viernes, 10 de julio de 2020

LOS IRRESPIRABLES CONFINAMIENTOS / Darío Ruiz Gómez




LOS IRRESPIRABLES CONFINAMIENTOS
Darío Ruiz Gómez
Cuando las imágenes de  t,v. muestran en barrios populares  de Cali, Tumaco, Buenaventura, Galapagar o Medellín, Bogotá y cualquier ciudad  las calles llenas de gentes entregadas al comercio o la parranda y  que son calificadas  como demostraciones  de irresponsabilidad ante la pandemia que exige el confinamiento de las gentes en sus casas, algo ante lo cual  no dejo de preguntarme sobre el significado del concepto de hábitat  o sea  el derecho a agua potable, a electricidad, a espacios libres,  y cuya estructura cultural es definida no por el individualismo de  la  sociedad  burguesa sino por la persistencia  de las costumbres comunitarias   y por lo tanto su concepto del espacio carece de las características de lo que  en el mercado inmobiliario llamamos propiedad privada, espacialidades privadas. El “no hay cama para tanta gente” de la guaracha  responde a esta  concepción comunal del espacio donde  propios, conocidos y extraños hacen parte de  la familia humana. La calle  es entonces el espacio que  define esta vida comunitaria donde todo  es exterioridad y no interioridad, donde todo es música y baile, caridad y duelo compartido, trueque. Esta vivencia comunitaria del espacio choca frontalmente con las espacialidades aberrantes que se les ofreció  en la llamada “vivienda social”   del gobierno  Santos  mediante  la cual en ocho años se aceleró  la tugurización de  ciudades  y se desintegraron los grupos sociales  abocados a lumpenizarse  en manos del narcotráfico. En estas circunstancias el llamado al confinamiento debió tener en cuenta estas problemáticas que tienen que ver directamente con la  arquitectura y el urbanismo, pero ¿No es esta la característica hoy de la vida de un barrio popular en Nápoles o Roma en Buenos Aires o ciudad de México, en un barrio negro o italiano, ruso  de Nueva York?  La descripción  antropológica  que  acabo de hacer  escatima sin embargo  la verdadera  dimensión del  problema en estas poblaciones: la miseria, el universo de la miseria donde la espiral de la degradación del ser humano  es indetenible y desaparecen las culturas populares, desaparece la noción necesaria de comunidad tal como desaparecieron las mínimas condiciones de salubridad. ¿Por qué se dejó tugurizar el barrio Kennedy en Bogotá? ¿Porqué en Cali como en Medellín la precariedad de las Comunas se mantiene como una estrategia de sometimiento y hoy como  territorio de los nuevos esclavos del crimen organizado negándoles el derecho a contar con espacios verdes, con avenidas de integración para negar el gueto? ¿No son estos territorios  el espejo de las afrentas del desempleo, de la inequidad, del rechazo a la integración del desplazado? Los cordones de miseria conformados por los nuevos desplazados por la violencia narco  en los campos, por  las invasiones propiciadas por los llamados “tierreros” la  irrupción brutal de actores que difícilmente se adaptan a las normas de convivencia de la ciudad  y están creando confrontaciones  inesperadas, constituyen tal como nos lo ha permitido ver esta larga pausa del coronavirus, la tarea a cumplir: el planteamiento urgente de hacer de las ciudades y poblaciones  el hábitat de lo humano, los territorios del ciudadano rescatado de esas terribles servidumbres a que hoy es sometido cuando sus condiciones de vida son deplorables viviendo en tugurios de cuarenta metros donde tendrían que confinarse diez personas en “Unidades” de “arquitecturas” que desconocen las condiciones  climáticas  de cada lugar, tugurios que fueron un gran negocio y hoy son una bofetada a la idea de vida urbana.

¿Era ésta la manera de esperar la pandemia? ¿Dónde se cumplieron las mínimas normas de salubridad? ¿Dónde estaban en Medellín las áreas verdes que paliaran en las Comunas la desesperación del encierro? En un verdadero Plan de Desarrollo no hablamos únicamente de grandes obras públicas sino del replanteamiento de toda la ciudad.     

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