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Camilo
Antonio Echeverri, “El Tuerto”:
¿Y quién carajos era ése?
Carlos
Bueno Osorio
Parte 2
Camilo
Antonio, gestor de la propuesta de Rionegro, vio caer ante sus ojos, uno tras
otro, sus ídolos, sus dioses, sus principios filosóficos y no tuvo como
consuelo un cargo público ni se lucró de los beneficios económicos del poder,
pues nunca incursionó en los negocios privados; fue, pues, un perdedor de dos
yemas para utilizar su terminología, con su partido y con el contrario.
Reconfortado
por esa catarsis espiritual reinició en Bogotá su tarea periodística y
panfletaria contra sus viejos amigos, los radicales, y enfila sus baterías de
luchador impenitente contra la candidatura de Aquileo Parra, que se disputa con
Rafael Núñez la presidencia de la Unión para el año 1876.
El
partido Liberal vive una profunda división; el grupo independiente que recogió
las huestes dispersas del viejo mosquerismo, intenta sacudirse la hegemonía
radical proponiendo la candidatura Núñez, con el apoyo de algunos radicales
desilusionados de su partido; otros liberales buscan refugio en las toldas del
partido Conservador, como José María Samper, y los más se marginan de la lucha
electoral18.
La
aparatosa elección de don Aquileo Parra, las evidencias de fraude electoral y
las denuncias sobre la violación del sufragio en varios estados, prenden
nuevamente la chispa de la guerra civil y el partido Conservador se levanta
agitando la bandera de la persecución religiosa.
Camilo
Antonio, recién convertido al cristianismo y aterrado por las noticias sobre la
elección de don Aquileo, decide que ésta es una guerra justa, pues se violó de
manera flagrante la voluntad popular y se atropelló la pureza del sufragio. Se
alista en el ejército conservador de Antioquia, que marcha hacia el sur,
comandado por el general Marceliano Vélez. Esta guerra tiene, quizá más que
otras, un marcado tinte clerical; las imágenes de la Virgen del Carmen y de
Cristo Rey presiden la marcha de los ejércitos antioqueños y hasta un mesías
que pregona en Abejorral el fin del mundo con su caudal de seguidores, se suman
a la vanguardia para exterminar las huestes del demonio y aminorar la ira de
Dios; con este conspicuo ejército de cristeros viaja Camilo Antonio como
coronel sin tropa, ingeniero sin funciones e historiador sin datos, como cuenta
en su “Autofotografía moral”.
Bien
pronto descubre que el arte de la guerra no es el fuerte de don Marceliano
Vélez, que rehúye los enfrentamientos con el enemigo, que está más interesado
en parlamentar que en combatir y que el formidable ejército antioqueño y sus
novedosos fusiles de aguja se evaporan como el alcanfor a la vista del enemigo;
asistió a las batallas del “Arenillo” y “Garrapata” y regresó con los ejércitos
derrotados y con el estigma de los vencidos, precisamente cuando entran
triunfantes a Medellín las tropas liberales al mando del general Julián
Trujillo, el 5 de abril de 1877.
Cruel
paradoja la de Camilo Antonio: cuando por fin es derrotada la hegemonía
conservadora de Antioquia, reformada su Constitución e introducidos algunos de
los principios que él defendió en Rionegro, está en la otra orilla, vencido y
desprestigiado, mientras sus viejos amigos del radicalismo antioqueño ocupan
los cargos de dirección en la región, usufructuando una victoria por la que
nunca expusieron el pellejo. Camilo Antonio, luchador infatigable, funda un
nuevo periódico, La Balanza19 y desde allí, continúa su guerra solitaria contra
el general Marceliano Vélez, contra los liberales y los conservadores.
En
1879 se opuso con todas sus fuerzas a la revolución iniciada por el escritor
Jorge Isaacs en Antioquia, y que se ha llamado La revolución radical. Camilo
Antonio dice que no es más que una zambra hebreo-morisco-beduina seguida por
una chusma de insensatos20 y nunca le reconoce a Isaacs el título de radical.
