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Plazuela Botero, ¿Patrimonio de Medellín?
Víctor Bustamante
Parque Botero, ya una zona
colonizada de una manera despiadada por la economía del rebusque, amurallado
por el imponente Palacio de la Cultura de Goovaerts en su interior con sus
pasillos y vestíbulos tapizados por pasos de visitantes furtivos. Ahora, en su
exterior, en la parte trasera, con sus cipreses, bordeado por vendedores de baratillos,
de abalorios, de celulares, de ropa, de chanclas, con sus carritos y chazas que
debieron ser contenidos por una valla para que no se apoderaran de las paredes
del palacio e impedir ser usadas como mampara y armario para sus mercancías,
igual que ocurrió hace unos años con el Palacio Nacional. Alrededor de esa
barrera, en la Plazuela Nutibara, una reja que añade, Enamórate de Medellín o
Distrito histórico, como certidumbres de la indisciplina citadina los primeros
y de los burócratas que han secuestrado al municipio, la segunda, creando un
espacio vacío entre el palacio y los transeúntes y, sobre todo, con los
vendedores apiñados que los contiene ante su avalancha y vitrinas portátiles que
también les sirve para exhibir sus mercaderías. Y es que alrededor de estos
vendedores también van los otros, los proveedores itinerantes de tinto, de jugos,
de comida chatarra, de lotería, de minutos, de la pomada de coca y marihuana, que
van de un lugar a otro y junto a ellos la multitud de vagos sin asombro que
salen a las zonas de los parques, a los aledaños, al rebusque donde no pueden ver
algo mal situado ya que se convierten en cleptómanos con licencia que saben
cómo burlar los códigos. Siguen en esa taxonomía, los cosquilleros, las putillas
sin afán, los tipos sin pausa, muchachos vendedores de sexo, los yonquis
citadinos fantasmales, las no-personas, tiradas en las aceras y sardineles, y,
además, preparando sus dosis de droga que los anestesia y los hará soñar con
otras dosis. Y junto ellos los alcohólicos desafinados, los vendedores de
sueños, con sus caramelos de colores, es decir de hierba, de basuca, de perico
y de pastillas, opioides, heroína, tutsi y hasta fentanilo, y aquellos más
sofisticados con las dosis de burundanga, que bordean el desafío y su caos
continuo. Toda esa destrucción personal debido a esa cápsula: el libre
desarrollo de la personalidad.
Esta valla obra como si fuera
una barrera de coral, para entrar a la Plaza Botero, esa sí acorralada en su interior,
al fondo otro edificio emblemático, el Museo de Antioquia, absorbido por la promesa
de las pinturas de Botero triunfal, y a veces anodino, que lo ha convertido en
un enclave artístico y de turismo con sus esculturas; estas esculturas que a
veces parecen lejanas por inexpresivas y glaciales, conjuradas por el sonido de
los vendedores de música de carrilera en un ambiente hostil e impregnado por la
seducción ocasional de las chicas que buscan dinero a cambio de sus cuerpos
delgados o macerados por la necesidad. Todas esas personas, todo ese ámbito
como el sinónimo de una semiótica del abandono.
Por las paredes cercanas a
esta Plaza Botero se arrastra la ensalada de avisos comerciales y otros de compromiso
a la espera de un mundo que nunca será mejor, las estelas políticas artesanales
que piden un no a la corrupción, un cambio de una generación que no sabe qué
quiere. En su interior, por el aire de miércoles, se atosiga el ruido de los
publicistas empíricos con su ruido excluyente, así como los vendedores de
frutas con sus carretas viajeras, así como los repartidores de tarjetas con
avisos de brujos; todo un mercado donde se expresa el antioqueño sin prosapia. Así
queda este lugar pateado por tantos pasos anónimos, por tantas miradas furtivas,
por las fleteras, en grupo, bajo los árboles, y en las esquinas y aceras que
las circundan, así como en la resquebrajadura patrimonial en este sitio,
sitiado por el abandono como síntesis de una comunidad y de una ciudad ya perdida
en su ensueño.
Por las calles y por las
bancas de este parque se arrastran aquellos considerados no-personas, aquellos
que no existen, fantasmales y saturados de las pústulas del abandono, nada menos
que la expresión más acabada en estos sucios momentos de internacionalización y
del turismo que bruñe la ciudad con sus peores expresiones: el vandalismo, la
prostitución y la droga.
