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Los Maravillosos años 90 / poemas y anti poemas
Carlos Alfonso Rodríguez
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Víctor Bustamante
No sé aún cual es la separación o el límite entre poemas y anti poemas.
Solo podría afirmar algo ya conocido, su autor explora nuevas formas de decir,
así como nuevos escenarios que lo conducen a otros tópicos, pero así se sea muy
de vanguardia han existido definiciones, escuelas y diversos ismos. De todas
maneras, la poesía en su esencialidad expresa al hombre y sus circunstancias.
Así con curiosidad y bonhomía se exploren otros territorios, otras metáforas, algo
es cierto, los poemas y anti poemas hacen parte de la misma corriente de lo que
forma la poesía, el sustrato humano. Con el tiempo los poemas y anti poemas
ingresan a ese territorio del cual a veces entran o salen y que es nada menos
que a formar la larga tradición poética, una patria ilusoria. Así una zona de
exclusión parece que insuflara ese deseo de exiliarse a esa otra zona ideada,
imaginada, pero lo cierto es que no nos hemos movido de un solo lugar, el
territorio sagrado de la poesía que son las utopías que nos arredran, las
palabras que insuflan ese aire fresco de ser creativo; territorios personales
sobre los cuales los poetas se entregan de una manera total. Estar en la
vanguardia es ficticio, es como esperar un milagro, o si no leamos a Marinetti:
“Vamos a asistir al nacimiento del Centauro y veremos volar los primeros
Ángeles”. Por supuesto que estas figuras mitológicas invocadas al filo de 1900
no han salido de la imaginación porque nadie las ha visto, pero sí sabemos que
algunos las esperan, pero eso ya se aleja del territorio de la poesía para
poblar el carácter díscolo de las religiones o el espacio del cineasta.
Pero entremos a ese mundo donde el poeta nos lleva de su mano y de su
escritura libre: Los maravillosos años
90. Es cierto, enfatizo en su título por una razón discordante, siempre
vimos como maravillosos, los años 60, pero el poeta sabedor de la instancia
presente de su caminar recalca en ese instante de los 90, ya casi en el fin de
siglo, ¿por qué razón enfatiza en esos años? No cabe duda que algo lo ha
marcado y macerado, no cabe duda de que en esos años algo se ha cristalizado en
su interior, tal vez el inicio de una experiencia poética, pero también puede
ser la consolidación de sus deseos de ser poeta a como dé lugar. En estos años y
a través de sus poemas Carlos Alfonso reitera, a pesar de sus diversos oficios
su único propósito: ser escritor.
Al autor establecer un límite, y citar un año, los 90, establece una suerte
de colapso generacional, pero también de brillo, ya que él se inserta en la
tradición de los grupos intelectuales. De ahí que el concepto de generación en
cuanto a lo creativo, supure por sus páginas nunca como una nostalgia sino con
la imperiosa necesidad de esclarecer, porque la escritura a medida que avanza
hace resplandecer lo sublime, oscurecer el musgo y dejar de lado lo irrelevante.
Carlos Alfonso insiste en el concepto de generación, lo cual no es en vano,
incluso lo reitera cuando describe a otros escritores anteriores en su momento más
brillante, podría referirme al principio de esperanza o a una manera de catarsis
de saber cómo a través de su obra justifica su existencia o de otra manera esta
obra se convierte en su esperanza de salvación. Pero él no lo hace con pesar
como ya lo he dicho, sino con la certeza de su necesidad de reafirmarse ya que
de lo contrario desaparecerían en ese concepto de generación, sus preciados amigos,
sus ámbitos, en especial, su trasparencia. Ahí coexisten diversos planos de
interpretación, desde los instantes sencillos que punzan, ocurridos en la calle
y que para él no pasan desapercibidos hasta la música que siempre merodea en
sus textos, hasta una ciudad indefinible, el barrio como trasunto personal y el
distrito de Lince. Eso sí esa topografía tan personal cohesionada por la lejana
línea del mar que es una suerte de norte, una suerte de fuga. Claro que en su
poema: “Sé qué soy un miembro no digno de mi generación”, en el cual realiza
una suerte de inventario dice que ha dejado los testamentos de sus escrituras,
sus utopías, sus amaneceres, su bohemia, pero algo es cierto este halo de
romanticismo, y ese pesar, es como si claudicara, pero no, es apenas ese
aspecto autocrítico que persevera en él.