En
1880 apoya la candidatura de Rafael Núñez. Ingresa por esta vía a la tolda de
los liberales independientes, pero una vez que este controvertido político
llega al solio de los presidentes le declara la más furibunda oposición y lo
combate desde las páginas de los diarios con tenacidad y violencia. Siempre en
la oposición, siempre derrotado; cuando las causas que ha defendido triunfan,
él está del otro lado de la medalla.
Estos
cambios de partido, de bandera, de color político, a juicio de María Teresa
Uribe, no entrañan inconsistencia, veleidad o carencia de criterio, como lo
analizaron sus conciudadanos, sino más bien la fidelidad extrema a sus propias
convicciones de la justicia, la democracia, la libertad. Nunca se arrepintió de
sus aventuras políticas y de sus viajes a las toldas contrarias; lo único que
lo atormentó siempre fue haber apoyado a Núñez y haber creído en sus promesas
de regeneración. Sobre este aspecto dice en su “Autofotografía moral”: “Fui
nuñista porque yo creía, como muchos, que ese hombre era liberal; cuando me vi
en peligro de quedar cogido en la infame ratonera que armó con los ultra
católicos, con los religionarios y con los conservadores, quité el polvo de mis
sandalias y dije: padre, perdóname, pequé contra ti, mea culpa”.
Vuelve
a las toldas del viejo radicalismo al filo de 1885, precisamente cuando quedaba
sepultado para siempre el proyecto político del radicalismo y se quemaban en la
batalla de “La Humareda” los principios libertadores de la constitución de
Rionegro, declarada muerta en un famoso discurso de Rafael Núñez en julio de
1885.
Pero,
más que todo, Camilo Antonio Echeverri descolló como escritor original y de
peculiar estilo. Se ha dicho que como escritor, fue algo paradójico en sus
ideas, pero expresivo, original, nervioso y, a veces, deslumbrante, con grandes
recursos para la dialéctica. Sobre este aspecto, el general Rafael Uribe
Uribe21 expresó: “Pocas veces se verá un escritor más prodigiosamente fecundo y
más poderosamente original, pues fuera de la innumerable muchedumbre de
artículos suyos que andan impresos, deja gran copia de manuscritos inéditos...
La paradoja constituye el fondo de muchos de sus opúsculos; no esa paradoja
artificial y rebuscada, sino la consistente en el atrevimiento de las ideas y
en la audacia de las teorías; es esa paradoja prudhoniana, a quien el vulgo de
los pensadores sólo moteja con ese calificativo porque contraría los sistemas y
principios recibidos, pero que Dios sabe si no llegará a ser en lo futuro la
verdad única, la verdadera verdad, entrevista por esos grandes espíritus.
Camilo Antonio Echeverri se produce en todas sus obras con sorprendente brillo
de imaginación, con lógica rigurosa, en estilo conciso y sentencioso, emitiendo
su pensamiento en períodos cortos y entrecortados, fórmula de pasiones en
efervescencia”.
Por
su parte, don Isidoro Laverde Amaya, en la obra Apuntes sobre bibliografía
colombiana (Bogotá, 1882), hace esta apreciación: “Expresivo y acertado anduvo
Joaquín P. Posada cuando, al analizar en sus Camafeos el estilo de Echeverri,
lo califica de más que cortado, cortante; porque, en efecto, la condición
característica de su lenguaje es la prontitud, la viva ironía con que hiere a
su contrincante en la discusión de teorías políticas o de problemas sociales, y
la certeza con que expone sus juicios, revestidos de una fraseología brillante
y animadísima... Notase que tiene formado un estilo peculiar suyo en que juega
el primer papel la poderosa imaginación con que nació, y en el que por las
pausas y cortes en la redacción, resaltan las formas y reminiscencias de sus
lecturas favoritas de autores franceses. Cuanto al interés con que el público
lee siempre los productos de su pluma, inútil es estampar aquí lo que todos
proclaman; debemos sólo observar que se da la preferencia a aquellas de sus
producciones en que sobresale el espíritu de controversia y de réplica, porque
es tan vigoroso y fecundo en la dialéctica, e inflexible en sus argumentos,
como original, peregrino y ocurrente en sus ideas”.