La fascinante atmósfera que
ha poseído el Centro permite fundir en las paredes anuncios de toda índole, atravesar calles, evadir el
estropicio de las aceras, pero también marca el comienzo de la huida de las
empresas y las marcas para no ser devaluadas. Los baluartes, sus habitantes, se
han ido y desde la tarde la ciudad comercio, la ciudad chaza, queda espectral y
abandonada, protegida de noche, como un galpón, por las rejas en ese maelstrom de
oscuridad sin tregua en las calles vacías.
Los gritos de los vendedores
desembocan desde las ventanillas de los automóviles, mientras continúa el
tráfico desorganizado, ahí en la Avenida de Greiff con la destrozada calle
Bolívar, con ese tono mugriento y lánguido que cambia con el tráfico, y es que
hace varios años el abandono muerde el imponente y nostálgico Hotel Nutibara, pero
es que caemos en cuenta que ya el comercio de valía y otros intereses se han
marchado hacia el sur, hacia El Poblado; no soportaban el caos, el
hacinamiento, de esa tierra de nadie en que se convirtió Medellín.
Aquí en esta Plaza Botero, el
tiempo se exprime, se convierte en una miríada de temporalidades, donde
reaparecen las voces dejadas de lado, los pasos, las fachadas enterradas por
donde se cuelan las historias escritas y relegadas o ya a punto de diluirse,
borradas de ese palimpsesto perenne que es la ciudad, junto a los aromas olvidados
de esas siglas que la definieron como una ética y concepto de ciudad que ya no
regresará, así como esa concepción de ciudad que se ha perdido en los cajones
de los especialistas, arquitectos y doctores de la Alpujarra.
Ya, aquí sentado en una de
las bancas de la Plazuela de las esculturas, se ofrecen y miran los fotógrafos
ambulantes que aprovechan para imprimir sus placas con el fondo de alguna
escultura de Botero a las que los visitantes tocan sus partes íntimas: es
posible observar al guerrero desnudo con su pito brillante y de otro color por
las manos que lo han tocado así, como la mujer desnuda cuya alcancía, al decir
de Jaime, también ha cambiado de color por las manos curiosas. Depravación por las estatuas. Mudas esculturas
en bronce y otra vez inexpresivas, ante calles abandonadas que la circundan,
Juan del Corral, Carabobo, Cundinamarca. Sí, aquí en esta plazuela creada hace
poco para darle gusto a Botero que impuso con su soberbia un nombre al museo,
aún existen los rezagos de esa fauna citadina que poco a poco se apodera de los
espacios y le da su sabor, ante la solita presencia de dos agentes de la
policía, que sirven de adorno, nunca referencia de autoridad, para un
espacio, imposible de cuidar, horda que se diseminó desde su espacio original,
Guayaquil, y se tomó por asalto la Veracruz, los lados del Raudal y en su versión
más tenebrosa la calle Cundinamarca, y aún sigue apoderándose de los parques y
calles.
Plaza Botero, zona impuesta,
por un capricho y por puro capricho dejada de lado unos años después. En este desfile humano siguen más
vendedores de jugo, más fotógrafos ambulantes, más chicas de pantaloncitos calientes,
sugestivas y manoseadas por el destino, chateando o cuadrando una cita con un
anónimo comprador de ilusiones y sexo. Podría decir una suerte de oasis, sin nudos,
ni significaciones laberínticas y cercada por calles desahuciadas y fachadas desamparadas.
En su interior transeúntes sin destino, sentados mientras la niebla vuelve al
paisaje, lluvia ocasional, y luego se abre el cielo aún más gris y algunos rayos
de sol traen el ansiado verano; en la amplia plazoleta se esparce el olor de la
ciudad donde conviven los personajes que se apropian de ella, el arcaico hombre
de color con su Biblia y con sus amenazas apocalípticas que nadie escucha.
Espacio nuevo que a pesar de los años no ha sido colonizado por
los poetas que nunca lo mencionan, talvez debido a la fractura que ha causado en
sus años de creación. Eso sí han sido mantenidos a raya los vendedores de
cigarrillos, chicles y confites, con sus chazas visibles, pero nunca a los jíbaros
que van de esquina en esquina pavoneándose y que todo mundo conoce menos los
encargados de vigilar. En las esquinas y bajo los árboles cerca a los
sardineles, nada menos que la oferta de los cuerpos esbeltos aún en su primera etapa
de la putería de las chicas núbiles, y de las veteranas, y alrededor el muro de
ladrillos del edificio Gutenberg.
