Eduardo Escobar ( Arquitrave) |
Cabos sueltos de Eduardo Escobar
Víctor Bustamante
La literatura en Colombia en tiempos de internet se ve arrasada por la trivialización de la palabra, ya los diarios adolecen de un suplemento como los dominicales para atisbar y leer los diversos escritores ya suplantados por la actividad política; la que gira en torno a personajes ambiciosos, sin escrúpulos, “super stars” de papel maché, redirigidos por periodistas que le dan de comer al público para exaltarlos y donde no se tiene en cuenta el nivel ético sino el número de votos que tapan la mediocridad. Sí, en la red, la palabra también reemplazada por los emoticones; tanta tecnología para expresar un estado de ánimo. En un momento de tanta comunicación hay poca comunicación; el habla así también reducida a la multitud de likes. En este desmantelamiento cultural donde la imagen preludia la quietud, la televisión aglutina como el entretenimiento nacional con el Desafío que no es más que un juego de niños ideado para adultos con cierto tono de imbecilidad en el que se busca un ganador de aventurillas de estudio y recocha; otro programa es el mediocre Yo me llamo donde asoman los imitadores de cantantes famosos, solo harapientos que viven del talento de los otros, al lado de los culebrones nacionales que expresan el drama nacional: la banalidad. Lo que continúa no es más que la devastación progresiva de un concepto de cultura por lo anodino, y la violencia como identidad que se ha instalado como un censor supremo en la programación, acompañados por el gran “descubrimiento” de Willie Colon, esa música de 13 compases de batería y la misma letra. Total, la tele camina por sus trivialidades de cada día.
Y ahora, precisamente en el momento
de mayor facilidad para acceder a todo tipo de cultura por la red, el mundo
digital del anonimato ha apresado a sus ciber habitantes en un maelstrom
definitivo, la estulticia suprema, donde el libro ha sido sometido a los
vejámenes de la publicidad y el escritor a la sobrevivencia del mercado
literario. A algunos los aborda la entretenida caterva del compromiso social y
denuncia que las pálidas editoriales asumen como una necesidad para mirar el
presente sin perspectiva, actitud seguida por la cantidad de apostilleros ilusos que corren sobre ese Eldorado
personal que devuelve figuroncitos cuya obra desaparece a los dos meses. En
este medio hormiguean aquellos que se piensan los capitanes de la literatura,
simples vendedores de ilusiones, y estafadores del talento que persiguen la
supuesta obra que será un best seller, ante el desalojo de la cultura
humanista, aquella que reflexiona y piensa. aquella que posee la certeza y que
define que un escritor se hace sin afán, de una manera silenciosa. Decía Lezama
como en la noche con la compañía de los libros el lector se hace milenario ante
el peso irresoluble de esa tradición de escritores de postín que nos anteceden.
En este océano turbio de la literatura donde se lanzan libros premiados como
reinas de pueblo o de certámenes internacionales que se repiten cada año, pura parodia,
se reduce el oficio de escritor a una escalinata social con el propósito de
llegar al canon, un canon de risa que empobrece aún más el punto de vista
personal ya que esas medallitas costosas no hacen a un escritor. Joyce lo decía,
un escritor no nace se hace después de una gran disciplina. Nora Barnacle
añadía como su esposo se quedaba hasta altas horas de la noche escribiendo y
sumido en una risa total. Vivían de su oficio de profesor de inglés, allá, en
Trieste.
En estos días, en Versalles, un par
de amigos me preguntaban, ¿cuál es el escritor que hay que leer en la actualidad?
No lo dudé, Eduardo Escobar, examinen Cuando nada concuerda y Cabos sueltos
si quieren consultar a un escritor con mayúsculas, de lo contrario busquen la
lista de libros premiados en el país de los reinados, reminiscencia de lo post
colonial, o en el exterior que por ahí existen muchos literatos de concurso. Por
algo Amílkar U le decía a Eduardo, no leo escritores profesionales, para
referirse a Vargas Llosa que al mantenerse en la pasarela de socialité perdió
su aura, pero llegó a las páginas de papel cuché de Hola. Estos escritores domesticados, ya saben el tipo de lenguaje
que utilizarán, y la temática que les gusta a las editoriales, para que no los saquen
del cajoncito de hámster, mironcitos y sobrealimentados. Eduardo lo dice muy
bien, el Estado y los premios los ceban, es decir los amaestra. Agrego, un
escritor no produce libros como chorizos totalitarios.
