lunes, 24 de octubre de 2022

Los maravillosos años 90 de Carlos Alfonso Rodríguez / Mario Sánchez y Víctor Bustamante

 


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Los Maravillosos años 90 / poemas y anti poemas

Carlos Alfonso Rodríguez


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Víctor Bustamante

No sé aún cual es la separación o el límite entre poemas y anti poemas. Solo podría afirmar algo ya conocido, su autor explora nuevas formas de decir, así como nuevos escenarios que lo conducen a otros tópicos, pero así se sea muy de vanguardia han existido definiciones, escuelas y diversos ismos. De todas maneras, la poesía en su esencialidad expresa al hombre y sus circunstancias. Así con curiosidad y bonhomía se exploren otros territorios, otras metáforas, algo es cierto, los poemas y anti poemas hacen parte de la misma corriente de lo que forma la poesía, el sustrato humano. Con el tiempo los poemas y anti poemas ingresan a ese territorio del cual a veces entran o salen y que es nada menos que a formar la larga tradición poética, una patria ilusoria. Así una zona de exclusión parece que insuflara ese deseo de exiliarse a esa otra zona ideada, imaginada, pero lo cierto es que no nos hemos movido de un solo lugar, el territorio sagrado de la poesía que son las utopías que nos arredran, las palabras que insuflan ese aire fresco de ser creativo; territorios personales sobre los cuales los poetas se entregan de una manera total. Estar en la vanguardia es ficticio, es como esperar un milagro, o si no leamos a Marinetti: “Vamos a asistir al nacimiento del Centauro y veremos volar los primeros Ángeles”. Por supuesto que estas figuras mitológicas invocadas al filo de 1900 no han salido de la imaginación porque nadie las ha visto, pero sí sabemos que algunos las esperan, pero eso ya se aleja del territorio de la poesía para poblar el carácter díscolo de las religiones o el espacio del cineasta.

Pero entremos a ese mundo donde el poeta nos lleva de su mano y de su escritura libre: Los maravillosos años 90. Es cierto, enfatizo en su título por una razón discordante, siempre vimos como maravillosos, los años 60, pero el poeta sabedor de la instancia presente de su caminar recalca en ese instante de los 90, ya casi en el fin de siglo, ¿por qué razón enfatiza en esos años? No cabe duda que algo lo ha marcado y macerado, no cabe duda de que en esos años algo se ha cristalizado en su interior, tal vez el inicio de una experiencia poética, pero también puede ser la consolidación de sus deseos de ser poeta a como dé lugar. En estos años y a través de sus poemas Carlos Alfonso reitera, a pesar de sus diversos oficios su único propósito: ser escritor.

Al autor establecer un límite, y citar un año, los 90, establece una suerte de colapso generacional, pero también de brillo, ya que él se inserta en la tradición de los grupos intelectuales. De ahí que el concepto de generación en cuanto a lo creativo, supure por sus páginas nunca como una nostalgia sino con la imperiosa necesidad de esclarecer, porque la escritura a medida que avanza hace resplandecer lo sublime, oscurecer el musgo y dejar de lado lo irrelevante.

Carlos Alfonso insiste en el concepto de generación, lo cual no es en vano, incluso lo reitera cuando describe a otros escritores anteriores en su momento más brillante, podría referirme al principio de esperanza o a una manera de catarsis de saber cómo a través de su obra justifica su existencia o de otra manera esta obra se convierte en su esperanza de salvación. Pero él no lo hace con pesar como ya lo he dicho, sino con la certeza de su necesidad de reafirmarse ya que de lo contrario desaparecerían en ese concepto de generación, sus preciados amigos, sus ámbitos, en especial, su trasparencia. Ahí coexisten diversos planos de interpretación, desde los instantes sencillos que punzan, ocurridos en la calle y que para él no pasan desapercibidos hasta la música que siempre merodea en sus textos, hasta una ciudad indefinible, el barrio como trasunto personal y el distrito de Lince. Eso sí esa topografía tan personal cohesionada por la lejana línea del mar que es una suerte de norte, una suerte de fuga. Claro que en su poema: “Sé qué soy un miembro no digno de mi generación”, en el cual realiza una suerte de inventario dice que ha dejado los testamentos de sus escrituras, sus utopías, sus amaneceres, su bohemia, pero algo es cierto este halo de romanticismo, y ese pesar, es como si claudicara, pero no, es apenas ese aspecto autocrítico que persevera en él.

