DOS RELATOS
Raúl Mejía
AMIGOS
Así como cierta vez
intenté volverme escritor, redactar al menos un relato, poema, ensayo o novela,
también me atreví a ser buen amigo y, de esa manera, rodearme de excelentes
amistades. Lo intenté apasionada y desapasionadamente, dejé que el azar
discurriera sin obstáculos. Tengo cincuenta años, ignoro cuantos más viviré,
pero desde adolescente anhelo esa sensación de contar, por lo menos, con una
presencia fraterna y que se me apreciase de la misma manera. Asumir fracasos no
difieren sustancialmente desde el momento de ser joven y este ahora, poco menos
que viejo: es sensación idéntica, salvo que la dermis pueda atenuar
escalofríos, rabias, hastíos.
Cursé carrera nocturna,
sencilla, la que me agradaba. Ingresé antes de ser mayor de edad y el ecléctico
grupo aquel, inicial, lucía como tosca galería de seres distantes. Permanecí
ese semestre con mi única compañera, la timidez. En aquellos años “ochenta”
tanto mi universidad como Medellín, se presentaban con bajos índices de
cemento, predominando notorias superficies verdes. Sobre vastas gramas dejaba
que el tiempo se aproximara al instante de acudir a clases, tontas asignaturas
como insípidas jaculatorias para sordomudos. Para el segundo semestre se hizo
común (ahora la palabra sería viral) el uso del “beeper”, reliquia en estos
días, pero novedad allí. Entre intersticios, ir a cafeterías y deambular, me
topé con la tarjeta personal de un compañero, joven él, robusto y casi tan
distante como yo. Saber que estaba allí su nombre era irrelevante, no un código
y números donde ubicarlo. ¡Qué diablos! Tal vez Adán haya podido ser menos
displicente. Llego a casa, marco y le menciono a la operadora que mi mensaje
es, apenas, “hola”, nada más. Siguientes días y añado al hola mi nombre, más
días y extrema atención al coincidir con el compañero en cualquier asignatura…
Aparece, se ubica y, rodeado de otros sujetos, me muestra su dedo anular
erguido. Ríen todos menos él, me sonrojo, salgo, acudo al baño y doy del
cuerpo: primero mi salud que ese inicial fracaso. Como en cuentos apócrifos
sobre duendes denostados, el resto de mi épica universitaria transcurrió plena
de monotonías y misantropías. Recibo el grado, vago un par de años, logro
emplearme y arribo, próximo a mis treinta años, a la siguiente década. Trabajé
como docente en colegios privados hasta que mi vapuleada hoja de vida no dio
para más enmendaduras: decidido estaba a aventurarme en actividades diferentes,
sólo que, por estratagemas del azar, vine a toparme con un ex colega, bien
posicionado en elitista universidad. Reconozco que entre ambos hubo aceptable
cordialidad sin avanzar, por supuesto, a esa –para mí- deseada amistad. Que nos
vemos, hablamos, recordamos… Al cabo del tercer tinto había, mal que bien,
culminado mis cuitas. Me sorprende con atención, silencio y la opción de que
podría “ayudarme”. Se planean citas, las primeras fueron aplazadas por virosis
mía y reuniones suyas. Para esa época empezaron a ser novedad teléfonos
inalámbricos y pequeños juguetes electrónicos que, si mal no estoy, consistían
en alimentar y proteger a un animalito o sujeto, evitando que muriese.
(Recuerdo haber “quitado” varios a fastidiosas estudiantes). Ansioso, sí, estoy
esperando al ex colega afuera de su oficina, no tiene secretaria, lo que me
insta a tener paciencia. Antes de mí ingresan alumnos, les oigo reír, hablar en
voz alta. Después de impacientes instantes, estrafalarias carcajadas y
sobresaltos me alarman. Lo peor ocurre al escuchar atronadores gritos: penetro
en esa oficina, preparado para ser solidario o servir de ayuda y me apabullo al
observar desopilantes escenas de jóvenes riendo a más no poder por desenlaces
en aquellos juguetes: “¿qué pasa?”, pregunto.
