martes, 31 de marzo de 2020

Gustavo Adolfo Montoya, Fragmentos de Porfirio

Gustavo Adolfo Montoya, (Babel, 2020)
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Gustavo Adolfo Montoya, Fragmentos de Porfirio

Víctor Bustamante

Hay tanta vehemencia en su actuación, tanto apropiarse del papel que encarna, que se confunde con el personaje mismo; le da vida, lo hace suyo, le da su matiz y, tanta perseverancia, que uno termina diciéndose que es el mismo personaje retrotraído, representado, apropiado a la manera de Gustavo Montoya, que en el fondo ha terminado en confundirse con el poeta. Y eso lo digo al advertir solo un personaje que he visto representado en su actuación, a Porfirio digo, a Porfirio Barba Jacob insisto, a nuestro poeta con mayúsculas, lacerado, pendenciero, sableador, torcido y mundano, que ha convivido con nosotros desde siempre. O sea, aquel poeta donde se inscribe toda la poesía del mundo, aquel poeta donde se confunde vida y poesía, aquel poeta cuya vida es su obra misma, para utilizar ese lugar común, manoseado muchas veces. Pero que en Porfirio es certeza y norma de vida.

Pero volvamos a Gustavo, que es una de las voces del teatro en la ciudad, pero no cualquiera de las voces, sino una voz muy personal, que ha permanecido casi furtivo, y me refiero a ese ocultamiento por el silencio sobre él, ya en sus actuaciones, en la manija que entrega cuando se desborda, en un desbordamiento preciso y precioso, cuando Porfirio se apodera de él en esa simbiosis de la representación misma entre el actor y el poeta. Así, el actor al encarnar al poeta es el poeta mismo, es su reencarnación. La voz de Gustavo es la voz del poeta. Nunca hemos averiguado en nuestra insolencia como era la voz del poeta, como eran sus ademanes. He buscado alguna grabación con su voz, con su imagen, pero nada que llega. A lo mejor se ha perdido, pero tengo la certeza de que algún día la escucharemos. Gustavo nos lleva a la ficción de saber que ese es Porfirio, un Porfirio hecho, sangre, carnadura misma a la medida y con la talla de él.

Gustavo posee una voz portentosa que no se quiebra, una voz recia, indicada para leer, para decir, para culminar con el habla y volverla a decir de una manera tan recia que Porfirio se impregna de él, de su habla, de sus gestos. Así es Porfirio en un día cotidiano, en la actuación nunca vedada que Gustavo le entrega al poeta. Y es que Gustavo reclama con su voz, nos añade desde lo profundo de su ser mismo que el poeta con sus palabras, con sus certezas, reclama que la poesía debe poseer nervio, nunca la casualidad de un puñado de versos decorativos con lo que no debe estar impregnada, matizada, apropiada del ser mismo. Es decir, del poeta que lo ha dejado todo, que ha abandonado la tesitura del solipsismo de pandereta para inmiscuirse en sí mismo. Por eso para Porfirio cada palabra para poder escribirla la ha vivido, la ha sentido. Cada una de esas palabras han atravesado su cuerpo, como una saeta, nunca piadosa como en las pinturas de San Sebastián.  No, cada palabra lo ha partido, no lo ha cesado, otra vez lo ha traspasado. Cada una de esas palabras, en síntesis, nos ha fulminado. De ahí que Porfirio al revivir en Gustavo nos de la talla del poeta no solo enigmático, sino profundo, que en su interior no solo haya brasas personales aun humeantes sino que hay lo más profundo, un ser que habla, y donde su   valerosa voz matizada de sí mismo, de un yo que el poeta nunca osa esconder, o posar de maldito para refrescar a los poetas de oficina, a los dolores impostados de algunos que se dicen modernos cuando no han sido atravesados ni mordidos ni calcinados por la llama de la poesía.

Porfirio es otro, Porfirio está en el límite, se explaya en el límite, en la osadía de la palabra que de nuevo nos fulmina. De ahí que cuando necesitamos leerlo es para decirnos que cuando escribamos debemos de huir de lo banal, de la torpeza de la representación misma de nosotros mismos, cuando hay fatuidad y rebajamos la palabra para cromar un verso como parte de la bisutería personal, sin recordar que escribir de esa manera las palabras pierden su significación. De ahí que ser poeta es tan difícil, de ahí que ser poeta no es un refrito, sino una confesión. De ahí que la mayoría de la poesía, son versitos turbios que pasan bajo el puente de la vida con sus palabras sin sangre, sin vida sin nervios. De ahí que ser poeta es uno de los estigmas de quien posee para sí los estigmas de sus palabras que deben fulminar; de lo contrario seremos vanos estetas aplazando el ser poético.

