Marta Quiñonez |
Alikanusha de Martha Quiñonez
Víctor Bustamante
Cada lector debería relacionar su poesía, la de ella, sí la de Marta Quiñonez, con su experiencia, esa experiencia, a veces amarga, a veces punzante como ella misma lo afirma, nunca con un deslizamiento hacia el estallido verbal o incluso a la simulación como catarsis, para poder escribir de una manera urgente, y así escindirse como una escapatoria, como un atajo que conduce a un camino lejos de su lucidez y escarnio. No, y ese no lo afirmo de una manera rotunda, Marta en su poesía es ella misma en sus circunstancias, en el mérito de crear esa voz que habla, nunca desde la lejanía sino en su obstinación, precisamente en esos encuentros cuando ella se define no en la lectura agreste con los demás sino cuando presentimos que aún está más cerca, y así, nunca ella puede evitar ese dolor del cual conjetura, sino que, aún más, no al negarlo, se afirma en su presencia rotunda. De ahí que esa presencia es plausible ya que en su trasiego podemos relacionarla en lo esencial que le corresponde ya que, en sí, en su fuero personal, ha ido construyendo en cada libro su propia visión de la existencia, y no solo eso, reafirmándose en su carácter y en la dimensión de su obra. Por esa razón, al leerla, al hundirnos en sus palabras, que es su escritura misma, su expresión más allá de su misma experiencia, nos esclarece con cada poema lo que es ser poeta en estos tiempos de baja poesía y muchas relaciones públicas, de muchas redes sociales y mucha palabrería falsa, en esa falsedad que se adquiere como un fatal recurso extra poético que se reacomoda en lo que nunca se podrá decir.
En Alikanusha de Marta
Quiñonez (Ateneo, 2022), su autora, relata en cincuenta poemas, eso sí no son sus
sombras a la manera de Jung sino su certeza, su ajuste de cuentas con su propio
pasado y su propio presente. Es más, creo que, a este libro, que es un
comienzo, o sea, una suerte de testamento de su agudeza verbal, le irá agregando
más textos a medida que prospera su existencia, o sea, se convertirá en un
libro abierto con un punto final a la deriva, donde notaremos no solo su
crecimiento y expiación, sino sus desasosiegos y las disquisiciones que llegan
cada año, con la sorpresa de su intuición. Así escoge y recoge, y mejor, siega esos
instantes que elige para ser impresos en su palabra. No sé por qué razón pienso
en Las espigadoras de MiIlet, a lo
mejor, puede ser porque ellas recogen las mejores espigas del verano.
En este sentido cada uno de estos poemas son su mejor cosecha, excepto
en Retroacción, que se constituye en
el destino de símbolos y signos que vendrá con sus páginas aún inescrutables: “un
alfabeto infinito / es la escalera por donde sube nuestro ánimo / hacia la
ventura de la soledad / vestigio mayor impreso en la piel”. Ha escrito, ventura
de la soledad, y esa soledad la veremos reaparecer de diferentes maneras a lo
largo de sus poemas, “Estoy sola en el parque / no tengo miedo / siento una
fuerza/ empujando mi pequeña espalda”. “Las desolaciones de la infancia /
comienzan a tener cuerpo dentro de mi cuerpo”. “Con mis palabras /
voy al campo y declamo poemas”. “Dios / bríndame tan solo / la compañía de las
palabras/ y no me abandones / en este valle fértil / de la soledad” “Soy la
descendencia de su soledad”.
A estos paisajes interiores, espaciados y únicos, que constituyen un
conjunto entrelazado se le suma el tema de la infancia donde trata de responder
a ciertas dudas, a ciertas inquietudes y preguntas sobre ella misma. Es decir, es
significativo el tema de la dificultad de hablar, del inconveniente que surge a
medida que se sumerge en su destino y es entonces cuando aparecen esas instancias
llenas de su quietud, esa quietud lejana que ella prefiere buscarla, reflexionarla,
auscultarla en ese impedimento de poder recoger lo destacable, pero lo
destacable es su meritoria necesidad de reafirmase en su expresión.
