lunes, 3 de septiembre de 2018

LA AURORA DE LOS DESTERRADOS / Darío Ruiz Gómez


Paul Kuczynski



LA AURORA DE LOS DESTERRADOS
Darío Ruiz Gómez


Al contemplar  las largas filas de familias venezolanas cruzando  por el terrible clima del páramo de Berlín, envueltas en cobijas, apenas  guareciéndose de la lluvia,  mirando el suelo emparamado, tal vez queramos  morbosamente  encontrar  reflejada en sus rostros la mueca de espanto de  aquellos  a  quienes  la brutalidad de una  camarilla  de hampones,  quiso  arrebatarles  la convicción  de que la vida  debe continuar a pesar de todas  las adversidades. Pero  Job y los  sufrimientos  a  que Dios lo sometió para ponerlo a prueba  no se puede   identificar  con quienes  al recordarnos  con su obstinada negación de una tiranía,  la  dignidad  del  estoicismo,  le han evitado  a Dios cualquier  responsabilidad en este sufrimiento  al asumir  con la metáfora  de su éxodo  el  reproche que el perseguido le hace a la hipocresía de la sociedad  y  cuyo fondo de amor  y compasión por mucho tiempo  será  incomprensible para nuestra ceguera,  el dolor de quienes  padecen  la tortura del camino, la noche oscura del hambre, la violencia de los asaltantes,  dejando atrás en su marcha los cuerpos de ancianos y niños sobre las arenas resecas o las cunetas de las carreteras.  Sin capacidad de reacción ante  los mensajes  que brotan de estos rostros, de lo que anuncian estos pies sangrantes, del tenue resplandor que brilla en los ojos calmos  del joven matrimonio  que sostiene en sus brazos a sus hijos, permanecemos nosotros en la desorientación  propia de  los indiferentes.  El burdo  populismo  trató  de reducir  estas vidas  a abstracciones  puestas  al servicio  de un Narcoestado, pero ahora paradójicamente  ese pueblo  lanzado  a la diáspora  recupera sus rostros al recordarnos  lo que implica   ser humanos. El destierro está en la historia misma de la humanidad y no ha cesado de ser una constante  tal como lo hemos comprobado en la tragedia afgana y siria, africana y en la silenciada historia de los millones de desplazados en  Colombia donde como hoy se ignora  deliberadamente  el reclamo  del inocente, la parábola que escriben estas  vidas sin destino. Pero este profundo des-ajuste  causado por un pueblo lanzado  a los azares de la geografía  crea un  conmocionante  impacto  en el lenguaje  y en los valores  sobre los cuales  habíamos  fundamentado la vida social: queremos evadirnos  de los efectos  de esta tragedia  mediante la frivolidad política, la insustancialidad  moral,  sin acabar de darnos cuenta de que interiormente  es ya imposible  que sigamos siendo los mismos, ni nuestra  sociedad puede ser la misma ya que el choque  introducido por  este inesperado coro de desplazados,  ha fracturado  nuestras palabras  y finalmente ha terminado por  incomunicarnos: “Los desastres  sociales, recuerda Welzer, destruyen las certidumbres sociales” Esta es la corrupción del lenguaje,  capaz de desterrar la verdad  para entronizar  a cambio  el soborno, la mentira, la mermelada pues  el corrupto sólo cobra existencia en una sociedad que lo propicia, en un lenguaje cómplice de sus desafueros.

 Porque la comparsa de los grotescos Maduros, los Diosdados  llevan mucho tiempo  haciendo  acto de presencia  en la vulgaridad  y la ordinariez  en que se ha sumido buena parte de la llamada vida política  colombiana, en la irresponsabilidad con que la justicia ha eludido el debate sobre los grandes temas nacionales, en el  populacherismo  mediante  el cual la nueva  demagogia ha sustituido  abusivamente  la palabra que  aspira a la verdad, algo que en nuestro patético déficit de cultura política nos está llevando de nuevo a que los corruptos estén recurriendo impúdicamente a colocarse la máscara de la honestidad.   

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