Hay en algunos de sus poemas un nosotros que involucra en su pluralidad, ya
que él como testigo acentúa su poder de acercar sus territorios, andanzas,
visiones, fantasmagorías, precisamente con esas personas que estuvieron ahí. Así
el lector quiere sentirse como uno de esos amigos de generación que lo preceden
en algunos casos y en otros lo acompañan. Por esa razón es imperioso seguir adelante
sobre este pilar necesario en que construye su poesía, como cercanía y
necesidad de la certeza y compañía de esos amigos que conocidos o no lo
acompañan en su trasiego y que él trasluce en diversos poemas. Él insiste en sus
lecturas públicas en solo mencionar y decir dos de sus mejores poemas: “El
lenguaje del amor silencioso” y el poema que da título al libro, “Los maravillosos
años 90”, donde expone los caminos y situaciones que vendrán y que lo embargan,
y que se desarrollan en esa zona de extrema confrontación entre la realidad del
viajero que es y que escribe para no dejar que esos paisajes se borren sino para
escribirlos, describirlos, vivirlos y por lo tanto que se vuelvan incandescentes
por medio de su palabra que es la del forastero. De ahí que al escribir esa palabra de tanta
significación le da él, al viajero, esa persona que no solo transita dentro de
su país, sino dentro de otros países, esos paisajes y esos personajes, no como espectros,
sino como personas que le llaman la atención a él, para que le deparen su
creatividad.
El poeta al inicio de su periplo, que es cada poema, alecciona un viaje
hacia su propia memoria, pero no solo se queda ahí, sino que ama viajar en sus
poemas para definirse como un viajero total que no deja de soslayar nada, sino
que debe ser itinerante en apariencia porque en realidad capta el ámbito de
cada uno de los lugares que visita.
Desde ese punto cero, el inicio, es algo inusitado, no es el equipaje para
el viaje, sino aquel que carga el autor, su memoria, sus libros, su avidez de
otros horizontes. Y así cargado de preguntas, dudas y complejidades,
interrogará esos paisajes que verá de nuevo para satisfacer su curiosidad como
si él se convirtiera en un viajero irredento, que lo es, hasta llegar a esa
suerte de lugares, donde mira ese baratillo
de personas, lugares, objetos; todas las formaciones heteróclitas, que
coinciden en un instante en que las ve como una comunicación entre el pasado y
el presente al cual él da su moderación. A él no le interesa verse clasificado
como nuevo o antiguo o viceversa. A él le interesa ese valor per se, lo intrínseco,
de ahí que él da fuerza a ese concepto que le da el carácter definitivo y veraz
para su labor, para sus exploraciones, ya sea cuando viaja a algún lugar, ya sea
cuando conversa con una persona mayor que le ampliará el mundo al darle sus
recuerdos, o lo más embriagador, cuando a través de los libros llega a personas
como José Baquíjano, Mariátegui, Julio Chiroque, Abraham Valdelomar, y así cae
en cuenta que el hombre, a pesar del tiempo y otros lugares es el mismo ahíto
de poesía. En este caso, él mismo cuando ejerce su ministerio que es nada menos
que la persistencia en escribir y ser contemporáneo como una justificación de
lo alto de una existencia. Aquí se junta el carácter de amistad que lo asedia trasmutado
en el concepto de generación con aquel sediento viajero que no se queda en los
lindes de las ciudades, sino que al buscar a sus escritores expresa el corazón
duro de esas ciudades a través de sus poetas. Como viajero ha vendido libros en
muchos municipios. No diría que Carlos Alfonso es un trotamundos como se repite
con aquellos viajeros sin oficio, que van disolutos y despistados de un lugar a
otro por países. No, él ha recalado en Colombia y ya ha penetrado en la médula
de su poesía. Además, el Neonadaísmo se enorgullece de tenerlo entre sus militantes
más activos.
