John Saldarriaga |
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Juana
la enterradora de John Saldarriaga
Víctor
Bustamante
Cabrera
Infante detestaba hablar de los cementerios por una razón primordial, le
creaban cierta dosis de desasosiego. En cambio, Thomas Bernhard se acercaba a
ellos para saber cómo la realidad y el destino del hombre se podrían definir
entre esas dos fechas fatales. Edgar Lee Master, además, a pesar de su díscolo
papel de abogado, escribió uno de los libros más personales y hermosos, Antología de Spoonn River, donde los
muertos en el cementerio, definidos en su nombre y huellas desde sus lápidas,
recuerdan como en su pueblo, las intrincadas relaciones personales, así como
los diversos amoríos, odios y desavenencias que allí experimentaron en vida son
a la vez afectuosas contradictorias. Thomas Lynch escribió El enterrador, donde los depositarios de un oficio de pompas
fúnebres revelan el trasegar de este oficio a veces oscuro. También en la música popular, en un caso más
concreto, ha generado un bambuco, El
enterrador, con letra del español, Francisco Garas, que pervive en las
fiestas populares como un eco de pesar, subterfugio para el licor. También la
salsa ha presentado, una canción, Las
tumbas, de Ismael Rivera que es una
loa contradictoria al amor hacia las personas cercanas y a la muerte que
arrebata. Pero dejamos esas menciones, de todas maneras, lo hago para observar
el diálogo de esta novela con sus antecesores.
Respecto
al tema de la muerte y, a ese lugar específico, el cementerio, la historia y
las historias que transcurren allí, casi siempre son anónimas o públicas según
los homenajes y las visitas de sus deudos, y por qué no decirlo, representan el
papel de lo sagrado, como el último sentir que sobrevive a un rápido cambio en
la apreciación y las costumbres, así como la historia que pervive respecto a
ese sitio de peregrinación constante donde habitan los despojos de las personas cercanas.
Recuerdo y memoria, como un pesar e ilusoria ausencia, que le da un sentido
precisamente en esa lejanía última y definitiva a esas presencias de ellos, los
muertos amados, que se idealizan y se veneran, pero también afianza una
experiencia que subyace más allá de lo perecedero a través de la significación
de la fragilidad y duración de la vida
que es algo que, a veces, omitimos y que se cristaliza en esa palabra marcada
de tinte religioso, la eternidad, para
adquirir ese sentido de constancia en el tiempo.
Todo lo anterior para ubicar una novela de
John Saldarriaga, Juana la enterradora, (UNAULA, 2022). Aquí la
historia, las historias, poseen un lugar fijado, el cementerio de Envigado,
lugar con un nombre que es digno de un oxímoron, La Resurrección. Allí hay dos
personajes muy determinados a través de los cuales trascurre el peso de la
novela, Víctor Molina, el sepulturero, contumaz y dipsómano, terco y querible,
y eso sí, alguien que le dedica el mayor tiempo y afecto para enterrar a los
muertos, en un acto de lealtad, de tanto sentimiento y cordura, que termina por
darle a ese personaje, siempre mirado de soslayo en la narrativa colombiana,
como alguien que merece ser tenido en cuenta y valorarlo. De ahí que John
Saldarriaga lo recobra en toda su presencia y dimensión personal no como un
simple individuo que posee una tarea simple de ser el enterrador, sino que
posee una vida que cifra y gravita alrededor de la hospitalidad con los
muertos, ese otro límite. Esta labor es alterna para un personaje que está
perfectamente al lado de los curas que ofician los ritos fúnebres y la
despedida, pero es el sepulturero a quien le toca realizar lo que podríamos
decir la parte sucia, de enterrarlos y a los años exhumarlos, teniendo en
cuenta la actividad inabarcable de los familiares y deudos que no se conforman
con una despedida sino con hacerlos perpetuar en el tiempo a través de los
diversos oficios de difuntos.