Y por las cercanías de este
espacio, las voces citadinas, las estridencias de los vendedores de frutas, los
sonidos ahogados de otros vendedores que utilizan, ya el colmo, equipos de
sonido para vender aguacates. Personajes superpuestos que trazan sus mapas ocasionales
que se difuminan con la noche cuando la plazoleta queda como territorio de
nadie al igual que ocurre con otros espacios abiertos de la ciudad. Así, otras rutas
trazadas, rutas olvidadas porque la ciudad siempre abre sus fauces a
experiencias diferentes. Aquí todo en su interior contenido por ese muro de
sonido que previene el tráfico trágico como si fuera un lejano muro de sonido a
veces asimilado por Phil Spector. Y más allá las paredes de ladrillo que han sido
lamidas por tantas manos, por tantas miradas, ahora cariadas por las lluvias de
septiembre. ¿Y las grietas? Sí las grietas con los abandonos que se perciben en
las afueras del Museo de Antioquia, ese edificio emblemático. Esta es la
fractura de la ciudad, del Centro. Y no es para menos ante la pérdida del aura
como centro industrial solo quedaron improvisaciones y especulaciones para entregarle
Medellín al turismo que la ha convertido en un detritus, ya que los visitantes van
a un lugar y después de exprimirlo, y dejar su dinero nunca vuelven, así los políticos
y funcionarios, irrelevantes en su mayoría, van al Centro con guardaespaldas a verificar
algún proyecto anodino y no vuelven nunca porque es muy peligroso. Solo quedan
los funcionarios de espacio público que son incapaces de controlar el maremágnum
humano que ha sobresaturado el Centro.
Lenguaje alegórico del comercio
que define el uso de los espacios con sus veletas de precios. Escapamos de las
vallas publicitarias, las fachadas de las tiendas, la interminable intimidación
en línea. Recordamos cómo ya no nos conectamos con el reino de lo sublime, de lo
celestial, ya que suenan canciones de Vicente Fernández en DVDs piratas que integran
aperturas a una magia inquietante, articulan difusos momentos, elevan la ciudad
recuperándola por lo bajo, bajo los signos del hacinamiento y la especulación.
En medio de las bancas pasan
comerciantes de sombreros, pasan los turistas de edad mayor buscando chicas
jóvenes y baratas, y entre las diversas esculturas de Botero, en pleno parque
se mantienen los nuevos tótems arrogantes, los jibaros y los alcohólicos en sus
diversas edades, los niños chupadores de sacol, los vendedores de especias que
son los mismos jíbaros, así como las putillas hermosa, las de más experiencia, así
como las jóvenes que buscan su Sugar Daddy, esta es la irrupción de la ciudad
que titila en su diverso cromatismo. En estos lugares que alguna vez fueron sagrados,
los tótems y su presencia se convierten nada menos que en las columnas de la ciudad.
Dice, Pablo Aristizábal: Ayer
estuve guiando un tour de los que realizo por el Centro y tuve que pedir
disculpas a los turistas al final por haberlos llevado a la Plaza Botero.
Ya la Veracruz había sido
tomada por asalto por el Cartel de los Chulos que lleva sus prostíbulos, sus
salones para la droga, sus jíbaros trashumantes en las esquinas con su
desequilibrio de caramelos y alucinógenos. Ellos se han tomado la plaza con los
yonquis paisas de nuevo cuño, sucios y esquizofrénicos. El guía turístico expresa
que una señora extranjera le pidió agua porque se maluquió, y pidió que nos fuéramos.
No quiso tomar nada. El guía añade: He
sido guía en inglés y francés de nuestro patrimonio por diez años. Nunca me
había dado pena llevar los visitantes al Centro. El sábado tengo otro
recorrido, pero ya no volveré a llevarlos por allí. Ya que la empresa Flores El
Trigal a quien le trabajo en tours, guiando a sus clientes, me prohibió volver
al Centro.