Nadie responde y el ex colega solidario me mira –sin separarse de su
teléfono inalámbrico-, mandándome visualmente a la mierda. Recuerdo que, al
pedir mi cédula al salir de esa universidad, no dejé de maldecir hasta
provocarme consecuentes bilis.
Penosamente proseguí
como docente, siendo única novedad mi llegada a la educación oficial. Estoy
pocos meses en execrable pueblo antioqueño, soy trasladado a Medellín a
comienzos de este siglo XXI. Decir que me había casado, que era padre, no
aportan al trasunto de este relato. Habría de durar en aquella institución
oficial más de diez años: cuando di mi primera clase, contaba con treinta y
cinco años, aún lucía bien y correspondía (hasta donde la ley de adolescencia
no es punible) coquetamente a la voluminosa coquetería de muchas chicas. Otros
colegas, otros… Lo que en este instante pueda asimilarse como serio trastorno
mental, no se anunciaba al comienzo de mi labor durante esos años, pero sí era
evidente en más de un compañero, enfermizos, sindicalistas, siempre mal de
dinero, feos, mala gente, estúpidos. Ya algunos se irían a jubilar, llegarían reemplazos
jóvenes o adultecidos; sin tener completa idea de lo valioso que era estar
allí, vivía mi rol con abultada apatía. No se retrasaría el nuevo espectáculo:
los “celulares”. ¡Oh sí, celulares! Inicialmente onerosos, luego asequibles.
Todos luciendo modelos, peligrosa libertad para localizar y ser localizado.
Desde lustros atrás traía fobia por adminículos novedosos, no quise hacerme a
esos teléfonos pequeños, prácticos, viciosos…Pero perdí y más, cuando cierto
divertido profesor de química, bastante irreverente durante empalagosas
reuniones con rector y coordinadores, me pasó (nos pasó a varios) su número:
“ten para que me marques, nos hablamos”, me dijo. Adquiero el propio, me
enseñaron a manejarlo avezadas alumnas, pero poco lo utilizo. Al empapelárseme
los dígitos que pudieran comunicarme con el compañero de colegio, procedí a
pedírselo de nuevo. Enarca este sujeto peligrosamente sus cejas, pasando de
bravuconadas gestuales, a improperios agresivos: “¿quién te crees tú, marica?
¿Cómo te atreves a pedirme eso?” “Oye”, iba a decirle, pero el energúmeno salió
a prisa. Supe después…Es fácil colegirlo, me enteré de infidelidades, romances
complicados con adolescentes y montones de amenazas. “¿Es el celular o soy
yo?”, no me sé responder.
Ciclos y ciclos, mueren,
nacen. Presidentes corruptos, país corrupto. Mediocres vanidosos, genios
apáticos. Grados, bachilleres, publicidad y el ascenso del poderoso agujero
negro del Internet: ya celulares inteligentes, portátiles, computadores
personales, las tres WWW, redes sociales, información desbordada… Cumplo
cuarenta y seis años, logro anticipada pensión: celebro compensado papel de
vago con sueldo. No volví a dictar clases, no volví a pisar aulas, ni a leer
grotesca pedagogía. Por supuesto he ido engordando y mis deudas prosiguen:
docente que se respete se vende al diablo de los bancos y cooperativas,
fácilmente. El reto novísimo apunta hacia manejos del computador, lo cual es
abismal para un sujeto como yo, aprendo lo esencial. Caramba, era difícil
prever en lejanos años “ochenta” el avance exponencial que ha traído consigo
este mundo digital. Leo, pues, portales de noticias, repito y repito videos
musicales, clandestinamente observo páginas de pornografía (sabiendo, después,
que traen muchos virus) y abro mi correo.” ¡Correo!”, ¿con quién? Ah sí, con
corporaciones, almacenes, periódicos. Luego acudo a redes sociales (ya sabía de
ellas antes de pensionarme, pero mi desprecio era vomitivo), cedo de nuevo,
creo mi perfil y a “buscar amigos” … ¡Jajajajaja! Pero, ¿cómo, de dónde? La
esposa cuenta con cientos, el hijo con miles. “¿Son todos conocidos?”,
pregunto. Ríen y no responden. ¿Amigos así de fácil, en cantidades? “¡Cosa del
diablo!”, me decía. Me sugieren probar con el buscador o que haga atractivo mi
perfil. Pasan meses, me entretengo con deleznables chistes y farándulas.
