¿EL
FIN HISTÓRICO DE LA CIUDAD?
Darío
Ruiz Gómez
Siempre
desde la primera memoria de la humanidad el vaticinio del fin de las ciudades
se ha dado por castigos anunciados que
se cumplen fatalmente, a causa de terribles
pecados de sus gobernantes, tal como
sucedió con Sodoma y Gomorra, con
Pompeya devorada por los ríos de lava del Vesubio. Marco Polo encontró a su
paso en tétricas montañas o en
agobiantes desiertos las ruinas de ciudades donde hasta los muertos las habían
abandonado. Angkor la ciudad milenaria perdida
de Camboya que llegó a tener un
millón de habitantes y una compleja
trama urbana de canales de agua, palacios
desapareció en el misterio. De las ciudades que creó y dio esplendor la
riqueza de la zona bananera con hoteles de lujo y prostitutas caras venidas de
todos los mejores burdeles del mundo, las ciudades donde no eran velas las que
se encendían para las cumbiambas sino puñados de dólares, nada quedó y García
Márquez apenas en sus descripciones logra
detenerse en aquella fatalidad terrible que se cerró con el castigo de la más
amarga miseria. Y si me detengo a releer las crónicas de Joseph Roth sobre el
Berlín donde obscenamente irrumpe el capitalismo con su despliegue de altos
edificios, de brillantes centros comerciales, hoteles de ensueño y ricos
chochos que se duermen sobre los pronunciados pechos de sus queridas,
jovencillos tristes ofrecidos a los
nuevos clientes en esta nueva parafernalia del relajo moral, aquel shock en la transformación urbana donde
desaparece rápidamente la espacialidad de la vieja aldea y se da paso a la
estructura de las funciones de la ciudad moderna lanzada al proceso de separar
las familias, los amigos, de crear huérfanos y desamparados tal como se describe en “Berlín
Alexarderplatz”. ¿No es igual de desolado el Nueva York que describe John Dos
Passos, el Chicago que describe Saúl Bellow, el Hollywood que fustiga Nathanael
West? El hombre del subsuelo de Dostoievski es la primera víctima de esta discriminación
social de los espacios de la ciudad donde ante la ostentosidad de la
arquitectura y de los altos personajes de la gran ciudad siente y comprueba no
solo que no es nadie sino que no existe, por eso debe refugiarse, al igual que
aquellos ofendidos miserables de Hugo o de Zola, en las cloacas del progreso. Es
la mugre y los chancros de la miseria en el Madrid de Galdós y de Baroja, es la
mugre y el coto en la Bogotá de Osorio Lizarazo : esa lacra que se arrastra desde
un fondo tembloroso de ofensas, el
aullido desalmado del tugurio que avanza incontenible en Medellín después de
que vivimos el vértigo alucinante de la
fiesta monstruosa de los días del narcotráfico. ¿Cuántos años más necesitará Detroit
para levantarse de las penosas ruinas de la inmensa industria del automóvil que
al venirse abajo sólo ha dejado criminalidad, miseria, terror como lo describe el
inolvidable film de Kate Bigelow que parece filmado en cualquiera de las
Comunas de Medellín? ¿Cuáles han sido los fatales pecados que cometió Medellín
para dejar en el olvido la ciudad que había sido construida bajo un proyecto
riguroso de planificación urbana que daba paso con naturalidad al desarrollo de
una ciudad moderna? ¿Cómo podemos aspirar a vivir en una ciudad cercada por los
violentos y en la cual cada palmo de espacio conquistado por la racionalidad
del urbanismo para dar paso a un hábitat se hunde día a día mientras se hace
notorio el hecho de la gran cantidad de habitantes que la abandonan o lo peor,
que son sometidos al horror? Que no
vengan ahora con más promesas de un nuevo tranvía, de otras escaleras
eléctricas, de otros puentes elevados, ignorando los contratistas, la verdadera ciudad que ha sido capaz de
resistir tantos engaños, la
ciudad de los vecinos, de las calles, del caminante. Un proyecto común de
ciudad que niegue la fealdad y la corrupción.
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