Por fortuna aún perdura el nadaísmo,
sí, aquellos que nos abrieron la mirada y se atrevieron a indagar en sí mismos
para definir y reencontrar ese yo del escritor, así como la risa que tanta
falta le hacía a la literatura colombiana. Dentro de su individualidad, cada
uno de ellos posee sus indagaciones, su propia poética. De ahí que en este orden
no de ideas sino de cultura pop de tercera categoría dictada por la tele y los
premiecillos no se han dado cuenta que Eduardo Escobar en San Francisco, su
retiro, rodeado de libros, haya escrito un par de obras únicas en el panorama
de nuestra literatura, donde muchos escritores no analizan ni exaltan a otros
escritores por una razón de peso, son malos lectores. Muchos piensan que leer a
otros es dejarse influenciar y quieren permanecer vírgenes e impávidos, olvidan
que lo único original en la escritura es la tradición.
Paradójicamente los nadaístas
realizaron una quema de libros para provocar a la parroquia, pero de malos
libros que eran perniciosos para ellos en esos años. Y contradictor, ahora Eduardo ha escrito
el libro que recoge parte de las lecturas de su vida, otorgándoles el porqué de
ese acercamiento. El nadaísmo, a pesar de que Eduardo reniegue de él, aun es
necesario ante el avasallamiento de esa subcultura de los medios y de lo visual
con su pasividad absoluta. Él, ahora se enfatiza como el autor de un libro
único en el país para mantener precisamente el pulso a la lectura, a la indagación
personal y a la reflexión. De ahí que Cabos
sueltos y su antecesor, Cuando nada concuerda, sean una suerte de Arca de Noe donde se expresa y sale a
flote ese objeto contundente, acerado, afilado, pedregoso, incómodo que vuela
los sesos, a quien lo lea: un libro que, desde la fragilidad de papel, abre
mundos, circunstancias, disquisiciones y memorias, teorías y esperpentos,
saudades y aventuras, donde se conjugan esos espíritus que se decidieron a
escribir y que en los anaqueles de una biblioteca todos ellos se conjuran para
ser contemporáneos, ya que departen desde la lejanía en el acto mágico de la
lectura.
El nadaísmo que nació en la época de las pedreas, que antecedió a Mayo del
68, que antecedió a los hippies, que fue contemporáneo de los beatniks nunca tiró
una piedra, pero sí exacerbó con los manifiestos, aunque Gonzalo Arango lo
pregonara, “la piedra es el orgasmo de la revolución”. No, ahora Eduardo lo
desdice con este libro único en Colombia, solo comparable y compañero de viaje con
Los libros de mi vida de Henri
Miller, con Auto de fe de Canetti,
con El canon occidental de Bloom,
pero sobre todo con los Ensayos de
Montaigne, sí, he escrito, sobre todo con Montaigne, ya que Eduardo realiza una
suerte de memoria de su inventario personal con los escritores que han tenido
peso en su vicio de ser un gran lector, también reencuentra escritores cercanos
y los valora con algo que se ha perdido en la literatura, el amor hacia ella. Eduardo
da un giro y ya no merodea por los suburbios del escándalo, sino que se acerca a
Montaigne, a Miller, a Bloom, a Canetti, todos ellos junto a Borges.
Cómo no volver a leerlo, a pensar otro de los
libros de Eduardo, cómo no saber qué en sus reflexiones decisivas y apreciables,
en este instante de la apoteosis de la imagen y de la estolidez, hay un
escritor que piensa e indaga, que sucumbe a los libros, a sus universos, que se
ha bebido no solo su biblioteca sino que continúa ese diálogo con quienes lo antecedieron
para interrogar lo que vendrá y dar cuenta que ya alguien nos precedió y como
el libro, los libros, forman esa red, con esa síntesis de la escritura del ser
humano que ha pensado y plasmado las
páginas más sangrientas y crueles, pero que también escribió un libro
memorable, entre tantos libros únicos, la Antología Palatina.
