JAIME
JARAMILLO ESCOBAR
X-504
O El
grito de la guacamaya
“Fui lejos, pero allá también me
encontré con la poesía.”
Geraldino Brasil.
Por Juan Mares
(Colombia)
Se
marchó al Olimpo con su original voz para leer sus peroratas salpicadas de
historia con el ají pajarito y verdades con humor. Cuando abría sus alas, tenía
unos ojos como dos planetoides en busca de luna. Con ocasión de una visita que
realicé a Medellín, alguna vez lo abracé en Otra Parte (la casa del “papá” de los
nadaístas, en Envigado) y me pareció un cuerpo celeste, lo más parecido a un
ángel: no le sentí carnes, ni huesos, ni cartílagos; lo sentí etéreo, lo más
parecido al aire de algodón o nube blanca de sus palabras con las que envolvía
los cuchillos de sílex para despresar prejuicios. Sentí sí, su sangre hirviente
con el calor suficiente para cocinar sus poemas y la amistad sin
contraprestación.
A
Jaime lo conocí en la Biblioteca Publica Piloto Para América Latina, en
Medellín (La Piloto como le decimos
sus “hijos”), con ocasión de una convalecencia tras una severa enfermedad que
padecí. Eran los años ochenta. Y bueno, asistí a ese taller durante un año. El
que no quería a Jaime, no podía querer a nadie. Jaime era transparente. Sé, y
doy fe, de que todos los que lo conocimos lo quisimos.
Desde
el Taller de Escritores de Apartadó, en el Urabá, el Caribe antioqueño donde
ahora vivo, lo invitamos varias veces. Le ofrecimos pasajes en avión y otras
prebendas para su categoría del poeta más importante vivo por esos días, pero rehuía este sistema de transporte, creo
que por ello nunca fue a Europa ni a Estados Unidos. Y tampoco nunca quiso
arriesgarse por carretera. Ahí empecé a sospechar que quizá sí tenía huesos y,
que con sus años, temía maltratarlos en los derrumbes de la interminable
carretera al mar. Y quizá tendría otros ajos más.
En
sus talleres utilizaba una metodología sin rimbombancias, leía, nos ponía a
leer y luego a conversar sobre lo leído, todos afinábamos el oído a su ritmo de
voz. Se tomaban apuntes de sus recomendaciones o cuando se hablaba de algún
autor poco conocido por nosotros.
La
primera vez que lo leí me prendé de su Mamá
Negra, de su libro campeón de peso pesado; me llenó ese libro, Los Poemas de la Ofensa (ganó el premio
Cassius Clay, convocado por otros nadaístas), con la certeza de saber que la
poesía no era cuestión de métrica ni de rimas, era algo más mágico; eran ritmos
de otra galaxia. Ese libro no sé por qué me recordaba pasajes de la biblia y
comprendí su anacoretismo. También me hizo evocar pasajes de Walt Whitman y,
sobre todo, las peroratas de los culebreros de la zona andina, esa poética
ancestral de la que Jaime se nutrió en los pueblos que recorrió escuchando a los juglares trovadores y otros aderezos
con su alto contenido poético. Jaime era observador y sabía escuchar, esto no
hay que sustentarlo, es solo leer sus poemas, es ver caer una hoja desprendida
de una alta bonga, escuchar el zumbido del aire y el sonido de ella al caer.
Cómo
desdeñar ese poema de Palabra Mágica cuando en Alrevesino
nos canta la copla popular: “Culebra
guarda caminos / por qué me querés picar / Sabiendo que sos la contra / de la
culebra coral”. Es típico de esa
influencia del paisa que salía a vender menjurjes en plazas y pueblos y -como
una sarta de pescados del Cauca- enhebraba su tejido de palabras para recrear
el mundo que le había tocado vivir: soñar, padecer y gozar. Esta forma de
perorata permea, con toda la gracia de la picaresca paisa, la mayoría de sus
trabajos. Agreguemos en ello esa bella Perorata de Sombrero de ahogado, Alheña y
azúmbar y Mamá Negra en los Poemas de la ofensa. Nos marcó el camino
para pregonar nuestras costumbres con altura y visión poética haciéndonos tirar
al basurero del olvido lo que nos diagnosticó el Brujo de Otra parte (Fernando González, a quien algunos consideran
el “papá” de los nadaístas): el complejo de hideputa.