En
el periódico El Espectador, don Fidel Cano dijo: “La admiración a la
inteligencia y a las obras del doctor Echeverri, no tenía por límites las
montañas antioqueñas ni siquiera las fronteras de Colombia, sino que se
extendía por muchos de los pueblos americanos que hablan español. Para
conquistarla contó el ilustre escritor con claro y poderoso talento, cultivado
tan esmeradamente, que en algunos ramos del humano saber alcanzó la profundidad
de la verdadera ciencia, y en casi todos los otros vasta y amena erudición; y
tuvo, además, a su servicio una de las imaginaciones más vivas, fecundas,
flexibles y originales: facultad preciosísima que si solía extraviar al
pensador, cubría casi siempre de luces y de flores la obra del escritor, mejor
dicho del poeta; porque el doctor Echeverri no sólo cuando versificaba, sino
también cuando escribía o hablaba en prosa, se alzaba a las cimas de la poesía,
en las cuales su alma respiraba y movía las alas como en su natural elemento”.
Sin
embargo, su prologuista de las Obras completas de 1961, Gonzalo Cadavid Uribe,
sostenía que una razón de su impopularidad se desprende del modo y manera que
usó para pensar. “Lo lee uno, y le parece que el autor no tiene tiempo de
vaciar en el papel todo lo que se le viene en marejada alucinante de ideas
férreas, sustantivas, y por eso pone a traquetear sobre los rieles de la prosa,
cortada, seca, fría, el tren empenachado de las ideas, sin ninguna metáfora, sin
una sola sonrisa de decadentismo ni una sola flor de mórbida pasión sensual.
Parece que detrás de esa prosa no hubiera un corazón, sino una lanza; no una
pasión sensible, sino una armadura acerada; no un cerebro, sino una máquina de
calcular. La mística está en el fondo de todas mis meditaciones, escribe. Lo
malo es que se quede en el fondo; lo doloroso es que no aflore para nada”.
Camilo
Antonio Echeverri, espíritu inquieto, febril y turbulento. A raíz de su muerte,
Juan de Dios Uribe, el conocido Indio Uribe, en una página de evocación, plasmó
en estos términos las facciones de su amigo: “Camilo A. Echeverri tenía 60
años: lo había envejecido pero no doblegado la edad. Su cabeza no tenía pelo, y
su frente estaba pálida; en su rostro, enjuto y rasurado, sólo rastreaba un
pobre bigote duro y unas cuantas hebras en el extremo de la barba; dominábalo
una nariz correcta, y se destacaban allí, en el rostro, el ojo derecho
brillante y el izquierdo blanco y dormido en profunda noche. Su voz,
naturalmente áspera, tenía entonces inflexiones más duras, que dado el aspecto
de Camilo en sus momentos de cólera, se diría que su acento salía de una
caverna”.
Sanín
Cano contaba que sólo una vez le cupo la buena fortuna de verle y de oírle. En
Medellín, en la antigua plaza de Villanueva, “una tarde del año de 1880, vi
colocar una tribuna portátil. La gente empezó a reunirse alrededor de la
cátedra improvisada, y cuando éramos cerca de ciento, subió a ella, impávido,
vestido con traje de verano, con un rollo de papeles en la diestra, el gesto
epigramático en la comisura de los labios y en el ojo ausente, Camilo Antonio
Echeverri, más viejo en apariencia que en realidad. La disposición de espíritu
era regocijada en el auditorio. Tenía ya el inagotable escritor fama de
humorista entre sus lectores, y empezaba a circular entre los que no leían ni
pensaban por falta de tiempo y de otras cosas más sustanciales, la especie de
que Camilo andaba un tanto descabalado espiritualmente. Todo hombre que no
señala con rigor en su vida las características de la medianía, va adquiriendo
reputación de loco entre sus contemporáneos.