Sería indigno leer y pasar de lado
sin referirme a este libro, a Cabos
sueltos, (EAFIT, 2017), ¡que no! Este no es un libro para deshacer nuestras
cuitas o darnos de informales y referir los textos que hemos leído; este es un libro
pacientemente escrito, pausadamente pensado, estoicamente repensando como deben
de escribirse los libros, montaignemente buscado, escobarmente escrito. Cabos sueltos es una balada de amor a la
literatura, al oficio de leer, al paradigma de indagar en la noche oscura del alma
los diversos escritores que reflexionaron, que convirtieron la suma de sus
palabras en el arte más preciado a la memoria. Este libro es un canto a la esperanza
del diálogo con los diversos escritores que han plasmado a mano con lapicero
sobre una hoja de papel, en rollos de papiro, en códices como los monjes, a golpes
de teclear la máquina de escribir o en la luna cuadrada de tungsteno del
ordenador, y que Eduardo los devuelve al presente con una distancia y respeto,
donde busca algo ignorado más justo y elegante, al dialogar con ellos.
Al leer a otros autores, al referenciarlos, el escritor se renueva, también
se ve en ellos, también se nota, también conversa y también se refleja en esas
otras voces que desde la eternidad de papel y tinta conversan con él en esos momentos
oscuros, de lasitud, de oprobio, de descontento, pero también de felicidad y así
el autor entrega el caudal de su red de afectos. En esas lecturas, en este
homenaje a los libros, Eduardo también sospecha que alguien en otro lugar al
abrir un libro reverenciará a un escritor, ya que en ese instante conversará
con él a través del silencio que arredra y de sus palabras, salvo que sus
palabras no tienen un interlocutor que le pregunte por qué ha subrayado esas palabras
o ese párrafo. Así la lectura al hablar con una obra se convierte en una consecutiva
cadena de encuentros y citas que renuevan el universo. De ahí que cuando alguien
dice, hoy he leído un libro de Schopenhauer, a lo mejor, en este momento en algún
lugar, una biblioteca, una sala de una casa o en un parque azotado por las
hojas de un árbol que baña al hipotético lector, ya sea en Londres, Múnich,
Baviera, Bogotá, San Petersburgo, Buenos Aires, Tokio o Medellín, dos o tres personas
acuden a él para vindicarlo, revisitarlo y pensar mientras millones de
pantallas de la tele vomitan noticieros.
En un tour de force Eduardo se ha mantenido
a veces al margen, pero con una entereza inusitada. Ha sido uno de los pocos escritores
que ha sido capaz de ver las llagas de algunos teóricos como mentalistas de La
Playa que son puro pastiche para mantenerse en la cresta mientras entregan su capacidad
ética. Eduardo ha sido claro, muy claro, directo cuando sitúa en la diana a cualquier
espectro político, así sufra los lanzallamas de la izquierda servil del país. Él
no se haya en esa zona difusa del esperpento, su claridad, su capacidad de
razonar aterriza en la medida en que se haya convertido en un autodidacta que
no le debe nada a la academia ya que él caminó por otros senderos más oscuros
hasta llegar a la claridad de este libro, junto a los libros leídos. Y sus
libros escritos. Eduardo nunca se volvió un místico de peluche a la manera de quienes
se asilan en las narigueras y en los collares, por el contrario, su lucidez, su
capacidad de discernir para arrobar a los soles más soberbios de su escritura obran
como una revelación a quien ha tomado la literatura como un oficio sagrado. Por
ese motivo Cabos sueltos no nos deja absueltos,
nos conmueve en su creación, en la indagación que Eduardo realiza con sus escritores
preferidos al asumir la lectura con todo el riesgo, con toda la riqueza que discierne para derrumbar muros y relacionarlos,
de ubicar textos desde diversos ángulos para conversar con otros autores a
través de él mismo. Los cabos sueltos él los junta en una lectura diligente,
sabia y otra vez estoicamente pensada y nadaístamente alerta.
En la literatura hay momentos épicos en los cuales algunas personas acceden al conocimiento y les cambia la vida. Se menciona la casualidad, la de Nietzsche, al encontrar en una librería de viejo en Leipzig, los dos tomos de El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer que después de leerlos lo obnubilaron, ya que luego parecía un converso, pues, ante un mundo heredado tras la razón, el sentido histórico y la moral existía un mundo real nunca oscuro: la voluntad. Otro escritor más cercano, el amado Onetti observa en la vitrina de una librería, Luz de agosto de Faulkner, y se va leyéndola por encima de la tarde por las calles de Montevideo. Eduardo en ese homenaje a los libros esa sacudida se la otorga alguien más proclive a ser maestro, sus maestros en la lejanía del afecto, su primo Uberto, bibliotecario modoso, infatigable, misterioso, coleccionista y casasola, que le abrió el mundo de la lectura con El tesoro de la juventud, así como su tío, el cura Abel Escobar con su armario de libros y sus azotes. Así como don Miguel Gómez que aún le espera en su tumba para que Eduardo le devuelva el libro de Fernando González que le prestó.
