Darío Ruiz Gómez
Hace ya muchos años
cuando se inauguró el deprimido de la 80
con San Juan se hicieron dos pestañas tan burdamente hechas que causaron risa. Sin
embargo en un aviso se leía:”Esta es una obra de progreso” De manera que el
progreso convertido en una ideología política
al uso para justificar cualquier error ingenieril, cualquier desafuero urbanístico, cualquier desalojo, comenzó desde los años 70 a convertirse en un
contrasentido evidente, pues si, tal como lo atestiguan las fotografías de Gabriel
Carvajal tuvimos una excelente
ingeniería, la acertada respuesta tecnológica en edificios, puentes, túneles donde en el
concreto, el hierro, se logró dar presencia a un nuevo concepto estético y estar a la altura de la mejor
ingeniería moderna, algo grave sucedió para que esas disciplinas entraran en
crisis y la calidad de las obras públicas se degradara de manera alarmante.
Laureles, El Estadio, San Joaquín se constituyeron en ejemplos notables de
planeación de un territorio, de un urbanismo que buscaba la luz, la presencia
del árbol y el jardín y en la canalización de las quebradas logró obtener una
impronta de notable calidad al afirmar la poética de los lugares. El Instituto de Crédito Territorial construía
y diseñaba viviendas y no tugurios al por mayor. Entonces con la decadencia de unas profesiones irrumpió sorpresivamente un elemento maligno
que terminó abruptamente con una idea de futuro racionalizado al negar cualquier proyecto de ciudad: la
llamada economía subterránea. Ese descomunal y diabólico capital terminó con la
noción de ética propia del capital empresarial fiscalizado por el catolicismo.
Un joven López Michelsen se atrevió a señalar la raíz calvinista en este tipo de capitalismo bendecido por el esfuerzo personal y la ética
cristiana tal como sucedió en el
desarrollo del capitalismo norteamericano, inglés. ¿Qué podía oponerse al arrasador capital brotado ferozmente de las
ganancias del llamado dinero fácil? La ciudad que había ido surgiendo a través de décadas de esfuerzo humano, de un urbanismo a
escala, la ciudad de la cultura popular con sus
imaginarios nacidos de la probidad y el
aporte del humilde, del arquitecto y el artesano, de los enfrentamientos entre la simulación social y la afirmación de los
lugares, ¿Hacia dónde voló hecha añicos
por este desbocado y hoy mutante capital
capaz de comprar toda la ciudad, de apoderarse de nuestra misma sentimentalidad
sustituyéndola por la perversa
imaginación del mal? Que un delincuente invisible obtenga en poco tiempo el triple de las ganancias que en años logró
obtener el capital de un ya histórico empresariado
industrial, un pequeño negociante ¿no
consiste en destruir de tajo cualquier ideal de progreso material y moral? Una sociedad
sometida a capitales fantasmas que
niegan el esfuerzo humano, el sentido
ético del trabajo, es una sociedad
líquida, una sociedad sin valores.
Lo que era territorio se
des-territorializa entonces mediante un POT que impide el afianzamiento del
tejido urbano, del paisajismo que prioriza el edificio aislado y destruye el
intercambio social de la vida de barrio,
la necesaria presencia del vecino, el espacio público. “La gestión del miedo
que provoca la inseguridad ciudadana se ha convertido en carta blanca para
generar consenso social en torno a políticas discriminatorias y autoritarias” medidas que, como señala Mike Davis,
desembocan en un alarmante crecimiento
de la población reclusa. Todo porque lo que busca la des-
urbanización es convertir al peatón en un fantasma, al ciudadano en una
entelequia, a la ciudad en un panóptico.
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