“Además, Echeverri había llegado a la época,
fatal en el hombre de ideas, en que las suyas empiezan a ser anticuadas para la
generación siguiente. De modo que ese cliente de cara humorística y de
reputación literaria vastamente difundida, era para los más un loco; para los
menos, un escritor que chocheaba. Se hizo un gran silencio. La tarde era
plácida y la soledad de la despoblada llanura, que se extendía hasta los
contrafuertes del cerro Pan de Azúcar, aumentaba la impresión dominante de
taciturnidad. El silencio pesaba como un remordimiento. Lo rompió el orador
para decir que iba a hablar de los seminarios, y después de haber pintado uno
de ellos con los colores más siniestros, explicó, en formas aparentemente
exculpatorias, que no se refería al de Medellín sino al de Bogotá. Le agregó
nuevas sombras y detalles ominosos al cuadro, agregando: Pero mis oyentes deben
tener presente que esta desventurada descripción se refiere solamente al
seminario de Bogotá, no al de Medellín; el de Medellín es mucho peor. Antes de
esta salida el auditorio había empezado a dar muestras de impaciencia. La
carcajada con que algunos espíritus irreverentes acompañaron la estrambótica
peroración, exacerbó el ánimo de la mayoría, que allí empezó muy en breve a
tomar actitudes amenazantes. La conferencia no llegó a su término.
“Para ser un escritor jocoso, al Tuerto le
cerraba el paso la excesiva seriedad con que él había contemplado siempre la
existencia. Se complacía en la descripción de los aspectos desolados de la
vida, y por la impresión que sus escritos dejan en el ánimo del lector, puede
creerse que no el arte sino una preocupación moral determinaban esta
preferencia. No fue un ironista: le faltaban la fina preocupación de la forma y
un dominio seguro de las ideas. De ordinario las ideas le dominaban como oprime
a los temperamentos débiles la excesiva humedad de la atmósfera. No fue tampoco
un humorista, porque se tomaba a sí mismo y al conflicto vital demasiado en
serio”. Fue un humorista frustrado.
Gonzalo
Cadavid Uribe, igualmente prologando sus Obras completas, dijo que “Camilo
Antonio Echeverri no ha obtenido de su posteridad la consagración que merece.
Apenas ahora, por gracia de la tesonera voluntad de un editor amigo de lo bueno
aunque sea viejo, viene a poder ser revisado en una edición pulcra, no en esos
mamotretos horribles con que se ha descuidado hasta ahora su fama. Los hombres
menores de cuarenta años lo desconocen, en su gran mayoría, como desconocen a
todo el que no sea su contertulio, su amigo, su adulador o su querido; los
liberales no lo recuerdan, porque nuestros partidos no tienen memoria; los
conservadores lo olvidaron, porque fue su enemigo, y nuestros partidos creen
que el enemigo no es una dimensión necesaria y que no existe la urgencia de
recordarlo con la insistente voluntad con que se recuerda al afiliado; los
católicos no lo aprecian, porque anduvo de coqueteos con ellos, en una actitud
irresoluta que ni le cosechó premios ni le atrajo maldiciones; los
anticatólicos no se inspiran en él porque tienen a mano, más frescos, ejemplos
más viriles de falta de fe; sólo los interesados en cuestiones de literatura
antioqueña lo estudiamos y recordamos,
para tener que decir, al fin, que si es el más agudo de nuestros pensadores es
el más anti literato de nuestros literatos, un jurista y un filósofo perdido a
veces en la maraña de la literatura, que no da a su personalidad prestigio
nuevo”.
Y
agregaba sobre su posteridad: “Yo creo –y que se me excuse la intromisión–, que
en el caso de El Tuerto Echeverri entran como principales ingredientes de su
falta de popularidad los temas de que se ocupó y, más particularmente, el modo
como de ellos se ocupó. En el escritor político su empeño de preocuparse
exclusivamente de su contemporaneidad es una limitación peligrosa. La figura
del general Tomás Rengifo, por ejemplo, es una estantigua, hoy, que no pone
pavor en nadie y que a ninguno mueve a entusiasmo; lo mismo puede decirse de
don Aquileo Parra o del general Marceliano Vélez. Figuras todas muy de tercer
orden en el panorama nacional, y que el autor hubo de tomar en cuenta porque el
azar de una época las puso a la luz cruda de la anécdota de su día”.