Esta tarde de enero ha llegado Gustavo Montoya al Parque de Bolívar, convertido en ágora poética, a pesar de los arreglos realizados debido al despilfarro por el ingenuo y pasado alcalde, vendedor de humo patrimonial. Porfirio, perdón Gustavo, viste camisa blanca de boleros en la solapa. Sus mangas cerradas hasta el puño, abombadas en sus codos. Pantalón negro, zapatos negros. En estos dos colores el poeta que no salió de este par de tonos, ni en sus momentos de fulgor ni en sus momentos de desesperanza. Porfirio infiel se mantuvo en su postura fiel, eso sí, a sus imposturas. Un bufan da, tenía que ser roja, tiene, tenía que ser roja completa su atuendo y le sirve de punto de equilibrio, al actor, ya que le da esa elegancia momentánea antes y durante el rito de su llegada, debería decir de su aparición cuando Gustavo se apropia de él y se reencarna en Porfirio, solo en Porfirio como él saber hacerlo. Nadie más en el país de las salas concertadas, sino Gustavo que es Porfirio mismo en toda su estatura como actor.

Dice el poeta, Gustavo en este caso, que actúa y siente, las brasas transitorias, “Mi país teatral es un país tejido donde dejamos atrás las máscaras, el hielo y la cobardía y nos damos la mano en la oscuridad”. Nada más cierto, nada más premonitorio y actual, el verdadero theatrum mundi es el que oficiamos cada día en el lapso del tiempo que convivimos con los demás, ahí poseemos máscaras de diversa índole, máscaras arrebatadas, a veces, llenas de furia para avasallar al otro, máscaras apacibles para el disimulo o máscaras cargadas de intereses personales para sobreaguar por encima de los demás. De ahí que el actor y poeta al mencionar las palabras máscaras, hielo y cobardía, significa que, en esas palabras, en ese tríptico de la representación, cada una de esas puntas afiladas hieran con su cobardía, por su fatuidad, por escamotear al ser. De ahí que cuando apela a mencionar la palabra, oscuridad, no ceje en empañarse en decirnos que ahí vivimos, que estamos confeccionados de esa misma sustancia. Y es, en esa oscuridad misma, donde el actor se muestra como es, el actor es en sí mismo, no fragua un personaje, el personaje se ha apoderado de él, para enseñarnos, decirnos, y llevarnos al territorio donde la oscuridad es el terreno baldío que habitamos sin tiempo y con mucha desesperanza y en la mezquindad de la vida que corre, y se transfigura, que huye a cada lado, y muy cerca de nosotros.

Gustavo no tiembla cuando actúa, pero sí hace temblar al espectador que sospecha como el actor da todo de sí mismo cuando sale a las tablas, a escena. Cuando sale ahora al parque como un vórtice y partido por el rayo que no cesa de sus palabras. Provoca, hiere, arroja lava volcánica porque él es un volcán mismo cuando actúa y desgaja de su papel. La actuación, su actuación, no lo sobrelleva, la actuación es un máximo acto creativo donde él flota sobre sí mismo, ángel exterminador, y con sus gestos y su palabra trasgrede, hiere con la espada de su voz y nos sacude en nuestra comodidad.

Klaus Kinski, Bernardo Ángel, Victorio Gassman y Gustavo Montoya son la palabra hecha carne misma. Es la presencia de la voz, pero no la voz populi que uniforma y llama a la entelequia de un dios en el último peldaño, sino hecho personaje, no verbo ni sustantivo, es la palabra que debe sonar alto para cautivar, para llamar la atención, para no perder su poder de convocatoria en este tiempo en que la palabra se haya disuelta en los viejos y perpetuos modales de la cortesía y en lo banal de los discursos desde la vitrina de la televisión con las alocuciones de la mentira y de la vanidad. No, en él, en Gustavo, la palabra es el rictus mismo que fluye por el río del tiempo hacia el espectador que cautivado en ellos, Porfirio y Gustavo, sale de la obra y sabe que es imposible escapar a la llenura de sus propias confesiones, ya que un actor lo ha abofeteado para que salga de la miseria de lo común y sus pretendidas fuerzas inferiores que no significan sino masacre interior a la banalidad confundida como poesía. Nunca antes habían existido tantos discursos, tanta palabrería, nunca antes también debimos asilarnos en las palabras de un poeta que lo dijo todo en tono mayor. Y que Gustavo no deja que desvanezca.

Cómo no referirme a él, a Gustavo, cómo callar en estos tiempos de uniformidad, y del silencio más soberbio y atroz, cómo no decirle del asombro que me causa verlo actuar, por su entereza, por su entrega. Cómo no tener en cuenta su definición de teatro en esta oscuridad que habita, y habitamos, y que él nombra no como un adorno o un capricho sino con esa verdad que lo inmola, que nos inmola, cada que lo escuchamos en su periplo, porque lo es, y así sospechamos que se haya embrujado en la actuación que lo  ha poseído, y él, sabedor de esa reencarnación y virtud, nos habla, no solo con sus palabras, con sus gestos, con el portento de su voz, sino en la escena misma de lo cotidiano, en su talento que llama, en su talante que nos sobrecoge.






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