Ahora, en 2022, en medio de
una decadencia, de una futilidad, de un desgano, de esa mediocridad de un
alcalde insignificante, de una inútil gerente del Centro, y así tras de ellos
se diluyen proyectos y mentiras con el sueño de un Centro recobrado colapsado
con su hacinamiento, sus basuras, sus olores a orines y esa terquedad de la
desidia como un recordatorio de lo que hemos abandonado a su suerte, a
Medellín. No hay planes para recuperarlo. El Centro se ha dejado al desgaire
como si fuera un bazar, donde el comercio de toda calaña enseña su músculo
depravado como expendedores de droga y sexo, marañas de emprendedores. Solo
culebreros, que salen a conseguir, como sea, unas monedas, con el deseo de
triunfar, de sobrevivir ya que aguardan para dar el zarpazo, y así, ávidos de
unas monedas esperan para abrirse paso con sus ganancias a través de las
grietas de este capitalismo salvaje, agresivo, clasista. Así el Centro, la
ciudad inicial, ya perdido para la historia y solo visto y redefinido como un
soto lleno de curiosidad, atestado de vitrinas en “su parte histórica” y de
rebuscadores por las aceras y calles. Y allá en la Alpujarra, una
administración pobre en argumentos, resguardada en el concepto de democracia
que los eligió para seguir en su “espectacularidad” de ideas, en su mediocridad
garantizada, en su desazón, y eso sí ahítos de sobreaguar sin dimensionar el
coste de abandonar esa ciudad que no les sirve sino para sus sillones públicos
y sus salivazos. Así Medellín.
A pesar de las preseas
obtenidas, dizque mejor destino turístico, mención que delinea la quiebra del
carácter pionero de esa ciudad, ahora en caída a las catacumbas de la
indigencia, con la desolación asfixiante de esas vidas de los llamados
desechables que se han apoderado de ella, y la hacen suya, en sus rincones y
esquinas y calles. Lo cual evoca el descenso sin paliativos y la ruptura de
otras personas que ya no quieren bajar al Centro por peligroso y sucio y
abandonado a pesar de las pasarelas y rellanos que ofrecen los destinos de los
guías turísticos, pero, como un río subterráneo, siempre fluye la mediocridad
excelsa de sus administradores, junto a lo anodino de un concejo municipal que
parece habitar otra ciudad. Síntesis de los pésimos administradores, díscolos e
irresponsables de la Alcaldía que nunca vienen por estos lados con sus
metamorfosis cuando ya están anclados en un sillón en la Alpujarra, donde es
necesario disponerles una alfombra roja por parte de sus áulicos.
Excelente análisis sobre la realidad que ha venido padeciendo la Bella Villa, la Tacita de plata, La de la Eterna Primavera, la Medellín querida, amada y odiada a la vez, por pasr a convertirse en una ciudad cuyo patrimonio arquitectónico se ha perdido y deteriorado por el espíritu mercantilista de la cultura del antioqueño, que le gusta más el dinero que cualquier otra cosa, menos la cultura, el "paisa" que llaman... Cómo anhelo el Medellin de hace 40 años, con menos progreso y desarrollo vial pero más vivible y acogedor, más fraterno, más paisa, eato es, más familiar... Que Medellín vuelva a ser la ciudad fraternal y acogedora que fue es lo que esperamos, difícil pero no imposible...
ResponderEliminarCon un lenguaje duro, certero, has pintado lo que el centro de la ciudad es ahora, un marco de lo sórdido, como para ambientar lo más lastimoso de la decadencia paisa; esa "antioqueñidad" y sus emblemas vueltos trizas.
ResponderEliminarMetrallin.Alcantarilla llena de cocuyos.
ResponderEliminarExcelente crónica, Victor
ResponderEliminarMuchas gracias don Víctor por compartir el excelente envío sobre uno de nuestros lugares para exhibir ante los Turistas y el Pueblo Antioqueño , aunque con sus excentricidades bien contadas .
ResponderEliminarAbrazos y te deseo todo lo mejor.
Víctor José:
ResponderEliminarMuchas gracias por su artículo sobre el Centro de Medellín, la Plaza Botero y sus alrededores.
Aunque soy del Medellín antiguo, y nacido y criado en Prado, pero con más de 50 años en Bogotá, y muy pocas visitas a mi ciudad, y cuando lo hago, son recorridos rápidos y generalmente acompañado, y casi siempre voy al Palacio de la Cultura, por mis actividades, visitando la Biblioteca Departamental.
Me encantó su artículo y al leerlo cae una en cuenta de ese caos, e incluso de los peligros que es hacer un recorrido por esas calles, antiguamente llenas de personojes y caballeros distinguidos, como don Bernardo Ospina (el papá del famoso Mono Procesión), don Jesús Mora, los Bedout, de la Librería Bedout, Los Navarro, con sus almacenes de electrodomésticos.
Y por Bolívar de los edificios, como el edificio Posada, donde tenían sus oficinas los abogados.
Bueno me agradó mucho su artículo.
Saludes