Sí.
Camilo Antonio Echeverry es el más idóneo representante del Radicalismo en
Antioquia, pero el divorcio entre los principios filosóficos abstractos y
generalizantes y una realidad social compleja y desconocida; esa separación
entre la teoría y la práctica que distinguió siempre al olimpo radical, tuvo su
expresión dramática y dolorosa en la vida y en la producción intelectual de
este pensador antioqueño. Estuvo, sostiene María Teresa Uribe, en contravía del
proyecto político de los antioqueños, pues ambos, el de los radicales y el de
los antioqueños, sólo se unieron en un punto, las propuestas económicas y el
interés monetario y mercantil de una burguesía naciente que se dividió en dos
partidos distintos por procesos de legitimación diferenciales, pero este
aspecto no contó para nada en las preocupaciones de Camilo Antonio y se quedó
sólo, librando sus batallas desde las columnas de los periódicos y perdiéndolas
todas como el general Aureliano Buendía.
Su
integridad ética sorprendería hoy: “Nunca, ni por un segundo, he intrigado ni
trabajado secretamente en favor mío ni en contra de otro con miras pecuniarias
ni en asuntos políticos o de partido. Y, a la verdad, aun cuando he vivido
politiqueando y en medio de los partidos, he permanecido –cosa rara– extraño a
todas las maniobras y a todas las intrigas”.
Siempre
recalcaba ese aspecto combativo y contestatario de su actitud ante los
políticos y sus componendas: “Ignoro absolutamente, tanto en globo como en sus
detalles, la historia de todas las intrigas y de todas las revoluciones
dirigidas por los Presidentes de la Unión contra los Estados soberanos, para el
efecto de hacer mayorías en favor del candidato oficial o de los intereses del
ciudadano Presidente; hoy, según creo adivinar, esas intrigas se llaman
evoluciones; la palabra suena con más dulzura por la feliz supresión de la r;
prueba evidente de progreso y de buen gusto”.
Categórico
en la denuncia de su independencia ideológica y política:” Dicen que soy
valiente; pero fuera de los casos –1851, 1854, 1860, 1864, 1867, 1876– en que
las circunstancias, las pasiones enemigas, la necesidad o el honor me han
obligado a alistarme en algún ejército, jamás he sido miembro de la política
militante, a no ser con mi pluma, en la tribuna y por mi propia cuenta. Esa
sociedad industrial anónima que cada cual llama mi partido, me es completamente
desconocida”.
Siempre
un periódico, un escrito en su horizonte. Intuitivo y penetrante, sabía bien el
papel del periodismo en tiempos belicosos: “En la prensa de campaña son
necesarios a veces, según mis principios estratégicos, ataques simulados,
falsas alarmas, retiradas aparentes, mentirosos partes de batallas. La prensa
política militante tiene su arte, pero también tiene su ciencia. Sus batallas
se dan en el escritorio, que es el Estado Mayor General, aunque se ganan en la
imprenta, que es el verdadero campo de batalla”.
Y
más preciso aún y marcando su aislado territorio de combate: “Yo, en la guerra
tipográfica, he sido un verdadero clérigo suelto aunque voluntario entusiasta:
nada de disciplina, ni de reconocer a hombre alguno como jefe. Y eso no tanto
por vanidad, o presunción, cuanto por ignorancia de los hechos. Y he ignorado
los hechos porque no he sabido cuál es la fuente pura en la cual se pueda
adquirir noticias de ellos. Sin otro punto de referencia que los decires de la
primera hora, me he lanzado a la lid, sin preocuparme quizá debidamente acerca
de si mis movimientos eran o no concordantes y armónicos con el plan de los
directores de la guerra. Desde este punto de vista, soy no tanto presuntuoso,
cuanto egoísta, irreflexivo, precipitado, impaciente y excusable”.
