martes, 15 de mayo de 2018

Extrañamente sigilosas / Pablo Felipe Arango






Extrañamente sigilosas

Pablo Felipe Arango

     Los recuerdos son las cosas que ya no quieres recordar”
Joan Didion



 Son muchas las personas de las que no nos queda ni el recuerdo de su nombre, pero curiosamente sí un rastro, un leve vestigio de su paso. Un libro del ingrato Naipaul, por ejemplo, que tengo en mi biblioteca y que me obsequió un compañero de trabajo con el que tuve contacto apenas unos pocos meses, y que estoy seguro nunca más volveré a ver o a saber de él.

A veces es apenas un recuerdo leve, débil, que pareciera perderse en la maraña de historias que nos habitan pero que de un momento a otro vuelve al frente aun cuando sea por un segundo. Sin quererlo, sin hacer esfuerzo alguno, surge entonces por ejemplo, gracias a que me obsequió sin razón alguna y de manera intempestiva Aire de tango de Mejía Vallejo, el recuerdo de aquel compañero de universidad que había perdido la razón mientras pagaba servicio militar e intentaba recuperarla estudiando derecho, usando un vestido amarillado por el tiempo acompañado de unas botas vaqueras, y que fue asesinado una noche lluviosa, defendiendo a su equipo del alma de las ofensas de los hinchas de uno paisa.

¿Por qué lo recuerdo a él y en cambio he olvidado asuntos, hechos, datos, personas, que otros en cambio sí recuerdan? En ocasiones alguien me reclama cierto aparente olvido, me habla de personas que supuestamente fueron importantes en mi infancia o mi adolescencia, y yo quedo extrañado, sintiendo casi que la vida de la que me hablan es otra, como si algo o alguien hubieran sacado de mi cerebro ciertos recuerdos. Pero sé que no fue alguien. No hay confabulación alguna, no he sido abducido, ni una maquina ha expurgado mi memoria, es simple el asunto, soy yo mismo el guardián de mi sanidad mental, porque de eso se trata, de una defensa mental; olvidamos selectivamente para evitar que el cerebro haga cortocircuito.

Pero vuelvo al asunto de los mínimos vestigios que van quedando por ahí regados, de las cosas que poco a poco van poblando nuestro entorno y que nos sirven de mojones gracias a los cuales no terminamos disgregados, esparcidos por el universo. Cosas insignificantes que atesoramos sin razón aparente, pero que ciertamente definen nuestra humanidad. Cosas que además también olvidamos por temporadas pero que al volver a tenerlas entre nuestras manos provocan algún recuerdo o alguna fantasía. Alguna ficción, porque al fin y al cabo esos son los recuerdos: nuestra novela. Juan José Saer dijo: “Todo puede concebirse –entenderse– como una novela: lo que hacemos, lo que pensamos, lo que decimos…”, lo que recordamos, me atrevo a agregar. José Donoso contestó en alguna entrevista que hacer una casa era igual que escribir una novela, ¿y qué es hacer una casa sino acumular objetos y recuerdos? No se trata de atesorar, no, es otra cosa, insisto, son los linderos de nuestra existencia: de aquel libro regalo de primera comunión un tanto hacia arriba hasta el libro de Mario Praz; de aquel otro hasta el que me regaló un amigo querido y añorado; del radio que reposa en el nochero, que no se enciende hace años, hasta la camisa a cuadros, que siempre se escapa de los envíos al ropero de segundas; y de ésta hasta la pintura de un viejo marinero que había en la casa de mis abuelos, carente de valor artístico, pero que aun así pedí y colgué en alguna pared.
Borges escribió:

El bastón, las monedas, el llavero,
la dócil cerradura, las tardías
notas que no leerán los pocos días
que me quedan, los naipes y el tablero,
un libro y en sus páginas la ajada
violeta, monumento de una tarde
sin duda inolvidable y ya olvidada,
el rojo espejo occidental en que arde
una ilusoria aurora. ¿Cuántas cosas,
limas, umbrales, atlas, copas, clavos,
nos sirven como tácitos esclavos,
ciegas y extrañamente sigilosas!
Durarán más allá de nuestro olvido;
no sabrán nunca que nos hemos ido.

Nos sirven, dijo el poeta, extrañamente sigilosas. En silencio, como guardando un secreto. Uno que nadie podrá escuchar, que nadie sabrá. En medio de la basura, en el relleno sanitario, innumerables cosas arrojadas siguen guardando el sigilo del que fueron testigos. Tal vez en miles de años, un arqueólogo –solo ese oficio será útil en aquel entonces–, devanará nuestra vida, quizá con más precisión que nosotros mismos.



Pablo Felipe Arango

pablo.arango@gruposala.com.co


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