El libro es la herencia que llega
desde su cristalización en la imprenta de Gutenberg que ha permitido mirar,
leer, proseguir ese diálogo entre el pasado y el presente. Un libro es esa
botella arrojada al mar del tiempo que revive cuando llega a nuestras manos,
muchas veces toca como el cartero de sorpresa, otras lo escudriñamos. Un libro es
ese artefacto portador del conocimiento, que antecede a la memoria del computador,
que al ser publicado no sabe su destino hasta que un hipotético lector entre
galaxias y objetos se conmueve al abrir sus páginas para entrar en él y navegar
en sus abismos, en sus certezas, en sus poemas, es decir, en sus palabras
insondables a veces como un bálsamo, otras un veneno. Cuando alguien lee sabe
que en estos fragmentos del saber se completan esos diálogos entre escritores
como convocatorias apreciables en la lejanía del tiempo, y saber cómo una idea
la retoma de nuevo un escritor para completar o asimilarla y así ad infinitum.
Anoche he leído el texto, El síndrome de Siracusa en Fernando González donde Eduardo indica como con los años ha aprendido lo que es la factura de su pensamiento, la claridad de sus ideas, y asimismo la tergiversación de su carácter como escritor. Escobar lo valora a nivel de su formación personal, a sus diálogos continuos con sus libros, a la presencia del envigadeño como ese outsider que siempre buscamos, con esa índole que él nos entrega al saber que es un escritor distinto y bajo esa definición y certeza de que en cada uno de sus libros González habla de él mismo como si estos fueran un continuo coloquio donde trascurren sus creencias, sus vicisitudes. A las cuatro de la mañana cuando he cerrado la lectura de este ensayo a través de la magnífica prosa, noto el amor de Eduardo en ese diálogo siempre presente donde perdura su maestro, ese maestro al cual nunca le pidió una recomendación presionado por su padre, sino a ese que le abrió su espíritu a una generación y esperó muchos años para saber que ya tenía un puñado de muchachos cercanos, los nadaístas, para conversar con ellos.
Este libro escrito, reflexionado,
pensado, vuelto a pensar de nuevo, mantiene el pulso del diálogo en esa red de
la escritura que llega desde la noche severa de los tiempos donde un navegante
dilucida, analiza, encuentra vértices y cercanías, donde perseveran escritores
lejanos en el tiempo pero que se juntan en la probidad de las lecturas. Cabos sueltos no solo es un libro que
llena de encantamiento al lector, sino que a través de él fluyen subterráneas
las palabras, los autores, los libros, como si este homenaje, esta presencia de
ellos nos diera a saber que Eduardo no solo los lee sino que recobra este medio
literario en un país, tan banal, tan cursi a veces, con el poder de la lectura;
el poder de un escritor que sabe que en el sencillo acto de leer se macera y se
revela toda la grandeza del hombre, los momentos sublimes, las discordias, los
amores, los odios y las más finas reflexiones. Eduardo Escobar ha escrito un
libro que es la summa de muchos libros que reinstaura el placer de la lectura, junto
a sus arduas reflexiones, sus reflexiones, donde se citan sus escritores
preferidos, Montaigne, Fernando González, donde se sorprende de Carrasquilla,
donde lleva de la mano a Sartre y donde Borges nos da una lección de la paciencia
del escritor. Además, homenajea El
cuarteto de Alejandría como la mayor novela de amor que ha leído. Así Eduardo
Escobar en su hornacina como el alquimista espera que la fragua de esos metales
que son los libros se materialice en ese oro ilusorio que no llega pero que
Eduardo, al contrario, convierte en lo vehemente de su pensamiento, así nos da
su lucidez sin ningún egoísmo ni asomo de publicidad sino en el secreto de decirnos
como Gurdjieff le ha revelado tanto para su formación personal, a través de sus
libros, que lo convierten en un escritor que sabe decir sin apelar a la jerga
estilo teórico francés, aquellos mismos que Alan Sokal y Jean Bricmont defenestraron
de esa nebulosa que es el posmodernismo. Eduardo desde la placidez de su espera,
después de macerar su lectura y husmear en esos autores y en sus libros, en la aparente
fragilidad de las palabras, deja que fluyan ellas y las posee y relaciona y
junto a esos pensamientos como si dijera desde su silencio, he aquí la luz que brilla
en esos soles esplendorosos de la escritura misma, de los pensamientos mismos
que lo han llevado a escribir un libro que uno no quiere dejar de leer, ¡qué no!,
que se pega como un ascesis, como una religión perversa y prohibida debido a su
prolijidad, a su amor por los libros, a su inteligencia ya que ahí, en Cabos sueltos, se revela la otra presencia,
todas las presencias de Eduardo como ensayista, adquiriendo a través de los años
ese carácter para persistir en el escritor que siempre ha estado ahí fresco, tácito,
perdurable, único, solitario y enfático, doblemente meritorio en medio de ese
mar oscuro, sucio de la tragedia nacional, tan letal y cerrada, donde brillan la
gema de sus ensayos.