Señalaba
Rafael Uribe Uribe que “como polemista fue verdaderamente formidable; quizá no
quedó hombre, creencia ni institución contra quien no rompiera lanzas, llenando
la liza con el estruendo de sus gritos de cólera y ensordeciendo el espacio con
el ruido de sus golpes. Fue uno de los pocos folletistas que hayan merecido
este nombre en el país. Siempre fue acusado de inconsecuente y versátil. Puede
aseverarse que nunca varió de ideas por interés personal, sino de buena fe,
obedeciendo a su ardiente temperamento. Esa aparente movilidad de ideas y ese
frecuente cambio de opiniones acerca de los hombres, las explica C. A. E., si
no alcanza a justificarlas, en aquel curioso pasaje de su artículo “La gloria”:
Los cerebros ardientes están obligados a recibir, bajo la forma de ideas, una
multitud de inquilinos rencillosos, intolerantes, inconciliables e
intransigentes. Este cambio constante de inquilinos produce contradicciones
aparentes, que son llamadas volteretas, faltas de carácter e inconsecuencias
por los minúsculos, los intrigantes y los miopes. Pero ese es un grande error;
la luna es siempre la misma a pesar de sus diferentes fases; el plenilunio y el
novilunio son meras ilusiones de óptica, simple cuestión de reflexión de luz”.
Solitario
y batallador. Y para darle forma al panorama de su trasegar, el foro, el
periodismo y la loca bohemia no eran precisamente actividades de muy buen
recibo en un pueblo de comerciantes y beatos de misa y camándula y una
permanente hostilidad que iba desde el murmullo sordo hasta los amenazantes anónimos
se levantaron contra este radical poeta y loco que defendía asesinos confesos,
denigraba del papa y sus ministros y despreciaba olímpicamente el dinero y los
negocios.
Y
terminemos esta semblanza con Gonzalo Cadavid Uribe22: “¿qué nos mueve hoy a leer
a un escritor como El Tuerto Echeverri? Las razones de leer son, para cada
hombre, distintas; se lee buscando tantas cosas, que cada escritor tiene su
público. ¿Cuál será el de Echeverri? Indiscutiblemente, lo será una minoría de
hombres pensantes. No lo buscarán los literatos puros, porque no les dará las
bellezas que ellos estiman tanto. Habrá, para quien conozca sólo algunas
producciones, notas de sensacionalismo en esta reimpresión –notas de un
sensacionalismo casi folletinesco, con las que Echeverri, si hubiera sido un
literato, habría escrito, no una defensa penal, sino una novela–. Por ellas lo
buscarán algunos, ésos que leen con la misma razón por la que beben aguardiente
o fuman marihuana, para embriagarse con cosas fuertes”.
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Notas
1.
“Durante algunos días fue imposible salir de noche a la calle, porque sabíamos
que había soldados disfrazados de paisanos con encargo de apalear a algunos
diputados. Hecha la proposición de que la fuerza armada fuese retirada a cinco
leguas de distancia de Rionegro, fue aprobada; pero los batallones fueron
alojados el uno en Marinilla a una legua de distancia y el otro en La Ceja, a
menos de dos, lo que no era obstáculo para que con frecuencia se les trajese a
pasar revista a Rionegro, siempre que en la Convención se discutía alguna
cuestión importante. Se nos refería que el general Mosquera en sus
conversaciones hablaba de disolver la Convención y de fusilar tres, cuatro,
cinco o hasta trece diputados. Los nombres preferidos por él para estos actos
políticos eran: el general José Hilario López, el general Gutiérrez, Antonio
Ferro, Francisco Javier Zaldúa, Bernardo Herrera, Aquileo Parra, Felipe Zapata,
Foción Soto, Santiago Izquierdo, Camilo Antonio Echeverri y el autor de estas
líneas, el cual tenía el honor de figurar en todas las combinaciones. Un año
después, en una noche en que la lluvia había impedido la sesión de la Asamblea
de Cundinamarca, conversábamos en el salón de las sesiones algunos diputados
que habíamos alcanzado a llegar: Uno de ellos Francisco de Paula Mateus, que en
Rionegro visitaba con frecuencia al general Mosquera. Volviéndose a mí,
exclamó: Me alegra de verle a usted vivo. – ¿Por qué?, le dije. – Porque en
Rionegro el general Mosquera tenía la idea fija de fusilarlo. Camacho Roldán,
Salvador. La Convención de Rionegro. Biblioteca Básica Colombiana. Colcultura,
Bogotá, 1976, pp. 230-231.