Cualquier día, pues, que llegan de improviso “solicitudes de amistad” …
¡Hombre!, recuerdo emocionarme. Empiezo a abrir una por una y, carajo, son de
parte de aquel compañero de antaño, del docente universitario y del ex colega
que me dio su número de celular, incluso saludan y mandan caritas. ¡No puede
ser!, repito en obsesivo soliloquio. Por supuesto y tras décadas de aridez en
asuntos de amistad, rechacé a aquellos bellacos, enviándoles –de paso-
“emoticones” sarcásticos.
“Amigos” … Mejor estar
solo. Sin embargo, es palmaria y contundente esta pregunta: ¿por qué, entonces,
no opté por hacerme a amigas? La respuesta hace parte de otro cuento.
DUDAS…
Tengo dudas sobre como
iniciar. ¿Debería comenzar con palabras como fracaso, obstinación, frustración,
pesadilla? Sé que de lo vivido e intentado hay apenas felicidad, pero me
resisto a que todo haya sido deplorable. Sin embargo, quiero insistir, necesito
persistir hasta la muerte.
Recuerdo muy bien al
profesor de Castellano durante el bachillerato, el cascarrabias y erudito “don
José”. Oh lo que insistió en asuntos gramaticales y ortográficos, envejeciendo
peligrosamente ante nuestros exámenes, trabajos, que devolvía atizados de
tachones rojos, remarcados con sarcasmos y anatemas. ¡Poquísimo progresamos!
Aun así, le estimábamos. A este docente le encantaba la poesía, en particular
la de poetas modernistas como Rubén Darío, Silva, Guillermo Valencia, Porfirio
Barba Jacob, etc. Montones de versos nos dictaba, leía y exigía a modo de
análisis e investigación. Para muchos compañeros, esto era peor que conjugar o
memorizar reglas ortográficas. Pero a mí me fascinaban esas estrofas, rimas,
ambientes. Tenía dieciséis años y, espontáneamente, quise volverme poeta. Al
principio te escondes, garrapateas, no muestras; van avanzando multitud de
textos horribles, mediocres pero fascinantes para el imberbe bardo. Una de mis
hermanas leyó esas horrísonas grafías y contundentemente dijo: “no entiendo”. Bien,
no iba a ser esa primera observación la que me desanimaría. Al cabo de meses
contaba con más de cien poemas: soñaba con mi primer libro, recitales, fama (no
dinero, eso sí lo aprendí pronto). Problemas surgieron como devastadores
efectos colaterales de mi pésima ortografía: el diccionario ayudó, pero
quedaban asuntos como conjugaciones, rimas, extensión de versos y, por
supuesto, calidad. Era previsible que la persona indicada para “revisarlos” era
mi titular de lengua materna. Ansioso y mal, pasé en limpio, usando vetusta
máquina de escribir manual, poemas que suponía mejores. Al siguiente viernes,
antes de salir del colegio, le entregué al profesor aquellas cuartillas,
sintiendo que se formaban en mi piel miles de volcanes en ebullición. Estábamos
a escasas semanas de culminar el curso, pronto recibiría grado de bachiller.
Por esos días había presentado pruebas de admisión en diversas universidades,
fácil accedí a la que ofrecía la carrera que deseaba: Lenguaje y Literatura.
Estábamos pues, como dije, culminando períodos lectivos, viviendo tensos
episodios de exámenes finales; entre tanto, silencio y apatía de parte de “don
José”. No me atreví ni atrevería a, digamos, acosarlo. Durante su previa
semestral, le observaba soslayadas miradas, burlonas a juicio mío. Y así,
pronto, parafernalias del grado. Recibí título como mejor bachiller, fotos de
ocasión, efusividades que no me distrajeron del displicente docente aquel. No
volvería más al colegio, de tal manera que me armé de valor, lo busqué en sala
de profesores (ahíta de quejosos) y no le vi. “¡A la mierda!, pensé,
seguramente ni los habrá leído”. No podría faltar una última broma de parte del
payaso del salón: nos lanzó a varios
detonantes no peligrosos pero sí ruidosos, en medio de sustos, risas y
sobresaltos, tropecé con una caneca de basura, la tiré al piso y al estar
bastante copada, procedí a recoger lo disperso y que me topo con mis poemas,
extravagantemente remarcados con tinta roja, innumerables signos de
interrogación y esta frase lapidaria: “quien esto haya escrito, le sugiero que
pruebe con la venta de morcilla, de seguro le irá mejor…” “Mis poemas”,
farfullé, percibiendo calcinante agresividad, derrota y desprecio.
