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Ensayos
inútiles sobre Historia Urbana
de Medellín
de Luis Fernando González
(Ediciones UNAULA, 2018).
Víctor Bustamante
Medellín visitada, revisitada, cuestionada, olvidada,
avasallada, destruida palmo a palmo. Medellín definida desde eslóganes, frases
ideadas, fantasiosas, luego olvidadas y reemplazadas por otras con la llegada y la posterior
llaga, impronta menesterosa, dejada por sus nuevos administradores y su ejército
de ideólogos y asesores; de los asesores que piensan que con ellos se funda de
nuevo la ciudad. Medellín, poetizada, reescrita, pero cosificada como una marca.
Medellín buscada en cada fachada, en cada cornisa destruida, en cada calle ampliada,
en cada edificio arruinado. Medellín, la ciudad caminada por los diversos
caminantes que la buscan en sus rincones y calles, en los balcones olvidados de
Prado, en los palacetes destruidos de Aranjuez y en las casonas solariegas, demolidas
de Buenos Aires, en las fachadas ocultadas por los avisos comerciales del Centro. En fin,
Medellín siempre escrita y reescrita tantas veces, debido a que los intereses y
la falta de sentido crítico de sus administradores la devora. Medellín, solo inscrita
en su historia, en fotografías, donde permanece inmutable, a veces, pero
siempre variable, siempre destruida, de una manera lenta, despiadada. Pero en
fin ahí la ciudad que se define cada que la caminamos.
Todo ese proemio para
referirme a un texto de Luis Fernando González, Ensayos inútiles sobre Historia Urbana de Medellín (Ediciones UNAULA, 2018). Y es que desde su mismo título
esa palabra “inútil” causa escozor, debido a que su autor nos lleva por diversas
reflexiones sobre algunos momentos donde hay tanta claridad y tanta lucidez
para demostrar que por mucho que se reflexione, se planifique, se piense, se
investigue, no pasan de ser esas buenas intenciones, dadas en las entrevistas
por funcionarios impúdicos y codiciosos, algunos con lo que llaman, los
pendientes, con lenguaje escolar. Por esa razón los planes de desarrollo de la ciudad
se quedan de donde nunca debieron haber salido, en el olvido de los anaqueles
de esa misma mentalidad de funcionarios llenos de mentiras, nunca de
indagaciones serias; eso sí y de más pendientes. Cuántas veces ha sido diagnosticado,
por ejemplo, el Centro de Medellín,
cuántas veces se ha estudiado, precisado, mirado pero también arrumado esos diagnósticos en los
folios correspondientes cuando llega una nueva administración con su ejército de
ejecutivos que piensan refundar la ciudad, sin conocerla, desde otros puntos de
vista. Para muestra la indecencia de un alcalde que entra a Versalles a
tomarse un tinto, protegido por veinte guardaespaldas, ilusos como él, y dice que no sabía de ese lugar ya con
sesenta años de permanencia en el Centro. Esto da la medida de algo ya
común, la mayoría de los funcionarios públicos no saben en qué ciudad viven; no la caminan, no la conocen. Viven en
otro lugar detrás de las fachadas pretenciosas de El Poblado y en las cabinas de vidrios polarizados de sus autos con el pesado engranaje de su blindaje, así como ellos en su insensibilidad.
Por ahí hablan de la Teoría del caos. Me explico, la Teoría del caos señala que el resultado de algo
depende de distintas variables que es imposible de predecir. Por ejemplo, si
colocamos un huevo en la cúspide de una pirámide no sabremos hacia dónde caerá.
Exactamente así ocurre en la ciudad, se piensa en realizar una obra, se hacen muchísimas
reuniones, cuando medio se concreta algo y ya hay planos, alguien pide un cambio,
otros piden otro cambio de acuerdo a sus intereses, después el presupuesto no alcanza,
después este presupuesto obliga a que otros planes sociales se queden sin
dinero, pero algo es cierto, la obra sale, eso sí con planos diferentes, con variaciones;
estos son los llamados ajustes o el otro sí. Para muestra no un botón sino varios:
el Metro y el tranvía a Buenos Aires, la destrucción del Pasaje Sucre, las pirámides
y las bibliotecas, uno de los puentes del Poblado con uso tergiversado, las plantas de saneamiento del río Medellín, el
caso peculiar de la Biblioteca Pública Piloto.
