viernes, 27 de diciembre de 2019

El Mono Rivillas, un bandolero muy reconocido /Orlando Ramírez-casas (Orcasas)





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El Mono Rivillas, un bandolero muy reconocido 

Orlando Ramírez-casas (Orcasas)

En Medellín la palabra teatro se aplica no sólo para las salas donde se hacen representaciones teatrales, sino para los cinematógrafos donde se proyectan películas sobre un telón. Frecuentemente los auditorios dotados de silletería y escenario se usaron indistintamente para uno u otro fin.
Tengo la idea”, me dijo Víctor Bustamante, “de hacer algo sobre los viejos teatros de Medellín: el Circo España, el Teatro Bolívar, el Teatro Junín”. Conozco el estilo de Bustamante de registrar con su cámara las fachadas y entrevistar a testigos de los acontecimientos, por lo que le dejé ver mi escepticismo porque las fachadas de esos lugares ya no existen y de los testigos debe quedar muy poco, si hablamos por ejemplo del Circo España. No caí en la cuenta en ese momento de que tenía a dos testigos detrás de la oreja, como se dice.
Contraviniendo las técnicas de la entrevista, empezaré por transgredirlas hablando de mí vida.

Nací en octubre de 1945. Cuando se casó con Delio Ramírez, mi padre, mi madre Elena Casas era una joven de 19 años que vivía con su madre Valentina Restrepo y con su hermana Gabriela. Huérfana de padre, era Elena la menor de la familia, y mi abuela y mi tía los convencieron de que se quedaran a vivir con ellas. Nueve meses después nací yo.
Gabriela, nacida en 1918, trabajaba como obrera en la fábrica de textiles Coltejer donde Jesús Amador “El Mono” Rivillas Muñoz, de su misma edad, era mecánico de telares. Se hicieron novios, y en 1950 se casaron. Llevan 66 años de casados y este año están cumpliendo 98 años de vida. Según parece, van a llegar a los 100.
El Mono Rivillas es músico. Todavía se reúne con amigos para tocar la lira o bandola él, acompañado de un tiple y una guitarra. Por los días de mi niñez él pertenecía a la Estudiantina de Coltejer, y hacían presentaciones en veladas o audiciones que el Sindicato de Trabajadores celebraba en un salón contiguo al Comisariato o almacén del barrio Buenos Aires donde la fábrica propiciaba la venta de mercado a bajo precio para sus trabajadores, y donde la Cooperativa y el Sindicato programaban eventos para mejorar su calidad de vida. En ese salón se presentó mi primer contacto con el teatro, cuando me llevaban a las presentaciones de sainetes en que actuaban algunos de los trabajadores. Hablo de los comienzos de la década de los años cincuenta.
Puedo decir que mi contacto con la música ocurrió nueve meses antes de nacer, por la circunstancia de que la nueva pareja compuesta por mis padres dormía en la primera alcoba de la casa, y mi abuela y mi tía dormían en la segunda. Cuando se sentían guitarras templar en la acera de la entrada, y toses, y cuchicheos, el incipiente feto que yo era ya sabía que venía una serenata. Era un hecho de común ocurrencia en casa. El Mono Rivillas tenía una canción preferida que era como el himno de la pareja de novios. Las serenatas siempre empezaban con “Brisas del Pamplonita”, el bambuco con el que el palmisalazareño Elías Mauricio Soto rendía homenaje a su río del departamento de Norte de Santander, con la letra de Roberto Irwin: “Ay, ay, ay. Si las ondas del río /remediaran las penas del corazón; /te contarían, luz de mi vida, /los amargos pesares de mi pasión…”. Escuchémoslo en la versión del ensamble vocal A Tempo, del Quindío:


Aunque me gusta la música y tengo lo que llaman apreciación musical, no soy músico intérprete ni tengo buena voz para cantar. Dice mi tía Gabriela que la primera canción que me oyó cantar cuando apenas empezaba a balbucear fue “Ay, ay, ay, quío. Ay, ay, ay, quío”. No hay que hacer un esfuerzo de la imaginación para saber lo que ese balbuceo representa. A la influencia del Mono Rivillas debo, pues, mi amor por la música de cuerdas.
Años después, cuando ya estaban casados y yo era un niño que hacía la primera comunión, el Mono Rivillas me llevó a presenciar la primera zarzuela en el Teatro Junín. Fue la zarzuela Los Gavilanes, del maestro Jacinto Guerrero. También me llevó a ver a Luisa Fernanda, de Federico Moreno Torroba. Desde entonces me viene el amor por la zarzuela. ¿Cómo olvidar los pesebres que para navidad fabricaba y armaba El Mono Rivillas, y cómo olvidar los ensayos y presentaciones de las tandas de villancicos con sus compañeros de estudiantina durante mis años de niñez y adolescencia?
Los dos entrevistados vienen a ser entonces no sólo dos testigos de los teatros de Medellín de mediados de siglo y anteriores, sino dos personas muy de mis afectos que a sus casi cien años siguen viendo a este hombre de setenta y uno como si fuera el niño que acompañó sus amores midiseculares. ¡Ah, me olvidaba! Fue también el Mono Rivillas el que compró la revista de Selecciones del Readers Digest en español desde su primer número en diciembre de 1940, y quien aprendió a encuadernar para empastarla en tomos cada seis meses con el lomo marcado cronológicamente. Tan pronto aprendí a leer, en sus páginas viví paso a paso los entretelones de la segunda guerra mundial desde el punto de vista de los Aliados. Y después compró el Mono Rivillas la colección, uno a uno, de los libros de algo así como la Biblioteca Básica Salvat de Autores Colombianos que patrocinaba el Ministerio de Cultura de la época. Cada mes esperaba con ansiedad la publicación del nuevo libro y creo que aunque el Mono los disfrutaba, más disfrutaba de ver mi propio disfrute. Tal vez fuera consciente de que estaba moldeando la cultura de un nuevo ser. La lectura es, por lo tanto, otra de las cosas de mi vida que tienen mucho que agradecer al Mono Rivillas.
Tal vez se hiciera demasiado largo transcribir la entrevista que le hicimos, y que ustedes podrán ver en el video donde el Mono Rivillas y mi tía Gabriela rememoran sus recuerdos de lo que fueron el Circo España, el Teatro Bolívar, y el Teatro Junín. De cómo se lamenta el Mono de que su hermano Rafael no esté ya vivo “porque él sí que se acordaría de muchas cosas y tendría mucho que contar”. De cuando me llevó al Teatro Junín a ver la película “El último cuplé”, con Sarita Montiel, que fue patrocinada por Coltejer con un bien editado cancionero con las letras de las interpretaciones en esa película. De cuando estuvo viendo vitrinas al lado de una dama entrada en años que resultó ser ¡Libertad Lamarque! De cuando fue al Teatro Granada a ver una película protagonizada por Pedro Vargas, con programa de variedades en el intermedio que incluía al propio cantante interpretando alguno de sus temas, y para la segunda parte de la película el cantante descendió del escenario y se sentó a su lado para verla “porque trabajé en ella, pero no la he visto”. Para lo que ha vivido en estos casi cien años, son muchas las cosas que el Mono Rivillas guarda en el corazón y en la cabeza, a pesar de las limitaciones de tratar de recordar “aquella compañía antioqueña de óperas, zarzuelas, y operetas que dirigía un italiano que no me he podido acordar del nombre, pero no era ni Mascheroni ni Matza sino otro. Es que ya la memoria no me ayuda”.

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