Robinson Quintero Ossa |
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Robinson Quintero Ossa / Invitados
del viento / U. de A.
Víctor Bustamante
A veces nos
escudamos y hacinamos de una forma predispuesta en algunos maestros, es decir, en
aquellos poetas de cabecera que nos han acompañado en las calles y en las
astucias de aporreados desvelos, y así olvidamos mirar alrededor, a ese
presente que huye ante nuestros ojos, y que camina impávido hacia los canales
sombríos de cierta indiferencia que perturba, y aun perturba debido a que
sabemos de su presencia, la de Robinson Quintero, de sus ensayos, de su poesía.
A veces preferimos no mencionarlo, y así se deja de lado un trasiego, sus
derivaciones, sus caminos, sus viajes, en ese desplazamiento siempre
inquietante de ser un poeta que transciende ante la consecuencia ineludible de
tanta poesía, la suya, y al mismo tiempo de tanta falta de responsabilidad en
la escritura en un momento de tanta poesía rupestre. He dicho, nuestros poetas,
y lo afirmo sin egoísmo alguno, ellos han permanecido, son una presencia fuerte;
siempre regresamos a sus palabras, pero otras veces el misterio de la escritura
reclama otras voces, otras compañías, otras definiciones. Por esa razón he
buscado la poesía de Robinson Quintero, de lo esencial en él, de su excesivo y turbulento
silencio que no debería convertirse en el cilicio para quien escribe.
Siempre he
sabido de su poesía, de esa manera tacita de que ella perdure en él, inmerso en
su disposición y en sus palabras siempre tan precisas. Él siempre desplazándose
entre dos ciudades, Bogotá y Medellín, trasunto de su camino intelectual,
espacio vital para el escritor que se refugia en ellas; iba a decir en su
ubicuidad. De ahí que Robinson posea esa destreza de andariego que lleva a que
su escritura esté mediada por el viaje, no en vano uno de los momentos de más
presencia en este libro es ese tema, que es una predisposición: su actitud, pero
ante todo por la reflexión constante por la poesía, por la maceración de sus
poemas y ante todo por su oficio de poeta.
Robinson el
tema del viaje lo define en su escritura, sentimos el peso de él al comentarlo,
al describirlo todo, se regodea al mirar el chofer como una suerte de piloto,
Jasón salido de los textos de historia ahora en sus continuos viajes, llevando
pasajeros que no sabe que alguien lo escribe y lo describe. El escritor escruta
y define no solo el paisaje, sino su viaje junto a ellos, los pasajeros; todos
honrados por el paisaje que huye tras la ventanilla. En el viaje nos
desnudamos, es tanto el paisaje que se sucede a cada minuto, es tanta la
presencia de extraños, de ese mundo cotidiano que es una representación que se
disolverá en la llegada cuando el poeta necesita atraparlos. En el viaje no
somos nadie para nadie, pero sí somos algo para quien viaja, el todo se
amontona, el todo aparece con sus pesados fardos, la sombra personal reaparece
para acompañarnos en el viaje; cada viaje es una experiencia. Allí, en ese
tópico, Robinson se encuentra en toda su solidez, su escritura es más incisiva,
más llena de su circunstancia. En el viaje, en sus poemas, donde el viaje es su
experiencia continua, el poeta se desgaja de su ser y necesita decirlo todo,
ver todo. No le cuesta trabajo encontrar
cómo es cada viaje, lo sencillo, su avidez por lo simple que nos acerca, que da
la apariencia de lo intrascendente, cuando en realidad su escritura en esa
misma simpleza haya la razón de su vitalidad.
Hoy he
visitado y conversado con Robinson no en una isla desierta sino en su libro, Invitados del viento, Poemas reunidos (Colección Poesía, Editorial U. de A., 2020). De un libro su título es el
portal que se constituye asimismo en una invitación para entrar en esa morada
de palabras. ¿Cuál es la razón para su título? Desbrocemos las palabras que lo
componen: los invitados, son aquellos que se van a agasajar, pero al mismo
tiempo al ser llamados por el viento significa que son instancias, personas o
circunstancias de paso, que se van, que se alejan, que regresan, que al fin de
cuentas en esa dinámica no se han ido. El viento mismo posee la aureola de lo
frágil, de traer ese evento que inquieta en lo ya disuelto o en la dulzura
cuando se empoza en su élan vital y el poeta debe atraparlo para que no solo
posea el acontecimiento de los regresos, ante las ausencias sino el encanto, a
veces, oscuro de la nostalgia.