Hay en algunos de sus poemas un nosotros que involucra en su pluralidad, ya que él como testigo acentúa su poder de acercar sus territorios, andanzas, visiones, fantasmagorías, precisamente con esas personas que estuvieron ahí. Así el lector quiere sentirse como uno de esos amigos de generación que lo preceden en algunos casos y en otros lo acompañan. Por esa razón es imperioso seguir adelante sobre este pilar necesario en que construye su poesía, como cercanía y necesidad de la certeza y compañía de esos amigos que conocidos o no lo acompañan en su trasiego y que él trasluce en diversos poemas. Él insiste en sus lecturas públicas en solo mencionar y decir dos de sus mejores poemas: “El lenguaje del amor silencioso” y el poema que da título al libro, “Los maravillosos años 90”, donde expone los caminos y situaciones que vendrán y que lo embargan, y que se desarrollan en esa zona de extrema confrontación entre la realidad del viajero que es y que escribe para no dejar que esos paisajes se borren sino para escribirlos, describirlos, vivirlos y por lo tanto que se vuelvan incandescentes por medio de su palabra que es la del forastero.  De ahí que al escribir esa palabra de tanta significación le da él, al viajero, esa persona que no solo transita dentro de su país, sino dentro de otros países, esos paisajes y esos personajes, no como espectros, sino como personas que le llaman la atención a él, para que le deparen su creatividad.

El poeta al inicio de su periplo, que es cada poema, alecciona un viaje hacia su propia memoria, pero no solo se queda ahí, sino que ama viajar en sus poemas para definirse como un viajero total que no deja de soslayar nada, sino que debe ser itinerante en apariencia porque en realidad capta el ámbito de cada uno de los lugares que visita. 

Desde ese punto cero, el inicio, es algo inusitado, no es el equipaje para el viaje, sino aquel que carga el autor, su memoria, sus libros, su avidez de otros horizontes. Y así cargado de preguntas, dudas y complejidades, interrogará esos paisajes que verá de nuevo para satisfacer su curiosidad como si él se convirtiera en un viajero irredento, que lo es, hasta llegar a esa suerte de  lugares, donde mira ese baratillo de personas, lugares, objetos; todas las formaciones heteróclitas, que coinciden en un instante en que las ve como una comunicación entre el pasado y el presente al cual él da su moderación. A él no le interesa verse clasificado como nuevo o antiguo o viceversa. A él le interesa ese valor per se, lo intrínseco, de ahí que él da fuerza a ese concepto que le da el carácter definitivo y veraz para su labor, para sus exploraciones, ya sea cuando viaja a algún lugar, ya sea cuando conversa con una persona mayor que le ampliará el mundo al darle sus recuerdos, o lo más embriagador, cuando a través de los libros llega a personas como José Baquíjano, Mariátegui, Julio Chiroque, Abraham Valdelomar, y así cae en cuenta que el hombre, a pesar del tiempo y otros lugares es el mismo ahíto de poesía. En este caso, él mismo cuando ejerce su ministerio que es nada menos que la persistencia en escribir y ser contemporáneo como una justificación de lo alto de una existencia. Aquí se junta el carácter de amistad que lo asedia trasmutado en el concepto de generación con aquel sediento viajero que no se queda en los lindes de las ciudades, sino que al buscar a sus escritores expresa el corazón duro de esas ciudades a través de sus poetas. Como viajero ha vendido libros en muchos municipios. No diría que Carlos Alfonso es un trotamundos como se repite con aquellos viajeros sin oficio, que van disolutos y despistados de un lugar a otro por países. No, él ha recalado en Colombia y ya ha penetrado en la médula de su poesía. Además, el Neonadaísmo se enorgullece de tenerlo entre sus militantes más activos.