Pero mejor sigamos con el
libro de Luis Fernando, en el primer ensayo: “Trasformación del centro de la
ciudad: ¿de cuál centro hablamos?, hay una minuciosa descripción de las políticas
administrativas con respecto a la ciudad inicial que luego se convertiría en
descuido al expandirse con sus tentáculos hacia las montañas y al resto del valle,
olvidando el Centro de Medellín. Una de esas políticas es la visión higienista para
sanear la ciudad pero también para urbanizarla en detrimento de algunos grupos
sociales, donde era prioritaria la ampliación de calles. Luego llegaría el
concepto de valorización que, detrás de su propaganda minuciosa con el llamado
progreso, arrasaría a la ciudad, y no solo eso, continuaría con el desalojo de
muchas familias, debido al alto valor de este concepto; calles y avenidas
erigidas, para que el cemento plantara su huella de la mano de los
especuladores inmobiliarios. Legislaciones anodinas cuya letra menuda se reinterpreta,
con sus huecos negros, para poder filtrarse el negocio de los constructores sin
amor a la ciudad, para ir desguazándola a la luz plena del día y con el respaldo de
normas mal hechas. La palabra desguazar, sinónimo de los negocios turbios de
autos detrás de La Alpujarra, en La Bayadera, tiene su concomitancia con lo que realizan los
responsables de la ciudad. Es más, un curador de nombradía, entre ellos mismos
me refiero, entre los teóricos y ejecutores de los desguazadores oficiales, en
clase, a sus alumnos universitarios enseña como burlar esa normatividad. Por
esa razón el Plan Piloto de 1950, el
Plan Director del 59 las diversas versiones del POT, del PEPP traen escondidas
en su normatividad maneras para burlarlas por los constructores y urbanizadores
y por los mismos que las promulgan. Es decir, quedamos desde siempre en un
desequilibro con los que no quieren que el Centro se destruya. O sea, a una
cultura de normatividad sin peso, sigue una simulación de creer que conservar
la ciudad inicial, el Centro, es dar premiecillos y conferencias como
consolación y caminadas para saciar las preguntas de los patrimonialistas.
El texto sobre Ayacucho es
una reflexión dura, lúcida, esmerada, para llenarse uno de preguntas, ante tales hitos tan sucios para destruir lugares valiosos y seguir con lo que su autor dice que Medellín
se ve siempre nueva, eso sí, y sin memoria, que es lo que le da lustre a una ciudad.
Y de algo que es necesario hablar, así sigan las frases de esa civilidad de pandereta del Metro hacia Medellín, mientras a su paso arrasa con el paisaje desde su construcción
hasta la variación de la construcción del tranvía que iría por otro lugar.
Hay un texto, de alguna manera esperanzador: “El espacio
público en el centro de Medellín”, que ha cambiado de una manera perceptible en
sus manifestaciones, así como ocurre algo que percibimos, las personas se
aglutinan y disfrutan otros espacios, con cierta estolidez, muchas veces, como
si esa ciudad “nueva” no tuviera lo que le da peso y amor: su historia. Pero
sobre todo teniendo en cuenta que el Centro se convirtió en el lugar neutro, para
comerciantes.
Los otros ensayos
se articulan entre sí, y escritos desde hace años, son reflexiones en caliente,
sobre la ciudad, sobre ese Medellín que transitamos, que poetizamos, que
tenemos presente, pero de una manera dura, perenne; siempre esa ciudad llena de desalojos
y vacíos en ese proceso de gentrificación que pasa frente a nosotros. Pero que Luis Fernando de la mano de la reflexión y la certeza en sus investigaciones
desglosa desde diversos puntos de vista en esa ciudad que varía, ese Centro que
exige nuevas políticas y definiciones de peso, no la simulación de políticas
poco concretas, es decir, dejar el Centro siempre al desgaire.
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