Entre comienzos de
diciembre e inicio de febrero, me dediqué a vacaciones, a laxitudes. Archivé
mis manuscritos, no sin tristeza. Inicio universidad bastante adolescente, me
siento aislado, solo. Hacerme a espacios y amigos habría de convertirse en
desolada odisea. Asignaturas variopintas sobre literatura, lingüística,
pedagogía, avanzan con reducido entusiasmo, atraen poco y la calidad de estos
docentes es patética. Vivo experiencias con lo que denominan “documentos”,
fragmentos de obras de consulta. No estaba al tanto de la redacción de ensayos,
tal concepto fue eludido por aquel anciano adicto al modernismo. Me sedujo el
término, al proveer libertad de opinión, apoyado en dosis mínimas de citas o
epígrafes. Investigué, leí. En ese primer semestre tuvimos escasos trabajos, la
mayor parte de las notas se basaron en previas. Sentía que aumentaba mi bagaje,
leía a Camus, Borges, Ciorán, Nietzsche: fantásticos textos. Recuerdo haber
sido puntillista en mis notas y al tener que redactar algo sobre aspectos del
psicoanálisis de Freud, concentré al máximo mis capacidades. Había, sí, mejorado
ostensiblemente en ortografía. Los ensayos fueron pronto devueltos y recibo
comentarios amables. “Nada mal”, concluí. Durante ese resto de año y en los
siguientes proseguía sin afugias, leía, no contaba con amigos, pero escribía
ensayos. Ad portas de asistir al seminario final sobre literatura, se nos
advirtió de lo excelente y exigente que sería el docente a cargo. Tratábase de
un sujeto en extremo proclive a los griegos clásicos, en particular su teatro y
mitología. “Nada azaroso”, barruntaba. Este profesional en compañía de otros,
rendirían homenaje al poeta Barba Jacob, al celebrarse el centenario de su
nacimiento. Acudimos en masa al foro de la universidad. Los participantes
procedían a brindar sus charlas, algunas orales, otras leídas. Al llegarle el turno
al experto en seminarios, que se despacha este hombre con decenas de páginas,
densas, farragosas, intercalando en cada una siete o más citas, desglosándose
en exégesis y posturas de intelectual oligofrénico: ¡más de dos horas sobre un
poema breve, “FUTURO”, del vate antioqueño! Tuve, después, acceso al documento,
asustado ante diccionario de autores citados: estructuralistas, pos
modernistas, lacanianos y demás. Inquieto, me cuestioné: “¿es este el ensayo
que predomina, vence, descresta?” …Me costó admitirlo esa vez y posteriormente,
cuando entre camaradas “escritores” me topo con uno que, si escribiese sobre
“Salomé” en cuatro, cinco cuartillas, anotaría minúsculo párrafo suyo, seguido
de evidentes robos, paráfrasis y decenas de citas, refritos de cajón. Supe que
optó, mejor, por editar y construir. Me gradúo como Licenciado, reduzco
imágenes a eventualidades, renuncio por laxas temporadas a leer, escribir y
visitar bibliotecas. Ocioso, sin trabajo, sin amigos.
