Cuál ha sido la respuesta de los
arquitectos-urbanistas radicalizados políticamente en los años 70 hasta hoy?
Porque eran y son ellos(as) los que
debieron hacer frente al shock que supuso la avalancha de desplazados del campo, posteriormente
a los espacios dominados por el narcotráfico, ellos los encargados de impedir mediante una lectura continua de los nuevos territorios que la manipulación semántica de esos territorios consolidara la desigualdad a nombre no de los
ricos sino paradójicamente como el derecho de los violentos a oponerse a cualquier intento de racionalidad espacial ya que confinando a la población se la seguirá manteniendo en el hambre, la
promiscuidad, la ignorancia, convirtiéndola en motivo de folclore urbano.
Esas periferias
ajenas a cualquier pacto social cuentan con servicios de luz, agua, un transporte
precario pero carecen del estatus de ciudadanía, un derecho inalienable que el urbanismo y la arquitectura han materializado para vencer la tugurización que no es otra cosa que la inhumanidad: el derecho a lo lúdico, a las aceras, a una vida social creativa que solamente podría nacer de unos rigurosos planes de renovación
urbana transformando la promiscuidad del
hacinamiento en hábitat, rompiendo los confinamientos de las fronteras invisibles tan mortíferas como el coronavirus. Porque no
podemos, en nuestro derecho a la ciudad, volver al rudo enfrentamiento entre
dos ciudades sino a lo más importante y a lo que más añoramos: una vida nueva surgida
de una inter-relación social negada por la violencia de los nuevos intereses
inmobiliarios en conflicto.
Muy linda esta crónica.
ResponderEliminarEDGAR BUSTAMANTE C.