En
el cementerio transcurre a las sombras otras circunstancias, otras caminadas,
otras despedidas, y así, Víctor Molina, ese gran personaje construido en esta
historia, se queda con su presencia, con sus llaves cada que cierra el
cementerio y deja como si también fuera el sabor de ser un carcelero, una
suerte de Caronte con sus muertos, a merced del tiempo y de los necrofílicos
que buscan su entraña, pero que él no lo permite como el caso de la chica,
Simona, ya enterrada, luego exhumada y en un acto de depravación y
circunstancia, amor constante más allá de la muerte, sea violada por aquel
energúmeno que se llama Javier Solís, un homónimo del cantante de voz
esplendorosa, el bolerista de postín. Pero a pesar del celo de Víctor, para
mantener cuidado el cementerio, es posible que El Club de los Suicidas de
Envigado conciban su orgia siempre perpetua y salten los muros encalados para
someterse al escrutinio de los dados y beber ese brebaje de color pardo para
morir, un coctel que se sospecha que es tan amargo como el Bitrex, líquido
definitivo, letal y tierno. Además, en la novela se responde, en un acto de
contrición, a esa pregunta que nunca había tenido respuesta, el robo de la
cabeza de Fernando González y su destino ejemplar de escritor solitario y
recabado por la alta perspicacia de las paredes de la lírica, del pensamiento
de la oficialidad, política y religiosa, que le hicieron la vida imposible.
Pero
al lado de su padre, discurre la vida de Juana Molina, con sus Diarios donde escribe y consulta su
experiencia vital, pero sobre todo conocemos esa vida poderosa, trascendente,
llena de amor no solo a su padre, sino a su oficio de tinieblas, mujer que
llega a ser tan encantadora como don Víctor, pero su hija, Juana, que quiso ser
monja, a lo mejor para estar en clausura, decide habitar también la labor de su
padre y se entrega a ella en su doble significación. Inicialmente se cree que
es una mujer que ha asesinado y enterrado a sus cinco maridos, pero no, ellos
han sido visitados en sus momentos por la muerte, y han muerto de muerte
natural, y si ella se ha casado tantas veces se convierte esta circunstancia en
un gesto magnifico de amor hacia esos hombres que la buscaron. Ninguno de ellos
sufrió un mal por parte de ella, sino que ella se erige en ese personaje
femenino que habita en su dignidad y conciencia, y, además en su honestidad de
dar todo de sí para mitigar el dolor de las personas que aún quedan en lo que
algunos llaman este Valle de lágrimas. Pero Juana va más allá de su papel de
hija común y corriente, su vida siempre estará ligada a Víctor Molina, y,
además, a ese lugar con nombre matizado de inmortalidad, esa cantina antes de
la llegada a la morada definitiva, La Última Lágrima, bar de las despedidas y
de los adioses donde los deudos deben apurar algunos tragos dobles para
abreviar la pesadumbre de la muerte. De tal manera, La Última Lágrima, es la
sala de estar, antes de existir las frías salas de velación, con la diferencia
que en La Última Lágrima se puede llorar y beber y vivir los recuerdos, y hasta
ser afectuosos con la despedida del muerto aún con el ataúd cerca. La Última
Lágrima es uno de los emprendimientos de una mujer valiosa, de carne y hueso,
Juana sabía cómo la vida que se vive a contrapelo y sin subterfugios, con
franqueza y esa bondad única en ella.
Este
libro nos inquieta, al narrar la vida de un cementerio con sus vicisitudes, eso
sí, sin loas ni lágrimas que vindiquen esa fuerza destructora que es la muerte
con su reconvenciones y sus remordimientos; por ese motivo está unido desde
otra óptica a ese sentir que es la magnificencia y celebración de la vida,
visible en los testigos que quedan y, sobre todo, en ese par de personas,
Víctor y su hija Juana, que traspiran y vuelven el concepto de lo eterno
plausible y presente, ya que en la rutina de su oficio lo viven sin tremendismo
y sin dolor sino con firmeza, ya que Saldarriaga recobra a través de las
vicisitudes y por medio de las vivencias y escarceos el pulso de su escritura
que mantiene y recrea, y expresa la causalidad del mundo a través de un hombre
y una mujer que ejercen su oficio como lo más natural, sin que habiten un mito
sino que vivan un oficio y que John Saldarriaga nos devela desde otra
perspectiva, la de la creación y firmeza de dos grandes personajes, no redondos
como dirían algunos espeluznantes comentadores de libros sino que son dos
personajes valiosos, maduros, de un carácter sin lástima, macerados por la
experiencia y en apariencia arrinconados por la existencia tan insustancial a
veces, pero que ellos viven de una manera total. Por esa razón no se cansa el
lector de celebrar en términos deslumbrantes este libro y aunque este libro
desde su escritura y de sus huellas, deje de mostrar el parque, los bares, las
ceibas o la fachada de la iglesia principal del municipio, llega a lo profundo
al denotar la existencia de los suburbios en sus remates últimos, y a La Resurrección
como puerto de llegada, en un acto de amor total hacia Envigado y hacia ese
oficio que subyace, nunca cantado sino recobrado por John, el del sepulturero.