Gregorio
Gutiérrez Gonzáles abrió una brecha con su Canto
al maíz, Epifanio, en su Canto al
antioqueño, Barba Jacob con su Canción
de la vida profunda, León de Greiff con sus artilugios musicales en cambiar
la vida porque de todas formas la llevaba perdida sin remedio, como en el Libro de los Números de la Biblia, uno a
uno, en esa cadeneta, fue creando al otro, repito, hasta acabar con el complejo
de hideputez con Jaime Jaramillo Escobar. (En la prosa existe otra línea que de
igual modo llega a la cúspide con X-504 y Mario Escobar Velásquez). Me perdonan
esta digresión, quería decirlo y se me fue. Pues, Colombia es un país de
culturas literarias como la de Aurelio Arturo en las montañas del Sur, la de García
Márquez en la costa Caribe, la de Jorge Isaacs en el Valle del Río Cauca y el Pacífico
y la de Tomás Carrasquilla y Balandú en la zona andina cafetera.
La
influencia bíblica en Jaramillo, es tan evidente como la aplicación de sus
versículos. Veamos: “Poco después, en un
camino, una alambrada de cuchillos detuvo su carrera por una mujer. El pavor
del puñal entrando veloz en su pecho como el rayo de Jehová en el becerro de
oro que había profanado la virginidad de una hija de Israel”. Pululan las alusiones
al libro de libros.
Jaime
no aplica la biblia a la manera de los Testigos de Jehová; él escruta la parte
mítica, la leyenda y la histórica del texto; para él es la epopeya de un pueblo
y sus diferentes épicas. En esa maceración de influjos literarios está en toda
su presencia el gran Walt Whitman, ese original narrador poético sin parangón
en lengua inglesa y de un humanismo sin igual.
A
Jaime solo le faltó estar dentro de una guerra cuidando heridos, pero claro,
liberó almas del famoso complejo. Construyó ritmos y demostró habilidades para
el soneto, de los que se burló, demostró suficiente tacto para la métrica y sin
embargo se pasó más allá de los versos alejandrinos. Jaime escribía leyendo
rostros, paisajes, memorias antiguas y los vericuetos de su alma, tan liviana
como una lágrima evaporándose de una piedra con un sol trópico-ecuatorial como
el de Colombia.
Era
abundoso en conocimiento de fauna y flora y de una antropología cartográfica y
ancestral del Chocó, de donde sustrajo vetas desde la psicología de las
costumbres y la admiración por un pueblo para ser cantado, solo por él y
después los otros.
Era
igualmente un chamán de las palabras que embrujan: Ruego a Nzamé es una perla de su imaginación. Con los afrodescendientes,
a Jaime le pasó lo que a Picasso cuando descubrió la magia de las pinturas
rituales y de guerra africanas. Algo lo imantaba al color de borojó maduro, el
colorido de los labios de chontaduro de la mujer negra, alta como un cativo,
como una bonga, y, brazos fuertes como un choibá y músculos de titanes de los
negros de las negras. Magia poderosa ese verso infinito: De allí que pedía “…una palabra antigua para volver a Angbala”,
ritual de sacerdote recogiendo las palabras más sabias de los antiguos, la sabiduría
popular escalonada generación tras generación. Pulpa de tamarindo y pulpa de
coco. Vulva de mujer con ritmo y volcán de zocotroco. Miremos qué mira el niño
y canta un pájaro loco. Y no se enojen señores con esto madera toco, que suene
al tambor de balso y una marimba de ocho troncos.