Su infancia se ha visto infectada y afectada por
no pocos sufrimientos, gracias al carácter impasible, lejano y arrogante de su
madre. De ahí que, al tratar de recordar esos detalles, han sido precisos más
de cuarenta y nueve años de experiencia para saber que nunca le perdonará a Bertha
ese carácter y le reclama: “Madre porque me has abandonado”. Margarita Duras
decía desde otra óptica: “Hasta el final, la madre seguirá siendo la más loca,
la más imprevisible de las personas que uno encuentra en toda una vida”, y, a
más de eso le agrego: el ser que más daño puede hacer en la vida. Y es que
detrás de ella, detrás de ese carácter fuerte e indivisible subyace el afecto
como dadora y portadora de seguridad. La madre reaparece con frecuencia y se
convierte en el tema que más trata de definir desde su continua pregunta:
“lloverá porque soy una niña triste / lloverá porque soy huérfana y tengo
madre”. “La casa parece un poco gigante / madre llora / y la más pequeña llora “.
” Un temblor en mi cuerpo lo anuncia /
madre vendrá a castigarme / me odia”. “Madre está enojada /
hay algo en mí que la enfurece”. “He abandonado la idea de madre / para siempre / algo en mí se duele”. “El rostro de la
madre / se dibuja en las estrellas /ella es eterna / es canto y es silbido de
serpiente / piedra contra la que choca mi cuerpo / y es aventado lejos”. “Canto
/ exorcizo las penas de mi madre / y a mi pena / la hago poema”. “Estoy serena
madre / soy bienaventurada / los sabios de tiempos remotos / hablan del dolor y
de la alegría / sabían del aislamiento entre la multitud”. Así a medida que nos
adentramos en el libro hay aproximaciones a ella, pero siempre regresa ese
reclamo como una impronta ineludible.
En su devenir hay tantas palabras infranqueables,
pero es en apariencia, lo afirmo porque
en ella se reiteran, pero son más que palabras, son decisiones de mantener a
flote esas impresiones que la arredran, dolor, tristeza, madre, que no se
convierten en discurso ni que agota su decir, ya que Marta no escribe contra sí
misma, cómo una extensión puramente verbal, sino que hace sitio de inmediato a algo
que habla y modela su rastro y erige su rostro tan efímero con el paso de los
años. De ahí que cada poema ha moldeado su carácter, cada poema es una posta de
llegada, pero al mismo tiempo de reflexión y también de fuga. De ahí que cada
uno de esos años se convierta en esa acción ineludible que ha ido formando su carácter
que da paso a ver ese rostro surcado por su devenir en ese tortuoso y largo
camino de ese trasiego ineluctable para definirse desde su evidencia que la
espera cada año cuando decida escribir esa suerte de testamento de su
experiencia, de esa summa de lejanías,
de emociones que solo ella imprime, a lo mejor, como catarsis o como un acto
vindicativo en todas sus acepciones.
Por esa razón sus escenarios de infancia, de juventud, de madurez dan la apariencia de
un espacio que se vacía con estos desalojos tan propios de quien escribe para
poderlos olvidar de una manera total con una acción que no será nada más que crear
ese otro vacío al manifestarlo. Sí, nada más sorprendente que sus paisajes tan caros:
la lluvia que huele a tormenta sobre el tejado, una granizada en medio del
tórrido sol, un río cristalino, desde la reja observa el interior de la casa
ajena, la casa blanca donde todo está quieto, la luz que se cuela por la
ventana, y, sobre todo, la mujer que se mira a sí misma, ya sea en los
cuadernos cuadriculados y escolares, y ahora en la etapa de la madurez reflexiona
sobre sus logros. Donde existen sitios, lugares reducidos, ceñidos y de ningún
modo excepcionales sino continuos y comunes dentro de esa cotidianidad que con
los años se vuelven representaciones de continentes perdidos. Así en su
inmensidad, pero en esta extraordinaria visión que otorgan las palabras, ya que
estas se someten y dan idea de lo que podría ser su profundidad y la relación
con sus paisajes perdidos que huyen cada año.