2.
“Se recordará que la libertad absoluta de imprenta, adoptada en 1851, a
proposición de Rojas Garrido, confirmada en la Constitución de 1958, a pesar de
la mayoría conservadora, era considerada entonces por todos los partidos como
un canon esencial de la vida republicana. El primer enemigo de ella, de la
libertad sujeta a restricciones y aun de la imprenta misma, fue Rafael Núñez,
entonces partidario de ella. La libertad de la palabra se debe también a proposición de Rojas
Garrido. Antes de proponerla en Rionegro se acercó a consultar conmigo la idea.
Díjele que eso necesitaba meditarse un poco, porque según el dicho de Franklin,
la libertad de la palabra implicaba la libertad de garrote; y en fin, que él
tan partidario de la represión al clero por el abuso del púlpito y el
confesionario, quedaría en contradicción si después consideraba como delito los
excesos demagógicos de los predicadores. – A los clérigos siempre tenemos que
reprimirlos, de suerte que puede agregársele esa excepción a la garantía. No
–le repliqué–, las libertades con excepciones son semejantes a las murallas con
brechas: por ellas puede penetrar el enemigo”. Camacho Roldán, Salvador. La
Convención de Rionegro. Biblioteca Básica Colombiana. Colcultura, Bogotá, 1976,
p. 237.
3.
Expedida la Constitución de 1886, de acuerdo con el artículo transitorio K, se
expidió el decreto 535 sobre “Sobre libertad de imprenta y juicios que se
siguen por los abusos de la misma”. Autorizaba a la policía para que impidiera
la circulación de publicaciones cuando atentaran contra la honra de las
personas, el orden social o la tranquilidad pública. Cubría todos los delitos
desde la calumnia y la injuria hasta la prohibición de publicar caricaturas.
Núñez llega a prohibir la venta callejera de los periódicos y a autorizar que,
en casos que juzgue el Gobierno, se suspenda absolutamente las publicaciones y
se incauten las imprentas. En tiempos de la Regeneración todo en la prensa era
delictuoso.
Fidel
Cano diría que ese decreto “es modelo de labor finísima contra el pensamiento
escrito... y mañana se prohibirá publicar cuanto se refiera a la pena de
muerte, la propia libertad de imprenta, el derecho electoral, o cualquier otro
asunto de importancia política o social”. El fundador de El Espectador,
precisamente, bautizó esta norma como La Ley de los caballos, ya que
aparecieron unos caballos muertos en el Valle de Cauca que fueron atribuidos a
los liberales y sirvió de pretexto para la expedición de esta legislación
persecutoria de periodismo. Además, quedaba cubierto todo el proceso social,
económico, político, cultural y científico sobre el cual debía recaer el
control sin contemplaciones. Dejamos de ser un Estado de derecho y nos
convertimos en un Estado policiaco. Rafael Núñez escribe al vicepresidente
Jorge Holguín: “La imprenta es incompatible con la obra, necesariamente larga,
que tenemos entre manos. No es elemento de paz sino de guerra como los clubes,
las elecciones continuas y el Parlamento independiente de la Autoridad, es
decir, son enemigos del género humano. Al sol no se le discute, si se quiera
que haya sistema planetario y tengamos calor y unidad”.
En
1894 Miguel Antonio Caro justificada estas medidas en aplicación del artículo
K, letra con que los romanos marcaban a los calumniadores: “Impúgnese la
justicia administrativa aplicada a la represión de la prensa incendiaria,
haciéndose falsa aplicación de aquel aforismo según el cual no puede nadie ser
a un tiempo juez y parte en una causa”. Elegante forma de explicar el control
oficial del pensamiento. –Nota del antologista–.