De
una manera peculiar en, Juana la
enterradora, se representa y se criba desde todas las posibilidades una
serie de personas como los esposos de Juana, los miembros del Club de los
suicidas que, en Envigado, a lo mejor pertenecen a esas pequeñas cofradías de leyendas
citadinas, y antes de que se extravíen en la memoria, son recobradas desde la
incertidumbre de su relegamiento, para ser expresadas desde una óptica nunca
abordada. John Saldarriaga los concibe y fundamenta en su significación, que es aún
más fuerte debido al valor y a la multiplicidad de la vida que cada uno de
ellos destila sin protagonismo alguno, si no que estos personajes habitan lo
cotidiano donde nadie les presta atención. No es el mundo que han vivido y
padecido de alguna manera el que dará testimonio de su presencia: será el
escritor quien les da nombradía. De ahí que este libro sea una lección que
recupera, lejos de las narrativas locales, aquellas del testimonio de
aficionados, esta serie de personajes y circunstancias para que persistan en un
solo lugar, el cementerio, para que así, ellos se salven del olvido.
A
través de Víctor y Juana, su autor, advierte que en apariencia en este lugar el
paso de la vida está desterrado, y se redefine como un universo que ha sido
raptado y, aún más, apartado del casco municipal, con lo que se logra apartar la
muerte a los suburbios como una manera de negarla, y este lugar así, se torna en
un oasis de lo solitario, de lo fallido. Pero algo es cierto, la muerte pervive
allí, pero también es aún más cierto que allí la fiesta y la
celebración de la vida, prosigue aunada a los sentimientos y a las formalidades de ser a
través de las cuales vivimos y se redefine en el esclarecimiento de esas personas, ya personajes, de Envigado. Además, sucede que lo que durante un tiempo era un
sepulturero relegado, se convierte en Caronte, y en Juana, quien quiso ser una monja, que
retorna a otra exclusión, a partir de convertirse en enterradora. Así como los suicidas que llevan una vida de jolgorio, retornan de la mano de Calle, en una suerte de sacrificio existencialista ya que deben irse. Dice Pablo Calle: "¡Por los espíritus libres! A los que nadie espera en ningún lugar". Lo que era una persona de vida plena y contradictoria se vuelve aquí nadie en la nada, un nombre inscrito en una lápida, solo una imagen, acaso una fotografía, un rostro que el tiempo desdora, y así, esa persona se desvanece, incluso, ante sus
deudos, cuando no regresan, cuando su presencia se disipa.
Pero
lo que no se desvanece ni se disipa es esta novela, Juana la enterradora, que con cada lectura nos estremece y en la
cual sucumbimos, porque estos personajes sacuden por la risa que nos dan en sus
contradicciones, en esa efervescencia de cada día con sus actos y justezas, con
sus traiciones y bonazas ocasionales, mientras la muerte se pasea por las
calles y réquiems, por los osarios y al aire de cada día. Y, desde La Última
Lágrima, este lugar, el cementerio, La Resurrección de Envigado, se establece
como una presencia que ya por fin ha sido narrada. Y donde la inmortalidad ha sido redefinida por John Saldarriaga al contar esas historias que se desprenden en su escritura.
John, Angie y Víctor |
Una bella descripción sobre una primordial novela. A Saldarriaga lo conocí cuando trabajaba la pagina cultural del Colombiano (no sé si todavía continua allí) y buena sorpresa poder leerlo primero por medio del testimonio de lectura de Victor. Me aventuraré a leerlo puesto que esta "entrada" da pie para ello. Leyendo la introducción, no sé porque se me pasó por la mente los viajes por Comala de Juan Rulfo.
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