jueves, 9 de mayo de 2024

Luis Tejada Cano / Víctor Bustamante / Casa de la Lectura en San Germán

 


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Luis Tejada Cano / Víctor Bustamante / Casa de la Lectura en San Germán

Epístola sobre los libros y los viajes

Luis Tejada

                                               A Luis Bernal, en Medellín

Amigo mío:

El relato de tu primera excursión, que alcanzó afortunadamente hasta la Quiebra y Cisneros, me llenó de grata esperanza: abandonas al fin los libros fríos y te conviertes a la vida “viva”, real e innumerable de los viajes, a la vida fecunda del ver y del oír.

Cuando discutíamos hace tiempo sobre la mayor o menor influencia del libro o del viaje en la cultura y en la felicidad, yo sabía que tú ¡oh, sedentario! no tenías razón al defender, ante todo, la prioridad del libro; porque no pueden ser más abundantes los resultados espirituales ni más intensas las emociones cuando se percibe la realidad de manera imaginativa, al través de extrañas personalidades intermedias, que cuando se percibe directamente con los ojos y los oídos propios.

Leer una excursión al África es delicioso y hasta conveniente; pero sería más delicioso y más benéfico todavía, realizar en persona la excursión. Para ti no es igual que el león se vaya a comer a Tartarín, que el que esté a punto de comerte a ti mismo; porque además de que, sin duda, la emoción sería mucho más viva, puede suceder que tú, de una raza y de una mentalidad distintas a las de Tartarín, experimentes ante el hecho reacciones que él no experimentó. Y entonces, tu acervo de ideas y de sensaciones se acrecentaría con aspectos nuevos que no hubieras obtenido leyendo simplemente la historia.

Y es natural que al choque directo de la realidad nazcan las ideas nuevas más fácilmente que en otra forma cualquiera, puesto que la mente independiente de influjos extraños, libre para emprender trayectorias inesperadas, se encuentra de pronto ante el fenómeno real que la hiere y la fecunda; pero aun suponiendo que las ideas no sean nuevas basta que las hayamos extraído por nuestra cuenta para gozar ya la voluptuosidad inefable de una creación virtual. En cambio, en el libro, el autor, a pesar muchas veces de nosotros mismos, nos impone sus consecuencias y su visión personal de los hechos; el pensamiento propio en potencia, que pugna por verificarse, se deja sustituir lentamente por el pensamiento ajeno, ya realizado y perfecto. Y sin embargo, la vida, múltiple hasta lo infinito, tiene siempre un aspecto diverso para cada pupila que la observe con cuidado; observándola a través de otras pupilas, no sólo nos empobrecemos nosotros, sino que empobrecemos virtualmente a la vida misma, dejando de evidenciarle algún modesto secreto, de encontrarle alguna escondida belleza o alguna nueva fealdad, que por el solo hecho de ser nosotros los descubridores, nos llena de sincera alegría.

Pero yo no quiero decir que no se lean libros; hasta creo que todos los libros se deben leer; divido simplemente los lectores en dos clases generales: los que leen para aprender y los que leen para olvidar.

Los que leen para aprender, van al libro con un terrible afán utilitario, con el propósito en cierto modo criminal de apropiarse las investigaciones, los puntos de vista y hasta las conclusiones personales del autor, transportándolo todo bonitamente a su cabeza, sin mayor esfuerzo propio; por este aspecto, aprender en los libros, es sencillamente robar. El espíritu pundonoroso y creador va directamente a la vida, a la naturaleza; si aprende algo leyendo los libros, no lo exhibe como concepto director, sino que lo amalgama, como elemento secundario, dentro del concepto personal que se ha formado de las cosas. Molière, el pobre y grande Molière, comprendió primero que todos la superioridad, en cuanto a enseñanzas fecundas, de la vida sobre el libro; por eso, después del éxito de Las preciosas ridículas exclamaba con júbilo: “Ya no leo a Terencio ni a Plauto ni tengo que descifrar los fragmentos de Menandro; me basta estudiar el mundo”.