De tal manera algo
perdurable se ha abierto, y por ese pasadizo obtenemos esos instantes, esos
años, que, para siempre, en la inmovilidad de la escritura, otorgan sus silencios
nunca espectrales sino matizados de lo que nos dice, con esos decires
diferentes llenos de la premura y de su existencia. Es como si al leer cada uno
de sus años se revelarán sus paisajes cerca al vacío, con el recaudo de sus lejanías,
con esas distancias, pero que cada vez más, cada año más, se vuelven eternos a
medida que huyen y se deslíen con el tiempo y que al escribirlos se vuelven de
alguna forma visibles, y así da lugar al compromiso personal de acercarnos a
ella misma para alejarse de ese vacío que otorga la soledad que tantas veces
menciona, así como de lo taciturno de esos lugares y de esas edades que ha
habitado y, sobre todo, que reclama y produce un oasis en medio de la sacudida
y de sus pesadillas. Así nos dice. “Y las desolaciones de la infancia / comienzan a tener cuerpo dentro de mi cuerpo / se
hacen ojeras sombreadas sobre mi piel negra / algo me anuncia que beberé / la
tristeza destilada de este mundo”. De ahí que su escritura sea honesta, sin los
vestigios de malabares desudados, donde el equivalente esencial del silencio y
quizá de la invocación a la muerte, se visibilizan, y aun así no escapa a toda interpretación,
ya que al pasar por su cuerpo esa misma soledad, la muerte, la huida, la relación
con su madre, la indiferencia, el cumpleaños con su pesada losa, a veces se
reconcilian y se conjugan con sus destellos. Así, mediante su escritura, intenta
relegar esos instantes, pero, por el contrario, lo que ha quedado en esa
superficie de la memoria, en sus aristas que hieren, son esas ausencias siempre
indelebles, siempre de paso, siempre reapareciendo, y que la escritura nunca
anula, sino que las hace reverberar cada que abrimos este libro y seguimos las
líneas de sus poemas.
La
poeta, en este caso ella, al interpretar su realidad no la escamotea o se queda
en el lugar común de lo erótico como su realidad, no, ella se desplaza
vindicativa para retrotraer sus paisajes que son sus estremecimientos que no deja
escapar en su escritura. A ella le basta una palabra, un gesto, la desolada
infancia con su hilera de hermanos. A ella le ha bastado esa desazón para que
su escritura se ilumine en esa lejanía de paisajes perdidos allá en su pueblo,
Apartadó, pero ella se resiste a dejarlos que huyan, prefiere tenerlos presentes,
y de ahí su escritura que, a veces, parece ser su ajuste de cuentas. De ahí que
sea una escritora apresada en su singularidad, precisamente allí donde parece
no reivindicar ninguna lástima, comprensión, exigencia hacia el ser femenino
sino que lo encara, va de frente a reclamar, así sea a través de esas lejanías,
pero ella necesita expresarlo, como una suerte de catarsis ante la presencia
ominosa de ese ser, de esas personas y, sobre todo, de una persona, que desperdició
esas instancias, y no se dio cuenta de esa poesía que nos sorprendería con esa
caja de caudales que fue su hija.
Ella,
Marta, es la dueña de sus secretos, que
los expresa, no en claves sino en la diferencia que la caracteriza a través de
sus propias palabras, en la certeza de que al escribirlas no aboliría los
desechos, los retazos de su infancia que perduran, sino que sabe que hacen parte
de ella misma, que la han formado, que han trazado ese rostro que cada año se descarga
de un gesto, de una línea que la hacen definirse en su desazón a la cual responde
con dureza sin ser atrabiliaria. De ahí que sus poemas sean impetuosos o tenues, precisamente como síntesis
de su presencia, una presencia de la cual no es ineludible dejar de lado,
dejarla de leer, dejarla de pensar en su entramado de silencios y de desavenencias,
pero, sobre todo, de esos fulgores que en determinados momentos se encienden con
sus palabras.