Pero también Eduardo de quien poco sabemos de su existencia entrega destellos: el afán de su padre porque él sea un purpurado de altos rangos, un monseñor al menos, de su vida en Bogotá antes de la irrupción del nadaísmo, del salón de belleza de su madre, de la enfermedad de su padre, de su trabajo en Coltejer allá en La Toma cuando el escritor habla de Medellín, de Envigado pero sobre todo de ese entusiasmo, de ese vicio por la lectura. Destellos momentos donde Eduardo deja ver la constancia y su férrea disposición para convertirse en ese gran lector que es lo que forma a un escritor. A veces se cuelan destellos inesperados, gonzaloarango caminando con los deudos de un entierro que va por Ayacucho al cementerio de los pobres, Gonzalo regalando su biblioteca o Eduardo ir con Darío Lemos a fumar yerba al cementerio de san Pedro. Deslumbramientos de una Medellín exultante bajo la égida de ellos, sí, de los nadaístas.
En su capítulo, Escritores aplazados, pensé de alguna manera como Eduardo glosaría sobre escritores que aún no desea leer, pero la sorpresa es saber cómo reordena ese país descuadernado a pesar de los llamados críticos cubiertos del musgo del canon, y dejan de lado nuestra tradición. Pocas veces un escritor de nuestra vanguardia más cercana y valorable ha escrito unas páginas más sugerentes y valorativas sobre Carrasquilla, así como la estatura y el peso literario que le otorga, impresiona Eduardo ante la obra de un escritor que ya no tiene las posibilidades que los mal adjetiven y ante un escritor que nunca pudo escuchar las diatribas de los estructuralista y otras tonterías cuando Eduardo nos da a entender algo sobrio, lo que se impone es el talento, así Eduardo en esta parte establece un acto de justicia literaria con Carrasquilla, con Jorge Isaacs y los amores en el Valle de Cauca, con Julio Flórez, con La vorágine de José Eustasio Rivera quien se molestaba porque a muchas personas no les gustaba comprar libros sino prestarlos para leerlos. Total esas texturas narrativas tan de cada uno de estos autores, ese escindir sus palabras, su expresión es esa melodía que aún perdura en ese intrincado bosque de letras, y aún entre tantas tesis y exordios, Eduardo nos dice a su manera ese diálogo es posible, desde el alba de nuestras presencias, desde el inicio en el mundo de la lectura poco a poco van llegando a nuestras vidas en el momento menos pensado esos libros que, al abrir una página, se quedan de una vez para releerlos. Así se convierten en ese tesoro inestimable que acompañará, para reflejar esa memoria que nos une, que se destila en el acto mágico de la lectura; palabras escritas por aquellos escritores que vieron lo que no vimos, en este caso a Medellín, en otros casos al país y sus tertulias nocturnas, a Fernando González caminando por su casa, por las calles de Envigado, o en otro las selva y la Casa Arana como un secreto arrancado al oasis y a la monotonía del olvido, tan confortable para muchos, pero que son esa presencia que no huye sino esa presencia que nos define, los caminos perdidos con sus palabras para continuar esa conversación inconclusa.
