lunes, 3 de septiembre de 2018

LA CIUDAD INACABADA / Darío Ruiz Gómez


Babel
LA CIUDAD INACABADA
Darío Ruiz Gómez

Nada peor que la costumbre de no terminar nunca una obra pública. Ese muro  a medio construir, informe, vejado por el agua y el polvo no es otra cosa, como solían decir nuestras madres, que una ofensiva  muestra de dejadez, de nuestra incapacidad para terminar aquello  que iría a resolver un problema de la ciudad. Durante los años que se interrumpió la construcción del  metro el  viaducto leproso se convirtió en la presencia de la incapacidad de nuestros gobernantes para terminar una obra  que iría a modificar  la vida de los habitantes de la ciudad, la noción de transporte tal como realmente sucedió cuando por  fin fue inaugurado. Ese intervalo sirvió para que se descorrieran los velos sobre lo que fue un turbio negocio  con nombres y  apellidos conocidos y los cuales dejaron a la ciudad  embarcada en el pago de una gran deuda mientras los autores  nunca fueron juzgados. Si uno recorre hoy el trayecto del tranvía se da cuenta de que el daño causado por la ignorancia de los planificadores  y diseñadores de lo que tendría que haber sido una bella  avenida podría haber sido peor y son los usuarios quienes van  concediéndole sentido  a ese espacio donde la destrucción causó mucho estropicio dejando  al descubierto  feas culatas, desconociendo  el valor agregado que suponía para el nuevo recorrido  la presencia de esa arquitectura  de anónimos autores cuyo valor en cualquier ciudad no ha dejado de  recalcar Rem Koolhas. La ciudad anónima que no fue hecha por arquitectos. Los trabajos de urgencia hechos por una burocracia incapaz de   leer el palimpsesto  de la ciudad causan esta desazón ante una intervención urbana  hechiza: recuerdo las seis casas del más puro estilo de los años 40 ejemplo de una arquitectura integrada a la calle con un gran valor estético. Lo curioso es que San Francisco celosamente conservó este tipo de  arquitectura  que hoy explota como una plusvalía cultural, mientras aquí la ignorancia  la destruyó.

Y esas casas de los años 40 definieron los alrededores de la calle Pichincha y San Juan y la escala del barrio El Salvador. ¿Cómo hacerle entender  a un burócrata  que la escala de la arquitectura de un barrio, de sus callejuelas definidas por su adaptación al terreno debe  ser conservada como una referencia visual que es a la vez un verdadero patrimonio?  En Medellín la articulación de las vías tal como sucede en cualquier ciudad civilizada se  debió seguir estableciendo a través de las aceras pero es aquí donde constatamos la despiadada manera en que por dejadez se está llevando a la ciudad al colapso  al negar a sus habitantes el derecho a caminar. Y cada vez nuestros burócratas desconocen al peatón, la importancia de una bella calzada – la acera es  un reto de diseño urbano- como la más rotunda manera de afianzar el intercambio social.  En los barrios pobres no hay  aceras. Fracasa una ciudad cuando es incapaz de resolver sus problemas de movilidad, aumento de población y sobre todo incapacidad de crear nuevos espacios simbólicos y de preservar ese capital que es la bondad y la confianza de las gentes,  valores intangibles más importantes que los “grandes proyectos”. La acera articula la ciudad  pues la ciudad que no puede caminarse no existe. Hoy la gente  grita,  vive asustada, enloquecida. La ciudad es una trampa mortal. Otro contrato: que pasen las bicicletas.

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