De ahí que,
en este lapso de la lectura de un libro, de su libro, en sus primeras páginas
he visitado a Caramanta. El poeta la ha mencionado, la exalta varias veces, y, además,
añade que nadie le ha escrito a su pueblo, mientras él sí debe hacerlo. De no
hacerlo, de no mencionarlo, él sabe que no tendría justicia sino un
remordimiento severo. Pero es justo decir que no solo la visita, sino que la
trasciende. Es más, ahí en esos poemas iniciales, reside no solo Caramanta,
sino su abuelo, su padre, su familia, el hermano asesinado y, sobre todo,
alarma el brioso desasosiego que él se permite mostrar con una búsqueda sistemática
en las mañanas con el árbol de naranjas que convive en sus poemas sencillos,
diáfanos como esas mismas mañanas y su ámbito de infancia que captura, que
necesita, sí necesita redefinir para decirnos que la infancia es la patria a la
que siempre se regresa como en un tajo vindicativo.
Luego se inicia
una lista de elegidos, que lo asisten y lo acompañan a la liturgia de su
quehacer, de lo preciso que es su oficio, que no lo cansa, que lo redime. Cita
a sus pares: Supervielle, Hordelin, y, además, a otros poetas: Fernando Linero
y a Rafael del Castillo, a Luz Eugenia Sierra, a Daniel García Helder, a Ligia,
en esa esquina de La Candelaria. Siguen: Octavio Mejía, Mario Rivero, Gustavo
Ibarra, Arturo, Rimbaud, Apollinaire, Ramón Cote, Baudelaire, Gustavo Adolfo Garcés,
Jaime Jaramillo Escobar, Fernando Herrera, Milcíades Arévalo. Al tenerlos
presente entendemos de una vez que ellos son parte del paisaje vital de la
escritura en el país. Al recordarlos los eterniza, se convierten en sus
compañeros de viaje. Así los reclama.
Robinson
permite al lector aceptar que él ha elegido, es decir, mencionado a uno de sus
invitados del viento, su lugar de origen con su entorno venerado que lo
cerca. Ya en estos otros poemas su origen
se redefine y demarca su oficio y nos hace pensar que el poeta se constituye en
otro de los invitados del viento, debido a la fugacidad de las palabras, de la
poesía misma, al capturar instantes que de no hacerlo el viento huracanado de
las sombras llevaría y pasaría a confinarlo en el sitio mismo de su desazón y
exigencia: vigilar que sus palabras no mientan. Así, en este apartado, sus
palabras tan sopesadas, establecen su compromiso sobre el terror de empañar su
propia escritura, de ahí su exigencia. Además, define, en Hormigas, su labor: “Seguiré
mi tarea / hasta que no caigan más de mi mesa / estos versos”. Decididamente,
después con ahínco en El peluquero señala: “El poema es el oficio de las manos
de un hombre”. A través de un oficio decanta su quehacer y enriquece su texto
con un alcance más necesario en lo humano, ya que su definición de este
quehacer deja lo etéreo y repara en lo cotidiano que observa en su esencialidad.
Luego en, Sin amor, continúa hilvanando su camino no solo por los baldíos de la
ciudad: “Miro desde mi ventana las horas / permanezco / persevero / doy de
comer a las palabras”.
De ahí la continua pregunta que es casi una obsesión sobre el oficio de poeta, sobre el destino de su escritura que lo lleva a una constante reflexión: “El poeta es quien más tiene que hacer / al levantarse: / saludar el día / espantar los pájaros amargos / limpiar las palabras / regarlas y vigilar / que no mientan “.
De tal manera su poesía, refrendación a su escritura, va adquiriendo sentido. Robinson presiente su compromiso al admitir en Oración esa mixtura en un burdel entre poetas y prostitutas como oficios que poseen cierta afinidad a lo mejor electivas, pero sobre todo sensitivas: “También para mí espera el trabajo / También para mí se hace tarde”. Al continuar leyéndolo encuentro palabras que son casi esas claves, huellas, que irán definiendo su concepción de escritor. En Poema que madruga insiste: “Buscador de poesía / contemplo desde aquí la otra orilla: / hacia la noche voy lleno de luz “. ¿Cuál es aquí sinónimo de luz: esa palabra que no menciona?: ¿Creatividad? ¿La poesía misma? ¿Sus entelequias? ¿Su exorcismo?
En El malabarista,
prosigue esa liaison que mezcla ahora con otros oficios que repasa, El
carnicero, El lustrabotas, El dentista; personas que solo se encuentran en las calles,
así como las prostitutas que atraen en las aceras como sílfides derrotadas.