Hace poco me refería a un escritor colombiano, Félix Ángel, que escribió un
libro, Miguel, en Estados Unidos, y
me preguntaba si ese texto pertenecía a la literatura estadunidense o a la
colombiana. Hubo una respuesta, el escritor no tiene patria o cosas por ese
estilo, lo cual es una mentira, el escritor sí tiene un origen. Es que a veces
nos las damos de universales y justificamos este tipo de cosas. Lo pregunto es
por una razón muy sencilla si Carlos Alfonso es un escritor peruano o un
escritor colombiano o un escritor colombo-peruano. Lo digo porque me gustaría
saber cuáles poemas de su texto han sido escritos en cada país, para concluir
de una manera certera si el cambio de país lo ha obligado a buscar nuevas temáticas.
No sé si esta pregunta merecería toda una mesa de trabajo para preguntársela al
autor. Recordemos el caso de Porfirio que escribió muchas de sus obras en el país,
pero otras en México y allá en las antologías mexicanas aparece como un reconocimiento
a su escritura.
De esta manera a través de sus poemas, a través de sus pesquisas, se da un diálogo
entre dos países de cultura muy definida, Colombia y Perú, aunque el todo en
cada uno es tan engañoso, en Carlos Alfonso es posible avizorarlo ya que él
poco a poco ha entrado por el camino de la poesía y de la liturgia de los libros
en ambos países, y así mismo realiza indagaciones sobre algunos músicos que le llaman
la atención. este encuentro entre dos poetas, en su poema sobre Gonzalo Arango
y en otro sobre Raquel Jodorowsky donde reúne personas de la literatura que se
admiraron mutuamente. Aunque en Gonzalo parecía más ganar la parte erótica,
pescador de ilusiones, ya que carnal y rezandero, preferiría las buenas
compañías femeninas, para su clan poético, una suerte de armonía pasional del
nuevo mundo a la manera de Fourier.
He mencionado la música, la cual no se puede dejar de lado, al leer sus poemas,
que es seguir el sendero por su poesía. Carlos Alfonso tiene una cercanía muy
fuerte con algunos cantantes populares, a la manera de Olimpo Cárdenas, Oscar
Agudelo, el Caballero Gaucho, Julio César Villafuerte. Es más, con un conjunto
uruguayo, Los Iracundos. Hay un ensayo memorable sobre José Tcherkaski, el
primer letrista de Piero, o la vindicación de Luis Fernando Garcés, el cantante.
Esta cercanía con la música no es un capricho sino una certeza ya que él también
es compositor. En uno de sus poemas ya lo había prefigurado: se queja de no poder
ser un cantante, ya que tiene todos los atributos y el talento para serlo.
En su carácter de viajero, ya sea al desplazarse de lugar o a través de los
libros o a través de su memoria, el poeta, Carlos Alfonso, ha dejado de lado
los atrabiliarios conceptos de lo moderno y lo antiguo, ya que al digerirlo se
diría que se queda con la pureza de ese estado, así como en una calma total,
pero no, a él le gustan son las impureza, ese estado mediador entre ambos. De
ahí que él sabe que las vanguardias se juntan con lo moderno, pero muchas veces
no lo son, son apenas apariencia ya que lo que subyace en esa fachada es lo
popular que es lo que en realidad le interesa al investigador, lo popular es lo
impuro lo no aceptado, lo que lucha por establecer y que se logra solo con los
años, ya sea con su autenticidad, con su crítica o con su facilidad de
acercamiento.