De
ahí que lo que hay de diferente en ella, en su poesía, es su originalidad que
nos quema en sus enunciados y en sus incendios, No es cuestión de ser diferente
per se. Ella es testigo, la clave para entenderla en su cercanía, cuando la
encontramos por las calles de Medellín o en algún café y de inmediato uno sabe
que, en su originalidad, y en su escisión, en su risa que estalla o en sus
palabras Marta es ella misma. De ahí lo meritorio de sus poemas, su transparencia.
Se
trata de mucho más, de revelar, en la medida de lo posible, su identidad, a
partir de una alteridad posible al reivindicar sus diferentes rostros; esos que
cada año cambian a partir de saber que el espejo miente, y no puede inferir las
circunstancias por las cuales ella ha decidido escribir un poema en cada uno de sus cumpleaños. Labor desoladora por lo que empaña al hacerlo, ya que hay algo, una
persona, una experiencia que surca el rostro para lo llamado las edades de cada
uno. De ahí que Alikanusha sea ella misma en varias regiones junto a la inseguridad,
a la maleabilidad e infamia de su infancia, al dolor y la miseria del alejamiento,
pero también a la mujer ya en la ciudad que ha logrado un sueño, por supuesto debido
a su tozudez, a su talento. Es decir, su obra se ajusta con diversas aristas y con
una razón precisa, la indudable extrañeza. La cual obliga a que ella haga
visible, no la factura para producir
lo que podríamos decir una obra personalmente correcta, donde no sé qué o
quién, o nadie y menos se esconde y trama otras alternativas, ya que de una vez
se le infiere en sus nauseas, en sus paisajes, en los desalojos, pero también debido
a su escritura que avanza, que otras veces se repliega no por cobardía, sino para
estallar de nuevo y darnos esa luz que encandila, que nos enceguece momentáneamente
antes de seguir leyendo sus poemas. Cada uno de ellos irá surgiendo como una
revelación. De ahí que cada uno de sus libros siempre exprese la movilidad cuando
hay que sacar a luz al final del túnel lo que ha guardado durante tanto
tiempo.
Pero
precisamente es esa incandescencia la que esclarece, lejos del territorio
sagrado de las sombras esos secretos que excretan ese veneno de lo callado, de
lo que el silencio obliga a guardar con un trauma, con una pena, pero que luego
emerge con su transparencia para extraer sus poemas en medio de lo sombrío cuando
menos lo habíamos pensado. Eso sí teñida como una sigla escarlata en su pecho,
como la hija negada que pasa a través de la piel de cada uno de sus poemas. “Y fui aquí la no esperada”. “La nacida no
deseada / tendrá que recordarlo siempre”.
No,
la poeta no es nostálgica, a pesar de las carencias notables en ese pasado, y
que deriva en su propia experiencia, eso sí, inmersa en su originalidad que, al
afirmarse completamente, promete aseveraciones y ausencias, territorios y negligencias,
pero también en la poesía que ella destila y la reafirma. De ahí que este puñado de
poemas, que es un legado estricto y desatado que ella guarda en algún lugar
secreto de su memoria, se convierte en el presente que ella muestra, desde lo
oscuro de un ser que necesita destrozar sus tempestades, hasta la lucidez ya
conquistada de su escritura.
Marta
poetiza lo que habita en lo cotidiano, pero que no se ve, ausculta en los
rincones más oscuros de su memoria para decirnos que fue apresada en el estío
de sus miedos, y cómo padecía de los azotes, de sus reclamos y de esa dejadez de
quien se empoza en los territorios sombríos y personales. Pero ella, en lo que escribe, lo
resalta a su manera, desde esas privaciones que la han enriquecido, y que la hacen
tan diferente, y que la han convertido en ella misma, junto a sus textos que la
habitan y la definen en su obra única en la que se concentra y que nos sorprende
Marta con Alikanusha ha asaltado
los infiernos de su poesía.
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