lunes, 12 de abril de 2021

Tantas vidas, Miguel / Félix Ángel / Tragaluz editores

 

Félix Ángel




/Tantas vidas, Miguel / 

/ Félix Ángel /

/ Tragaluz editores /

Capítulo de la más reciente novela de Félix Ángel, próximamente en circulación 



Mike escuchó el ronroneo del teléfono celular de uso personal puesto sobre el escritorio, y echando una ojeada a la pantalla descartó la llamada, sin pensarlo dos veces, al no reconocer el nombre ni el número de dónde provenía.

Sin darle importancia y olvidando inmediatamente la distracción, el sonido del celular anunciaba esta vez un texto de la misma persona que había hecho la llamada: Prescott Lewis.

Mike pensó en voz alta antes de abrirlo. Prescott, Prescott, Prescott Lewis… Who in the hell is Prescott Lewis?”. Curioso, se atrevió a abrirlo, esperando una oferta de ventas.

El mensaje decía:

Miguel, I just called you, but you must be busy. If you remember me, please give me a call. I hope you’re not following the lyrics of the song we heard together the other day, the one it seems you like so much: Don’t talk to me. I hope you do this time!”.

Uhm! Shit! This guy must be already convinced I’m a real jerk”.

Automáticamente devolvió la llamada.

“Hola… Prescott. Qué bueno que llamaste. No reconocí tu nombre”… cayendo en la cuenta de la metida de pata, aunque de buena fe, hizo una mueca con el rostro sin emitir ningún sonido, dando a entender “la embarré otra vez”.

“¿Qué tal Miguel?. Estaba pensando en la invitación a tomar café que me hizo el otro día. Hoy dispongo de tres horas entre la salida del trabajo y la universidad. Se me ocurre que podríamos tomarnos hoy ese café, si quiere”.

“Trátame de , por favor. ¡Por supuesto! ¡Un café! ¡Estupendo! ¿Qué tal si nos encontramos en Paul a las cinco de la tarde, el de la Avenida Connecticut? No queda lejos del Mayflower. Estaré un poco ocupado, pero llego a esa hora. ¿Te parece bien?”.

“Estaré esperando”.

Un “poco ocupado” era un embozo. Miguel se comunicó de inmediato con su secretaria para revisar la agenda de la tarde. Todos los compromisos internos y un par de conferencias telefónicas inamovibles que no interferían, menos mal. Le ordenó ajustar algunas citas domésticas para salir quince minutos antes de la cinco. Pensaba tomar el metro hasta Farragut North. Dejaría el carro en el garaje. Por esa zona no había chance de aparcar. En cualquier caso, regresaría a la oficina a las siete de la noche y, si quedaba pendiente algo urgente, debía avisarlo si era el caso.

Al llegar al café Miguel se detuvo frente al ventanal de la fachada. Echó un vistazo para ver si Prescott se encontraba adentro y lo reconoció. Esperaba, como prometió, dando la espalda a la calle de forma intencional, dedujo Miguel. ¿No quería que le vieran con alguien? ¿Mayor? Parecía un colegial. Era un colegial. Hermoso, con esa personalidad mezcla de arrojo e impaciencia, a la par vacilante, sin duda confundido consigo mismo.

La brisa fresca anunciaba discretamente la proximidad del otoño. Miguel puso su mejor cara, entró y se arrimó a Prescott, golpeándole la espalda con la mano.

“Veo que ya pediste un café, pero te recomiendo el latte o el chocolate. Aquí los dos son deliciosos. Te aconsejo que acompañes con una tarta de frambuesa y crema. De pronto prefieras la de ruibarbo. El agridulce es misterioso. Ya sabes que la invitación es mía. Me sentiré ofendido si no aceptas”.

“Va llegando la hora de cenar y no tendré tiempo de comer nada hasta que salga tarde de la universidad. ¿Te importa si le sumo un sándwich de jamón y queso?”, preguntó el chico con los ojos abiertos y expectantes, alguien a quien frecuentemente le es negado lo que quiere.

“Por supuesto, Prescott. Por favor. Lo que te apetezca. Yo comeré lo mismo, tengo hambre. Espérame aquí. Voy a poner la orden”.

Al pagar, dio una propina desmedida a la muchacha que atendía pidiéndole el favor de llevar la bandeja a la mesa donde estaba el chico. Non, je ne regrette rien, por Edith Piaf se escuchaba débilmente, dando la impresión de originarse en el local de al lado.

OK”, dijo Miguel al regresar a la mesa. “Cuéntame. ¿Qué estudias en la universidad? A propósito, me gradué en Georgetown. Ya tenemos algo en común”.

“Espero que así sea...”.

“Es normal tener dudas sobre alguien que no conoces bien”.

“Lo que tengo es mucha presión. Estudio derecho, becado por la universidad. Me esmero para dar buen rendimiento. Mi padre no podría pagarme el estudio y menos en un centro de tanto prestigio”.

“Te entiendo porque yo también estudié becado. Viví literalmente esos años en la universidad. Sin embargo, ahora que lo pienso, nunca me asaltó la idea de perder. Me sentí muy seguro enfocado en el estudio. Le dediqué todo el tiempo. Mi padre me dejó algo de dinero cuando regresó a Irlanda, aliviando parcialmente la necesidad de trabajar para contar con dinero extra. Igual, tuve diversos empleos”.

“¿Tu padre regresó a Irlanda? ¿Y te dejó solo?”.

“Es una larga historia que te relataré otro día. Por el momento, lo importante es que tienes una oportunidad única y debes aprovecharla. La presión es normal”.

“Tienes razón. Otros becarios me dicen lo mismo”.

“¿Y qué haces?”.