Además, los que leen para aprender, corren el peligro de caer en el curioso vicio de la erudición. Yo me figuro la erudición como el culto a un menudo genio desgreñado y polvoriento –quizá un gnomo barbudo– que vela siempre en el ambiente callado de las bibliotecas. Quién sabe qué sortilegio misterioso o qué encanto sutil tendrá en los ojos de opio y en la boca sabia ese geniecillo de los anaqueles, compañero, pastor o tal vez príncipe de las cucarachas, la polilla y el comején; quién sabe qué mágicos secretos o qué filtros letales dirá o dará a los elegidos en las horas de augusto recogimiento. Lo cierto es que si se le ha visto una vez, se pierde para siempre el sabor de la vida fecunda, poliforme y penetrante de los sentidos; ya los campos en flor y las dulces armonías de las montañas no existirán para nosotros; ni el cielo, ni el río, ni el calmo paseo de árboles; ni la visión de ese barco que parte cargado de sueños, o de ese caminillo de hormigas trastabillantes que se hunden en la selva; la calle numerosa y tumultuosa no sería un espectáculo grato, con su explosión de colores, con sus músicas de voces, con su variedad infinita de formas; no tendremos ojos ni oídos para lo que pasa, vive o permanece en derredor; no sentiremos el influjo de la luz, que es alegría, ni el de la noche, que es inquietud vital; el invierno y el verano nos serán indiferentes con sus mil matices sucesivos; será nula en nosotros la atracción alucinante de las ciudades lejanas, de las perspectivas desconocidas, de los paisajes exóticos, de los caminos misteriosos que cruzan en todas direcciones la tierra y el mar. No; nada queremos ver, nada queremos tocar ni oír que no sean las páginas amarillas del mamotreto y la voz envejecida y extraña que surge del fondo de ellas. Que todo se agite en torno, que la vida se renueve y se transforme, que el amor calcine las almas, y haya quienes lloren y quienes rían; que se sucedan mañanas de sol y dulces tardes de invierno, y que el mundo sea aquí y allá y en todas partes un espectáculo supremo lleno de latentes enseñanzas y de bellezas escondidas; al erudito no le importará un comino nada de eso; pasará en medio de todo y de todos contemplando lo que ha almacenado cuidadosamente en su cabeza, con la fruición del comerciante judío que mira y remira con ternura sus escaparates atestados; sólo sentirá alegría ante la probabilidad de encontrar un libro raro, de reconstruir un texto olvidado, de cazar una fecha, o el nombre de un sitio, o el apellido verdadero de alguien que ha muerto hace mucho tiempo y que todos creían que se llamaba de otra manera; entonces se apodera de él el júbilo unilateral y enfermizo del maníaco, del cazador de mariposas, del recolector de estampillas o de platos históricos; va y viene, busca y rebusca, revuelve bibliotecas, sacude manuscritos, revisa impresos, exhuma vetusteces con la febril impaciencia de los conquistadores aurívoros que levantaban los sepulcros y exhibían al sol las momias veneradas para encontrar al fin la menuda ajorca o el anillo oxidado, perdidos entre el polvo milenario.

La erudición es un vicio exquisito y horripilante, una morfina imaginaria que destruye el bello instinto de la voracidad sensual, el ardiente deseo de vivirlo todo prácticamente con ímpetu, con divina alegría; mata el prurito de la acción inmediata y paraliza el maravilloso ejercicio de los sentidos; enseña, quizá, muchas cosas, pero no permite saborear realmente ninguna.

La sabiduría no está en la erudición, porque la sabiduría no es un fenómeno de acumulación de cosas externas, sino más bien una capacidad interior para distinguir lo bueno, lo bello, lo justo; por eso no se debería ir a los libros con un criterio intelectualmente utilitario, sino con un criterio simplemente deportivo; se debiera leer para olvidar; para olvidar lo que nos rodea, cuando es demasiado triste o tedioso, y para olvidar, sobre todo, lo que leemos.

Así hubiera querido que leyeras siempre tú; por eso me inquietaba tu afición desmedida y preocupada a los libros; creía que estabas perdido, porque buscabas sólo en ellos la sabiduría y la emoción; pero veo que al fin los abandonas un poco y reconoces la superioridad de los viajes en la cultura personal, y hasta te decides a ejecutarlos. En realidad, estándose quieto en su casa también se puede vivir la vida profunda y provechosamente; pero apenas se vive, como si dijéramos, “a lo largo”; viajando se vive simultáneamente a lo largo y a lo ancho, como el que camina a la vez por los dos lados de un ángulo recto; viajar es “atravesar” la vida, sin dejar de adelantar en ella.









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