Jaime
amaba el ritmo y el sentido en cada gimnasia mental como descubriendo y
mostrando el entorno por los caminos que anduvo. Enaltece la costumbre
ancestral cuando recoge el canto del niño cordobés, heredero de los antiguos
zenúes, cuando le guapurreaban (Guapirreo dicen otros para guapirreaban) al
viento para alentar las quemas donde iban a sembrar el arroz o el maíz y el ñame: “¡Harto
viento San Lorenzo, viejo barbas de chivo! ¡San Lorenzo, harto viento!”
mismo grito para cuando en los amplios patios cordobeses se trataba de pilar el
arroz y a falta de balay lo venteaban con totuma sobre totuma y repetían la
cantinela. Y era la cascada de arroz de una totuma a la otra y el espumarajo de
cisco amarillento, aleluyas al viento. Ese poema, San Lorenzo, es un elogio al niño trabajador y donde pide que lo
dejen trabajar porque a los niños no les gusta ser niños, pero que por ese
hecho, no los exploten. Y para ajustar, traer a cuento un pueblo asociado al
viento: San Bernardo del viento con su La casa de Bob de Sombrero de ahogado.
Jaime
fue un gran traductor del portugués y de ello fue bendecido con la izquierda,
la derecha y el centro donde están los sesos, del poeta Geraldino Brasil. Tenía mucho magnetismo en eso de transmitir
el pensamiento de un poeta a múltiples lectores. Geraldino lo quiso y lo
manifestó carteándose con Jaime. Miren esta ofrenda: “Jaime: ésta es sobre mi madre. Ya no está más con nosotros. Se
conservó lúcida hasta el fin. Me preguntaba por nuestro amigo de Bogotá. Me
besó las manos pocas horas antes.”. ¿A quién se le confían tantas
intimidades de familia, tan íntimas? A un amigo poeta.
Para
los poetas dejó dos tomos de su Método rápido
y fácil para ser poeta. Una serie de segmentos a manera de colección de
epígrafes que sustentan toda una normativa donde pone a hablar a los poetas y
filósofos que han sido y permanecen para la eternidad de los días. “Ser poeta es, pues, tener un dolor
permanente en el costado. Cristo lo ha tenido. Príncipe aporreado de los
poetas.”. De sus asuntos con el lenguaje y la academia es bueno recordar
las palabras en breve prólogo donde sobre ello dice: “El respeto por el verso obliga a conceder el beneficio de la duda y la
objeción académica, y el respeto por la prosa me obliga a aceptar de buen
agrado su identidad con ella. Por lo tanto he dispuesto los versos como
versículos, modo que adopté para otros libros. En prosa, en versículo, en
verso, en semiverso, el poema siempre es el poema.” (Del prólogo a la
cuarta edición de Los Poemas de la Ofensa).
La
elegancia de sus versos, con historias solemnes, le permitía el malabarismo
lingüístico para una sarta de huevos de iguana con camarones y pescados y un
racimo de corozos de chontaduro, evocando a una mujer chocoana llena de
candongas, pulseras y una batea en la cabeza mientras menea la cadera al
caminar.
Uno
puede decir como dijeron sus amigos y el propio Gonzalo Arango, al referirse al
poeta menos alharaquero de los loros finos de la bandada, para quedarse solo,
escuchando el glere-glere de la guacamaya. Guaca de mallas con plumajes
tricolores.
Epígrafe posterior:
EN EL ADIOS DE X-504
Sabemos eso:
Un día, cualquier día,
Estiraremos la pata
Y ya no pondrá más huevo
¿Elevará el vuelo hacia dónde?
O se estrellará contra el suelo,
Como los pelícanos,
Ese suelo lleno de estrellas.
Y, como en duelo,
Volará la mariposa negra.
J. M.
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