Hace poco me refería a un escritor colombiano, Félix Ángel, que escribió un libro, Miguel, en Estados Unidos, y me preguntaba si ese texto pertenecía a la literatura estadunidense o a la colombiana. Hubo una respuesta, el escritor no tiene patria o cosas por ese estilo, lo cual es una mentira, el escritor sí tiene un origen. Es que a veces nos las damos de universales y justificamos este tipo de cosas. Lo pregunto es por una razón muy sencilla si Carlos Alfonso es un escritor peruano o un escritor colombiano o un escritor colombo-peruano. Lo digo porque me gustaría saber cuáles poemas de su texto han sido escritos en cada país, para concluir de una manera certera si el cambio de país lo ha obligado a buscar nuevas temáticas. No sé si esta pregunta merecería toda una mesa de trabajo para preguntársela al autor. Recordemos el caso de Porfirio que escribió muchas de sus obras en el país, pero otras en México y allá en las antologías mexicanas aparece como un reconocimiento a su escritura.

De esta manera a través de sus poemas, a través de sus pesquisas, se da un diálogo entre dos países de cultura muy definida, Colombia y Perú, aunque el todo en cada uno es tan engañoso, en Carlos Alfonso es posible avizorarlo ya que él poco a poco ha entrado por el camino de la poesía y de la liturgia de los libros en ambos países, y así mismo realiza indagaciones sobre algunos músicos que le llaman la atención. este encuentro entre dos poetas, en su poema sobre Gonzalo Arango y en otro sobre Raquel Jodorowsky donde reúne personas de la literatura que se admiraron mutuamente. Aunque en Gonzalo parecía más ganar la parte erótica, pescador de ilusiones, ya que carnal y rezandero, preferiría las buenas compañías femeninas, para su clan poético, una suerte de armonía pasional del nuevo mundo a la manera de Fourier.

He mencionado la música, la cual no se puede dejar de lado, al leer sus poemas, que es seguir el sendero por su poesía. Carlos Alfonso tiene una cercanía muy fuerte con algunos cantantes populares, a la manera de Olimpo Cárdenas, Oscar Agudelo, el Caballero Gaucho, Julio César Villafuerte. Es más, con un conjunto uruguayo, Los Iracundos. Hay un ensayo memorable sobre José Tcherkaski, el primer letrista de Piero, o la vindicación de Luis Fernando Garcés, el cantante. Esta cercanía con la música no es un capricho sino una certeza ya que él también es compositor. En uno de sus poemas ya lo había prefigurado: se queja de no poder ser un cantante, ya que tiene todos los atributos y el talento para serlo.

En su carácter de viajero, ya sea al desplazarse de lugar o a través de los libros o a través de su memoria, el poeta, Carlos Alfonso, ha dejado de lado los atrabiliarios conceptos de lo moderno y lo antiguo, ya que al digerirlo se diría que se queda con la pureza de ese estado, así como en una calma total, pero no, a él le gustan son las impureza, ese estado mediador entre ambos. De ahí que él sabe que las vanguardias se juntan con lo moderno, pero muchas veces no lo son, son apenas apariencia ya que lo que subyace en esa fachada es lo popular que es lo que en realidad le interesa al investigador, lo popular es lo impuro lo no aceptado, lo que lucha por establecer y que se logra solo con los años, ya sea con su autenticidad, con su crítica o con su facilidad de acercamiento.