Subsiste en este libro el corazón de la utopía, las andanzas, los sueños,
la persistencia en la poesía como catalizador y como manera de anotar su propio
devenir y, por supuesto, la cristalización de un proyecto, sus poemas reunidos
en un libro donde aún perduran sus poemas intactos cada que al abrirlos el
lector les dará vida. Hay algo formidable y es la franqueza con que el autor refiere
cada tema, de decirnos que hubiera querido vivir en el tiempo de los auténticos
viajes, cuando no se tenía noticias del lugar donde recalaría cuando se ofrecía en todo su esplendor un espectáculo
todavía no estropeado, contaminado y maldito del lugar visitado. No, a él le ha
tocado viajar por un mundo ya conocido donde la diferencia se ha perdido cada
día. Además, no hay perspectiva más exultante para el poeta que la de ser el primer
peruano que recala y se afianza en Medellín y ya hace parte de la ciudad. Revive
de esa manera la llegada de Roberto Juarroz que vivió unos años en Medellín, de
Camilo José Cela que vivió unos meses, así como la experiencia de otros
escritores viajeros, y, a través de ellos, continúa con esa instancia crucial
del escritor de ser una suerte de emigrante por las ciudades y las autopistas,
por los caminos y requiebros personales. Esto no lo hace más moderno, como los
escritores apresados en el turismo que van de país en país y no poseen obra,
sino ganas de viajar lo cual es muy lógico para ellos, pero que no aporta nada
a la literatura, sino sumisión y faroles grises. El caso de Carlos Alfonso es
diferente y certero, él se ha quedado y anclado de una manera total, y ya
cuando escriba sus poemas medellinenses sabremos su secreto y sus estancias. Gracias
a él recibimos una persona llena de humanidad a la cual no es ilícito admirar
por su apropiación de esa ciudad de la cual, sí conoce sus suburbios y a
aquellos artistas casi al filo del olvido, uno de ellos Luis Flórez Berrío
denostado por los gestores culturales del municipio y por los doctores de la
academia que no saben qué significa la poesía popular, y al cual aprendí a
degustar por él, y así mismo a proseguir nuestra
admiración por Mara Agudelo, de la cual él mismo se advierte como un admirador
total y a la cual ella recibe nuestro aviso: no está sola.
Este libro es una experiencia decisiva en la vida de su autor, que se ramifica
en varios temas que son la síntesis de su experiencia. Carlos Alfonso contempla
sus aspectos positivos. En este sentido su poesía nos entrega esa envergadura
donde no existe el conflicto personal, un yo taciturno o en caída, como un
ángel maldito de la poesía. No, en él hay siempre una salida.
El núcleo central del libro son los textos de Los maravillosos años 90, a
los cuales lo antecede el poema más emblemático de él sobre la madre, El
lenguaje del amor silencioso. Luego el ensueño poético continúa con La morada
de los abuelos que es una manera de referirse a sus tiempos de adolescencia en
el Perú. Así en cada una de esas etapas es posible notar lo que lo hace desear ser,
luego con los ojos y la curiosidad de mantener la inocencia saber que el siglo 21
lejos de su tierra le traerá a otras infinitudes.
Sabe, finalmente, que lleva consigo un antecedente y es el don poético, con
el cual desea sorprender en la libertad de su vida intacta, reconciliable con
el entusiasmo de su palabra.
Hoy he leído Los maravillosos años 90,
y he caminado por Lobatón y por Lince y vi la línea del mar como un espejismo
allá a lo lejos.
Hoy he caminado con César Vallejo y con Whitman, con Allen Ginsberg y sé de
la profusa amistad de Carlos Alfonso con ellos.
Hoy he leído Los maravillosos años 90,
y supe del concepto de amistad que traspasa sus páginas, cuando las palabras
del poeta las retrotrae y las define, en su admiración a los grupos cercanos o
a ciertos escritores que lo han acompañado.
No sigamos adelante, mejor me detengo al cerrar la última página. Ya he
dicho bastante para mostrar un poco en qué y por qué el poeta ha recogido aquí
sus mejores momentos, sus mejores palabras, sus mejores poemas que incesantes prosiguen
por ese río torrentoso y turbio de la calle y de la existencia, y que
revuelven, acentúan, y nos apasionan.
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