4.
En el momento más pugnaz de la contienda política entre los radicales liberales
y los partidarios de la regeneración, especialmente Rafael Núñez y Miguel
Antonio Caro a mediados del siglo XIX, los radicales se negaron a utilizar en
sus escritos y publicaciones la Y, que llamamos griega para diferenciarla de la
que llamamos i latina. Consideraban que su uso era una concesión a los
gramáticos conservadores y regeneradores y un iluso pasado greco-romano que
estos encarnaban. Así, en 1871, José María Rojas Garrido puso como una de las
bases de su candidatura presidencial, la libertad de pensamiento, sin dogmas y
sin gramática. Obviamente salió derrotado. En todos los textos contenidos en
esta edición, incluso en los publicados por su esposa, Marina viuda de
Echeverri, en 1932, los autores utilizaron el apellido escrito Echeverri, así.
Salvo la investigadora María Teresa Uribe de H. que prefiere escribirlo
Echeverry. Respetamos su grafía.
5.
Sanín Cano, Baldomero. Escritos. Biblioteca Básica Colombiana, Colcultura,
Bogotá, 1977. 789 p.
6.
Uribe de Hincapié, María Teresa. Figuras políticas en Antioquia. Siglos XIX y XX.
Memorias de eventos científicos colombianos. ICFES, Bogotá, 1988. 11 p.
7.
Llano, Teodomiro. Biografía del señor Gabriel Echeverry. Bogotá. Casa Editorial
de Medardo Rivas y Cía. 1890, pp. 67-71.
8.
Galindo, Aníbal. Recuerdos históricos 1840-1890. Bogotá, Editorial Incunables,
1983, p. 52 y siguientes.
9
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Se denominó Gólgotas a la facción liberal que tuvo su origen en la Escuela
Republicana, posteriormente esta corriente pasó a denominarse Escuela Radical.
10.
Sobre las actividades del doctor Camilo Antonio Echeverry en pro de la
organización de los artesanos en Antioquia ver El Liberal, Medellín, octubre de
1851.
11.
Si bien la Escuela Republicana y los Gólgotas fueron los iniciadores de las
escuelas de artesanos, éstos se separaron de sus maestros a raíz de las
propuestas gólgotas sobre libertad de comercio y pasaron a engrosar las filas
del sector draconiano después de 1852; jugaron un papel muy importante durante
el gobierno de José María Obando y fueron la fuerza de choque de la dictadura
de José María Melo.
12.
Echeverri, Camilo Antonio. La neutralidad de Antioquia. Medellín, Imprenta de
Balcázar, 1860.
13.
Echeverri, Camilo Antonio. Otra vez Antioquia. Medellín, Imprenta de Balcázar,
1860.
14.
Estas afirmaciones circularon en un folleto anónimo publicado en Bogotá y al
parecer ampliamente difundido en Antioquia. Ver: La Campaña de Antioquia.
Bogotá, Imprenta de Cualla, 1862.
15.
Camacho Roldán, Salvador. Memorias. Medellín, Ed. Bedout (S.F.), p. 262 y
siguientes.
16.
Sobre la alianza tácita del Radicalismo con los conservadores antioqueños, sus
puntos de acuerdo y de divergencia, ver: Uribe de H. María Teresa. “Las clases
y los partidos ante lo regional y lo nacional”. En: Lecturas de Economía,
Medellín, Nº 17, mayo-agosto 1985, pp. 23-43.
17 El Índice [Redactores Camilo Antonio
Echeverry y Ricardo Wills]. Serie I, Nº 2 –abril de 1865–. Serie II, Nº 133
–julio 26 de 1870–. Medellín, Imprenta de Silvestre, Bogotá. 1865-1870, semanal.
18.
VÉLEZ, Marceliano. Las memorias del señor Camilo A. Echeverry y mis actos en la
revolución de 1876. Medellín, Imprenta de Gutiérrez Hermanos, 1878.
19.
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