Subsiste en este libro el corazón de la utopía, las andanzas, los sueños, la persistencia en la poesía como catalizador y como manera de anotar su propio devenir y, por supuesto, la cristalización de un proyecto, sus poemas reunidos en un libro donde aún perduran sus poemas intactos cada que al abrirlos el lector les dará vida. Hay algo formidable y es la franqueza con que el autor refiere cada tema, de decirnos que hubiera querido vivir en el tiempo de los auténticos viajes, cuando no se tenía noticias del lugar donde recalaría cuando se ofrecía en todo su esplendor un espectáculo todavía no estropeado, contaminado y maldito del lugar visitado. No, a él le ha tocado viajar por un mundo ya conocido donde la diferencia se ha perdido cada día. Además, no hay perspectiva más exultante para el poeta que la de ser el primer peruano que recala y se afianza en Medellín y ya hace parte de la ciudad. Revive de esa manera la llegada de Roberto Juarroz que vivió unos años en Medellín, de Camilo José Cela que vivió unos meses, así como la experiencia de otros escritores viajeros, y, a través de ellos, continúa con esa instancia crucial del escritor de ser una suerte de emigrante por las ciudades y las autopistas, por los caminos y requiebros personales. Esto no lo hace más moderno, como los escritores apresados en el turismo que van de país en país y no poseen obra, sino ganas de viajar lo cual es muy lógico para ellos, pero que no aporta nada a la literatura, sino sumisión y faroles grises. El caso de Carlos Alfonso es diferente y certero, él se ha quedado y anclado de una manera total, y ya cuando escriba sus poemas medellinenses sabremos su secreto y sus estancias. Gracias a él recibimos una persona llena de humanidad a la cual no es ilícito admirar por su apropiación de esa ciudad de la cual, sí conoce sus suburbios y a aquellos artistas casi al filo del olvido, uno de ellos Luis Flórez Berrío denostado por los gestores culturales del municipio y por los doctores de la academia que no saben qué significa la poesía popular, y al cual aprendí a degustar por él, y así mismo a proseguir nuestra admiración por Mara Agudelo, de la cual él mismo se advierte como un admirador total y a la cual ella recibe nuestro aviso: no está sola.

Este libro es una experiencia decisiva en la vida de su autor, que se ramifica en varios temas que son la síntesis de su experiencia. Carlos Alfonso contempla sus aspectos positivos. En este sentido su poesía nos entrega esa envergadura donde no existe el conflicto personal, un yo taciturno o en caída, como un ángel maldito de la poesía. No, en él hay siempre una salida.

El núcleo central del libro son los textos de Los maravillosos años 90, a los cuales lo antecede el poema más emblemático de él sobre la madre, El lenguaje del amor silencioso. Luego el ensueño poético continúa con La morada de los abuelos que es una manera de referirse a sus tiempos de adolescencia en el Perú. Así en cada una de esas etapas es posible notar lo que lo hace desear ser, luego con los ojos y la curiosidad de mantener la inocencia saber que el siglo 21 lejos de su tierra le traerá a otras infinitudes.

Sabe, finalmente, que lleva consigo un antecedente y es el don poético, con el cual desea sorprender en la libertad de su vida intacta, reconciliable con el entusiasmo de su palabra.  

Hoy he leído Los maravillosos años 90, y he caminado por Lobatón y por Lince y vi la línea del mar como un espejismo allá a lo lejos.

Hoy he caminado con César Vallejo y con Whitman, con Allen Ginsberg y sé de la profusa amistad de Carlos Alfonso con ellos.

Hoy he leído Los maravillosos años 90, y supe del concepto de amistad que traspasa sus páginas, cuando las palabras del poeta las retrotrae y las define, en su admiración a los grupos cercanos o a ciertos escritores que lo han acompañado.

No sigamos adelante, mejor me detengo al cerrar la última página. Ya he dicho bastante para mostrar un poco en qué y por qué el poeta ha recogido aquí sus mejores momentos, sus mejores palabras, sus mejores poemas que incesantes prosiguen por ese río torrentoso y turbio de la calle y de la existencia, y que revuelven, acentúan, y nos apasionan.

 

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