Finalmente consigo
novia, nos amamos y casamos. Aprovecho el título obtenido, obtengo trabajo en
colegio de curas. Firmo contrato por el 75% del valor real, percibiendo solo
diez meses de sueldo. Explotado sí, pero casado: la docencia cual vampiro
impenitente. Trabajé en diversidad de instituciones, memorables y
despreciables, había oferta abundante hasta que, a fines del siglo pasado,
espantosa crisis me catapultó a tener empleo fijo. Gano convocatoria
departamental, me nombran al primer pueblucho que se me ocurrió en extensa
lista. Circunstancialmente y debido a reducción de plazas docentes, me
trasladan a Medellín. Soy padre, dicto con contenido entusiasmo clases, siento
que envejezco y adopto honestísima actitud “leceferista”. A comienzos del
tercer milenio abren subsede de prestigiosa biblioteca cerca al lugar donde
vivo. Frecuento el sitio, leo periódicos, revistas, presto libros, películas:
es rito. Lo que ignoré durante semanas, era que allí funcionaba un “taller de
escritores”. Pese a no desconocer el término, no sospechaba de alguno próximo.
Me instalo como escuchante, joven poeta dirige las sesiones, se reparten
fotocopias, leves tareas son asignadas y, por lo general, se consideran
escritos de la mayoría. Me agrada, siento que reviven atávicos anhelos por la
escritura. Me vuelvo asiduo, pero escasamente intervengo. Al director le
complacen sobre manera las “crónicas”, ensalzándolas, entronizándolas. Desde
mí, si acaso, son híbridos torpes entre ficciones y chismes amarillistas de
periodistas, nunca me interesaron. Hay ciclos, felizmente habían pasado por lo
poético y ensayístico, al culminar este sobre crónicas, se pasaría al cuento.
Siendo franco, jamás me vi como buen lector, pero había hallado en los relatos
fascinantes instantes. Poseía de Poe, Cortázar, Rulfo, Kafka, Borges, Chejov… ¡Muchos!
Empero y debido a frustraciones previas, no me atrevía a intentar la escritura
de uno. Bien, se proponen autores, títulos. Participo pasivamente. Al cabo de
dos semanas empiezan leerse esbozos, tímidos e ingenuos en mi callada opinión.
Se me trataba como miembro y estaba en mora de mostrar “algo”. Pensé en mis
poemas, ensayos y sentí náuseas: ¿qué podría “mostrar”? Pero no estaba en mí
esa decisión, debía escribir un cuento. El ejercicio estaba condicionado: el
joven director, previamente, había propuesto tema y título, quedando lo demás
cargo nuestro. Durante el fin de semana consecuente, dicha tarea no dejó de
obsederme. Comencé con clásicas, manidas frases: “Había una vez…Érase una
vez…”, fatales y obvias. Al cabo de múltiples intentos, concluí aquel par de
cuartillas mínimas; acudí a descripciones meticulosas, fui preciso con el
sugerido discurrir: inicio, nudo, desenlace; utilicé –entre efímeros diálogos-
primera persona y ominoso narrador omnisciente. Recuerdo haber intercalado
encriptados “monólogos interiores”. Respiré gozoso, lo transcribo en “Word”, mi
esposa envía orden y la impresora cumple. Arribo a la siguiente sesión, ya
anteriores, díscolos compañeros, habían cumplido con su tarea, faltaba yo.
Multiplico mi texto, lo leo. (Nunca había leído en voz alta, ni siquiera en
clase) ¿Cuánto pude tardarme, cinco minutos? Sentí que pasaron horas, empecé a
sudar y a vivir altibajos en mi voz, pero leí y terminé. Nadie comentó –solía
suceder-, lapidario: “Ok, gracias”, de parte del encargado del taller, me
sepultó en la silla. Tomé agua, me sequé el sudor e ignoro si pudo ser
fantasía, epifanía o epílogo frecuente, furiosa humillación que se apoderó de
mí al finalizar la reunión: los que estaban conmigo, al salir, rasgaron y
arrojaron al cesto de basura, aquellas copias de mi cuento. Se agolparon
nostálgicas, depresivas escenas. Dejé aquel recinto apesadumbrado, angustiado,
harto. No volví y si el suicidio, “por extraños sortilegios”, otorgase otra
oportunidad, me habría lanzado como misil hacia el universo.
La vida sigue,
prosiguen mi esposa e hijo. Ebrio de orgasmos y éxtasis, destruyo todo lo que
tenga escrito. Me convenzo, como todo mentiroso, de piadosas moralejas: al no
tener amigos, estas citadas experiencias se sepultan en mi dermis como pústulas
ocultas, añejas. ¡Vaya novela esta vida mía! “Novela”, ¿por qué no?
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