Estos oficios, junto al transeúnte que todo lo mira y lo deja de lado, es la compañía
del poeta en su apropiación de la ciudad. Por eso añade “La poesía es también
la experiencia del poema”. Muy cierto, para escribir y digerir las palabras,
estas deben de haber hecho sentirlo esta instancia que sobrecoge para que las haga
trascedentes y escriba sobre alguna persona o evento que haya captado.
En Alegría refiere, “La poesía feliz de día…que además de completar sus paisajes añade: Camina / camina/ vagar es un ocio justo”. Por supuesto que el poeta necesita caminar para superar su definición de poetizar que ha ido encontrando en cada poema. En Perro ya comienza a cristalizar su centro, su momento: “Igual yo / después de la noche / vagando sin rumbo /agradezco el anuncio de la luz”. En El poeta y el atleta corrobora: El otro vaga / —corredor de fondo también—/ vaga simplemente / sus ojos abismados / su corazón ocioso”. En Temporada de pájaros añade: “Escritor de la mañana / que va sin premura / componiendo el texto del día/ sin que se apunte a una escuela / sin que se note el oficio”, pero aquí ese efecto letal de recogimiento lo lleva a señalar:
Mi comida solitaria te ofrezco hoy
Señor
y este poema que susurro
en el silencio de mi cuarto
Contra la ventana sopla el viento
de costado
Mi corazón se angosta en las hendijas
Quien no vino hoy
no vendrá mañana
Mi corazón se angosta en las hendijas
En Autorretrato define su característica y su esencialidad, su ser de escritor: “El lápiz del poeta se asoma/ por el bolsillo roto/ Viene de las calles/ de la lluvia/ y espera”
Así Robinson
en su isla, que es la habitación del poeta, merodea, piensa, medita para
encontrar la definición precisa que defina y clausure ese círculo que es la
pregunta no resuelta, que siempre admite, acerca de ese enigma interior sobre
la significación de la poesía y sus poemas. Esa pregunta que no hace más que
atraerlo, lo atrapa, una y otra vez regresa a ella, nunca lo molesta siempre la
necesita para justificar su escritura, la desazón de su misma creatividad. Ya más
adelante responde unas de las preguntas buscadas en el apartado anterior: “—porque
la poesía hace suyo lo anónimo del mundo—“.
El poeta
persiste en ese enigma tan personal que es el eterno regreso a una de sus
preguntas sobre el oficio significativo de la poesía en sí que lo deja perplejo
cada que la menciona, y sobre todo la escribe, pero no para un ajuste de
cuentas sino, a lo mejor, al haber llegado luego de esa movilidad que le ha
dado el llegar al poema, donde ya no hay comienzos sino la cristalización, que es
su circunstancia casi resuelta del ser en su poesía.
En El poeta da vuelta a su casa: hay epígrafes
de Peter Handke, de un texto que lo deslumbra: La tarde de un escritor, la explicación es total, se identifica con
él, en su silencio, en la elipsis del silencio en su casa, en el apartamiento para
acercarse a la observación de lo cotidiano cuando las reflexiones lo asedian. Es
entonces que la llegada del doble acude para acompañar al poeta en su monólogo,
como si fuera una conversación, un reclamo de ese otro que va con él, que lo acompaña,
que reflexiona, que camina a su lado. Un doble que va delante de él y es
escudriñado por su dueño, es un doble diferente a los demás que se proyecta y exige
y siempre lleva la contraria, pero que escribe sus poemas y además es su compañía.
Machado siempre nos sigue diciendo: “Converso con el hombre que siempre va
conmigo”.
Hoy 16 de
diciembre he visitado al poeta en Rionegro, hemos subido el ascensor, luego de
algunos pasadizos, su piso. La habitación del poeta ofrece la austeridad
necesaria para que el poeta no se distraiga sino con la compañía de libros, de
los suyos, y de sus lecturas necesarias, así como una mesa para el computador
donde se conecta con el mundo, lo que da la sensación de saber que él, sí, el
poeta y ensayista, Robinson Quintero Ossa, necesitara del silencio, del apremio
de su soledad bien preservada, de vivir con lo necesario como si mañana pudiera
salir para otra ciudad de una manera fácil, es decir, siempre anda dispuesto para
iniciar el viaje. Eso sí Peter Handke le
señala: “En tanto esté solo, seguiré siendo sólo yo solo. En tanto esté entre
conocidos, seguiré siendo un conocido”
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