“Soy economista”. Miguel estiró el cuello por encima del brazo de la empleada que traía la bandeja, para no perder contacto visual con Prescott.

“Algo así me imaginé”. Y luego de una pausa agregó: “Eres una persona amable por encima de lo que inicialmente pensé cuando te conocí. Estabas molesto”.

“Y muy borracho. Molesto es un término muy suave para referirse a la indisposición que cargaba ese día. Puedo decir lo mismo de ti, no solo por esa tarde sino por la segunda vez que te vi, en el Mayflower. No calificaste ninguna de las dos veces como Mr. Congenialidad”.

Prescott bajó la guardia. “Es que amedrentas de alguna forma, pero al mismo tiempo tienes algo que atrae. ¿Puedo preguntar qué era lo que te molestaba?”.

“La persona que más quería, con la que compartí a diario los últimos cuatros años, decidió dejarme”.

“¡Dejarte! ¡Qué tonta!”.

“Quedamos en que ese día recogería las últimas pertenencias y dejaría el apartamento para siempre. Me sentía confundido y ansioso. No sabía cómo reaccionar cuando llegara solo a casa. No me he recuperado. Me siento mal”.

“Hoy no se te nota”.

Miguel sonrió, con esa risa que sale por la nariz. “You are so sweet”.

“¿Y ella, cómo está?”.

“No ella. Él”.

Are you gay?”. Prescott lanzó la pregunta con un incremento en el volumen de voz que Miguel encontró característico cuando algo lo sorprendía, atrayendo la atención de la gente sentada en las mesas vecinas. Miguel no se inmutó.

“Por supuesto Prescott que lo soy. ¿Tú no lo eres?”.

“¡No!”.

Is it not what this date is all about?”.

“¡No!”, respondió enfático, mirando a lado y lado para asegurarse de que, esta vez, su respuesta no incitaba la curiosidad de los demás alrededor. “Mejor dicho, no sé… No creo… Sí… Puede que sí… No sé… Nunca he estado física ni íntimamente con un hombre”.

“¿Pero mentalmente sí?”.

Prescott no disputó ni estuvo de acuerdo. Guardó silencio.

“Tranquilo. Eres un chico muy guapo y bien plantado. No me extrañaría si me dijeras que en el hotel te echan el lance con frecuencia. No es un asunto tan complicado. Vivimos en el siglo veintiuno. Ya enviamos telescopios a lugares remotos del universo, robots a Marte y otros lugares buscando posibilidades de mudarnos. El planeta se despedaza con el cambio climático. Las guerras promovidas por ideas fundamentalistas e intereses económicos y los virus que han surgido por falta de higiene –la gente ha perdido el concepto de la limpieza–, están acabando con buena parte de la población mundial. La sobrepoblación tiene prendidas las alarmas porque no hay agua, comida ni trabajo para tanta gente. Paradójicamente, la economía no puede prescindir de los consumidores. ¿Y tú estás preocupado porque te gustan los hombres?”

“Estoy preocupado por lo que piense mi padre. No quiero imaginarlo”.

“Ya veo. Tarde o temprano es mejor que lo sepa”.

“No veo la forma”.

“Cuando conozcas a alguien que te haga parar en la cabeza, te roce el brazo por accidente y sientas una descarga eléctrica y en las noches su recuerdo no te deje dormir hasta que te masturbes, pensando que están juntos en la cama, sabrás que es el momento de decírselo a tu padre porque, desde ese instante, no hay marcha atrás y la única alternativa es vivir una mentira”.

“Ese alguien tiene que ser una buena persona”, dijo Prescott, más relajado. Si voy a salir del closet no quiero hacerlo por la parte de atrás. No quiero sufrir desilusiones y menos en este momento de mi vida. En el hotel, tienes razón, a toda hora hay gente que arroja el anzuelo para ver si lo muerdo, pero yo me hago el desentendido. Me inspiran miedo. Me muero del susto. Son gente de paso. No tienen nada que perder. Buscan un puto, alguien que no les cobre, alguien que quede contento con una propina extra, una aventura como complemento al motivo que los ha traído a la ciudad. En la universidad hay tipos lindísimos, pero la mayoría son chicos que buscan hacerlo como practicando un deporte. Debo tener prejuicios al respecto, o soy un idealista. Imagino que tú pasaste por lo mismo”.

Prescott permaneció en silencio escudriñando inquieto los impenetrables ojos negros de Miguel quien respondió a la mirada con tranquilidad y embeleso. Prescott podía quedarse mirándolo así, por el tiempo que quisiera. Si persistía, probablemente le daría un beso allí mismo, delante de todo el mundo, y se deleitaría con el sabor de frambuesas con crema y cappuccino. Nathan en ese momento no existía. Prescott le recordaba las veces que lo hizo a escondidas con esos “tipos lindísimos”, en el dormitorio, en closets, en coches, en apartamentos compartidos, en casas de amigos, donde podía.

Un atisbo advirtió Prescott, quien reaccionó mirando el reloj. “Va siendo hora de irme para la universidad. Me pregunto si te importaría que nos viéramos de nuevo, en otro momento”.

“De mi parte, encantado”.

“Gracias por el latte, el sándwich y la torta”.

Miguel continuó sentado observando al chico recoger prolijamente los libros, el computador portátil y la chaqueta. Miguel era de otro estilo. Brusco, seguro, casi el estereotipo de lo varonil, luchando últimamente por no resquebrajarse. Apreciaba la diferencia, pero no se arrepentía de nada. Era quien era. Las vivencias de otras vidas se atropellaban en el cerebro. Lo único que se le ocurrió decirle a Prescott al despedirse fue “cuídate, nene”.

 


Grabados de Félix Ángel

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