Testimonio de lectura
DE TÁLAMOS Y PARAPETOS TRAS UNA AMANTE
A propósito del libro La amante de Jairo Osorio
JUAN MARES
Siempre hay libros de experiencias provocadoras y llenas de una lozanía
narrativa que brindan el placer de lo gozado en otros, y recordado como
evocaciones de una mina de recuerdos. Ya se ha dicho, la buena literatura es la
que te conmueve en espasmos convulsivos como aquello de que “la belleza será
convulsiva o no será”, según André Breton, al finalizar Nadja.
Belleza y verdad son el diamante que hace brillar la inmortalidad de una
experiencia amorosa. Eso hace Jairo Osorio en esa bella novela: La amante.
Ni el Ananga Ranga de los hindúes, ni el arte amatoria de Ovidio, ni el
famoso Kama-Sutra; ni los pedidos de Freya, a Áine, a Hathor, a Innana, a Rati,
a Xochiquetzal, sus diosas milenarias, milagros imposibles para sostener los
avatares de la vida de un amante ante lo que predestina el tiempo en sus giros
secuenciales. Esa exploración de las diosas que se prodigan en complacencias
para apaciguar los días de las memorias azules en la tibieza de las noches. Esa
es la memoria de La amante de Jairo Osorio sin consignas de pecado, solo
amor y entrega con sacrificio. Quedar a la vera luego de ser amado.
Alguien decía que “en el amor no se pierde, se invierte capital de vida”,
es decir, poseer, ser poseído y dejar ir sin los misterios del alma y sin las
afugias de la carne. Gozar del cuerpo como beber agua del bello manantial de la
vida.
El manejo del erotismo no es un invento de reciente catadura, viene desde
el principio de los tiempos. La triple función del sexo: procrear como un
instinto de la pervivencia humana; evacuar lo que la sangre purifica, y las
proteínas y minerales sobrantes, lo que el cuerpo no necesita; y lo que da el
follaje de los árboles, sombra para el sosiego, relax y satisfacción de una
continua comunión con el universo. Y para ello, la metáfora: “Ella igual
estimulaba su ostra viéndome venir, derramarme sobre la palma de su mano”. O
esta otra perla: “Sus roces eran suficientes para izar la vela más haragana”, y
ficciona con una comparación histórica: “Con su tacto emulaba a Cleopatra”. Y
esta no era ninguna guardiana de castidades. Era el alboroto de la sed del
cuerpo como una necesidad existencial.
Eso sí, hay algo más como un hilo conductor de otras repercusiones en la
conciencia del autor que narra en primera persona; es el contar continuo, obra
tras obra, como buscando sin buscar todo eso que va encontrando, solo que se va
desprendiendo en el narrar: una saga familiar.
Ya se aguaita en Familia (2015, 2° ed.), la aparición de la amante y
las historias de familia en el curso del camino narrativo. Esta gesta parece
apenas que comienza, luego de venir soltando pequeñas dosis de una historia
antioqueña, llena de curiosidades íntimas, sin eufemismos. Es el mundo que poco
se descuera como una tradición semioculta. Ello ocurre porque los eufemismos y
las metáforas han sido útiles, para encubrir o dorar la píldora, como dirían
otros.
Es la virtud de los espejos que no tienen mientes. Se genera el discurso
que narra la vivencia y el desarrollo de la creatividad íntima que potencia la
fuerza hercúlea, algo suprema y épica: “A los ojos de ella, y a los ojos del
desvelado custodio de la portería, mi hazaña pareció uno de los doce trabajos
de Heracles. Una biga rolliza de cuatro metros de altura y diez pulgadas de
grosor, arrancada del empedrado y tirada por los aires con la sola fuerza del
espanto de aquel jayán de veinticinco años, ebrio del éxtasis de la tarde y del
licor barato de su talega. El gesto de valentía anonadó al cuidador. Permaneció
aturdido con mi salida violenta. ‘Salúdeme a los patrones’, alcancé a gritarle,
feliz por mi hombrada, al pasar por entre los leños violados del latifundio”.
Es el producto de salvar el honor de la dama de los alivios silvestres. ¿Quién
no se dobla en esfuerzos para cubrir la decencia de las intimidades
clandestinas? Es decir, como decían nuestras abuelas, ya no cuidar
el fundamento, sino resguardar las fallas del fundamento.
En sus vacíos, se llenaba de dudas con ese celo enyerbado por las
fragancias de la caracola de colores nacarados. Presentía el olvido de las
viejas pasiones jugadas en la complacencia clandestina de las llamaradas
juveniles, con la manzana madura y urgida de ser comida antes que el tiempo le
cambie los colores y la angustia existencial amaine.
Cuando se acerca el desapego de los encoñamientos nace el deseo de que,
aquello de los desapegos por tantas causas, de que todo eso presentido, no sea
verdad. Se espera con la paciencia del pescador de curricán, que, al pez de
paso, le de hambre y se engarce en el anzuelo. Y elucubra: “… yegua suelta y
cebada llega sola al pesebre”. Es el eterno juego de las metáforas que se
arrancan de los viejos caminos de arriería, de los umbrosos cafetales, de
arrulladores aserríos.
En la novela se mueven otros hilos que unen, tras el placer del sexo, ese
otro de compartir disfrutes por el arte, la sensualidad de las formas y el goce
de la literatura como todo un componente exótico en apariencia. Ello conjuga
los deleites intelectuales del cerebro y el sistema glandular recargado en las
gónadas. Resulta que, esa amante, era una lectora de “La mitología griega y
romana, la historia del arte clásico, Michel de Montaigne, Henry Miller,
Lawrence Durrell…”
La novela tiene mucho más para sacar punta al lápiz. Sin embargo, siguiendo
esta línea de sentido, le llega como consuelo, ante lo inevitable en el
descalabro, ya no del deseo, sino del encoñamiento amoroso, Clea, amante de Doctor Strange, y toma sus palabras de la
creatividad humana para dar sosiego a sus frustraciones: “Con una mujer sólo se
pueden hacer tres cosas: amarla, sufrir o hacer literatura”. Y eso es lo que
hace en este homenaje póstumo a la tusa dariogomezca, Literatura.
Apartadó, 18 de agosto de 2022
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