Esa pasión por la lectura no se la enseñaron en ningún colegio, ni en ninguna universidad, por fortuna Eduardo no posee un doctorado en literatura sino que a fuerza de su mismo ímpetu, de su curiosidad, de su anhelo, de su sed de saber, se fue adentrando en ese universo de papel y tinta donde se asilan las palabras para encontrar esas páginas y escritores que lo deslumbran, que lo llevaron a otros escritores en la infinita presencia de ese empíreo de libros, donde hay unos que se leen de una vez, donde hay otros que llegan de casualidad, donde hay otros que referencia alguien, donde hay otros como el de Gurdjieff que es esencial y encuentra en una anticuaria. Todos ellos, los libros, que al llegar a él reposan en los anaqueles de su biblioteca, en los armarios de su memoria donde solo el escritor sabe dónde guarda sus libros, donde determinados autores le rompen sus conceptos heredados, le aguzan el sentido del placer, donde otros autores se relegan un tiempo pero siempre orbitan a su alrededor a la espera del momento mágico en que se abra e inicie un diálogo de un solo lado. Este libro, Cabos sueltos, repito, es un libro escrito pensado, repensado, soberbio, que desdice de los manuales aburridos de lectura, que deja de lado la taxonomía de escritores por escuelas, de estilos y aportes teóricos que no hacen más que relegar la lectura. Eduardo ha escrito un ensayo deslumbrante en este tiempo de doctores de literatura, de especialistas en Kafka, de paradigmáticos especialistas en el haikú, de vendedores de oro falso en conferencias sobre realismo mágico, de directores del canon local como oficio de difuntos, de trileros de la universalidad, de poetas festivaleros a montones, de místicos que leyeron mal el zen y se indigestaron con el tao. Eduardo, al ser autodidacta, arriesga y es atrevido hasta convertirse en un explorador citadino en su propia biblioteca formada, coleccionada, aunada con sus escritores amados después de indagar no solo en las bibliotecas privadas sino en las oficiales, también en las librerías cuando se topa una joya, ante un libro buscado como el explorador que encuentra una veta que llega de golpe a decir, tolle et legge, como la sentencia escuchada por san Agustín.
Eduardo asilado, aislado, fervoroso,
ha deslumbrado con su pasión que es como debe escribirse coayudado por esos férreos
fundamentos personales de ser un viajero inmóvil, eso sí de ninguna parte, donde
transita al universo en la noche siempre virgen de tantas galaxias que gravitan
a su alrededor que son los libros descubiertos, leídos, releídos, como una mujer
que es necesario abrirla bien para leerla mejor. Así se reabren, y rebaten
diversos mundos en los diversos poliedros de tantas significaciones. Por esa razón
al escribir en busca de sí mismo a través de otros autores nadie como Eduardo para
decirnos, he leído, he sido eterno en las páginas escritas por mis antecesores,
he viajado a través de los libros y he aquí que he llegado a ese territorio
interminable de la sabiduría para señalar, aquí estoy dispuesto a devorarme
otra aventura como es esa aventura del pensamiento donde él ha escrito un libro
más que brillante, necesario. Así, leer y escribir es un compromiso que Eduardo
exalta para que no caigan los libros en ese pozo oscuro como una premisa más
para el fanatismo del olvido.
CONOZCO A EDUARDO, "EDUARDITO" DESDE MUY JOVEN. SUS POEMAS, SUS VIVENCIAS NO REQUIEREN DE LAS DIVAS "DESNUDAS O EMPELOTA", abur
ResponderEliminarbegow
No veo por qué hay hombres que no quieren ninguna de las cosas que tienen las mujeres, si una de las cosas que las mujeres tienen son los hombres. En este caso yo leo un libro de Eduardo, y yo fui la que quise acompañarlo desde mis 20 años.
ResponderEliminarAgradezco este acercamiento a Eduardo Escobar. Como en el tango, cada que escucho a Gardel lo escucho mejor, eso me pasa cada que leo a Escobar, cada que lo leo lo degusto mejor. Felicitaciones a Victor, sabe hacernos acercar con garantía de degustación a los libros del comentado Escobar.
ResponderEliminarCompraré "Cabos sueltos". No sé por qué no se me ha ocurrido hacerlo, para leer al mejor columnista del país, Eduardo Escobar, en un formato diferente al de la columna quincenal. Es un escritor ENORME, así con mayúscula.
ResponderEliminarQue buena labor la de Víctor Bustamante con el blog de Neonadaísmo. Un gran defensor del Patrimonio Histórico Literario y Cultural de Antioquia. Que látigo es Víctor con su pluma. Victor Bustamante Gracias y un abrazo sin restricciones. Muchas felicitaciones.
ResponderEliminarMuy valiosas tus crónicas, Víctor, gracias por compartirlas... y sí, Eduardo Escobar es de esas plumas a las que hay que leer.
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