lunes, 12 de noviembre de 2018

DEL AZADÓN A LA VOLQUETA / Darío Ruiz Gómez


Pawel Kuczynski


DEL  AZADÓN A LA VOLQUETA

Darío Ruiz Gómez

Como un pueblo negado a la agricultura  paradójicamente el azadón  se convirtió en símbolo de nuestra  identidad regional, una herramienta primitiva pero eficaz  en su tarea de  preparar la tierra para  sembrar el maíz  y mantener la huerta familiar. Las technés  de las agriculturas  históricas  nos fueron  desconocidas  incluso en la era moderna donde  el tractor fue imposible de asimilar a estas pronunciadas y áridas  laderas.  Mientras el tractor era el símbolo del triunfo del proletariado en la Unión Soviética,  en los Estados Unidos de 1930 fue la imagen de la derrota de los aparceros  ante la tecnificación de la agricultura. Nuestras grandes fábricas  de las  décadas  40-50-60 fueron insólitas con sus jardines,  su inserción natural en la malla urbana. La idea de progreso si lo hemos de convenir ha sido entre nosotros una idea bastante frágil tal como lo acabamos de comprobar  en el clamoroso fracaso de Hidroituango.  ¿Acaso solamente  somos aptos para el negocio y el comercio  y no para  la  racionalización que exigen  en la modernidad  las tecnologías más complejas y  avanzadas? Es cierto que  la máquina irrumpe  como la imagen de la destrucción, pero las tecnologías  aprendieron a ser respetuosas  con el medio  ambiente, lección  que  nosotros al parecer no hemos  tenida en cuenta  y por eso estamos  asistiendo a  una impactante destrucción  del paisaje construido, que es un patrimonio intocable,  con  la irrupción  del  símbolo  del nuevo “progreso”: la volqueta. ¿Por qué no se  redactó  un  estatuto vial que racionalizara  la irrupción de  este monstruo que se desplaza a grandes velocidades poniendo en peligro la vida de los transeúntes, de los  vehículos particulares, destruyendo  a su paso el asfalto, las calles de las poblaciones? Al coronar el alto de Las Palmas nos encontramos con el desusado  obstáculo de un restaurante situado en un  simulacro  de rotonda  y cuyos empleados levantan continuamente el avisito de “Pare” y “Siga” para controlar la llegada y salida de sus clientes. La vía que conduce el peaje es una curva estrecha flanqueada por  vehículos aparcados. Después  un enredo de  mallas  de color encarnado  que  cortan bruscamente  el flujo vehicular  y ya después,  nos abrimos a la constatación de ver cómo se destruye  la antigua  carretera  en  la cual hace ya tres larguísimos años  un grupo de trabajadores  tiende  redes de servicios  y  cuyo lentísimo  paso  ha ido  acompañado de  la proliferación de tenderetes de comida, chazas, basura, o sea de una  tugurización  por  la irresponsabilidad  de no aplicar las normas establecidas  sobre  el debido retiro de las construcciones. Y es ya ante la desbordada capacidad de la carretera,  donde constatamos la  agresiva  presencia de las  descomunales  volquetas  impidiendo el tránsito  de los vehículos particulares  – hasta tres se colocan en fila con su paso lento-   lo que nos lleva a preguntarnos. ¿En nombre de qué clase de progreso se atenta con un tráfico pesado   lo que hasta hace poco  fue una bella carretera?  ¿Prima el interés privado sobre el público?. ¿Qué entidad debió planificar  y prever este brusco cambio de uso – Naturaleza e Historia, demografía- que ha aumentado  el tiempo de desplazamientos en más de una hora?  ¿No se ha tenido en cuenta el aumento de población  que  vive  ya en Oriente y necesita contar con una carretera que brinde confianza y seguridad en los diarios desplazamientos?

Es aquí donde constatamos la urgente necesidad  de que este  país  desconocido para legisladores y políticos necesita de  normas acordes con los cambios sufridos en los  territorios,  de recordar  los derechos del ciudadano  a carreteras confiables,  o sea a la calidad en las obras públicas y a la racionalización del tráfico vehicular para evitar que nos  hundamos  más y más en la jungla  en que vivimos  hoy.

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