domingo, 23 de octubre de 2016

Prosas / Raúl Mejía.



Prosas /

Raúl Mejía.


CABELLOS
                                          
Esa primera vez que encontró cabellos cortos, negros y menudos, surgió como ridículo desliz o tonta broma de parte (quizás) de su hermana menor. La segunda vez si prestó mayor atención: tal masa extraña de cabellos, se tornó morbosa entre objetos personales, fotos menoscabadas, llaves, monedas… Esta vez el meticuloso proceso de sacarlos (no arrojarlos), colocarlos sobre alguna mesa y pensar. Tras minutos de silencio y bloqueo mental, consideró opciones: su hermana –todavía- como principal sospechosa, pero llevaba ausente días, compartiendo convivencias religiosas; además, el color profundamente negro de esos vellos, contrastaba con el rubio artificial del cabello de su consanguínea. Con poco ánimo para aventurarse en intrincadas investigaciones, guardó ese segundo asedio capilar, lejos de cosas que sí le importaban.

Más tarde, mientras se desplazaba en un taxi, bordeando renovadas avenidas de Medellín, escuchó rápidos sucesos noticiosos: el eterno presidente contando chistes, precios, resultados deportivos y demás frivolidades. Semáforos, discusiones entre jóvenes que limpian, agresivamente, vidrios de autos. Guardas de tránsito, vendedores y parafernalias de una ciudad que se ajusta a su apelativo de “la más estresada”. Apenas al apearse, recibió insistente “papelito”, en donde se ofrecen místicos, curativos servicios de cualquier bruja o brujo procedente de lo que queda de selvas. No leyó, lo tiró al piso, pero en siguiente esquina, otro sujeto le entregó nuevo volante, más llamativo. Este lo guardó en el bolsillo posterior de su jean y prosiguió hasta su lugar de trabajo.
Fresco, notable se presentaba el día. Entre ocho de la mañana y mediodía, cuatro horas de rutinas, llamadas, sonrisas y cumplir con los rigores de ser secretaria. Lo distante del apartamento, la obligaba a almorzar en uno de tantos restaurantes del centro de Medellín. Normalmente la rutina provoca influjos ambiguos: te aísla y comes mecánicamente, miras sin ver y no piensas en nada; o bien, arrastra como mal viento, angustias, recelos y dolorosas evocaciones. En el caso de ella y gracias a cortesías irreverentes de la juventud, su actitud tiende a la apatía. Luego de comer, instantes para auscultar su celular, mensajes o llamadas perdidas. Tenía, esta vez, un mensaje de parte del ex novio quien, al decir suyo, la sigue amando. Con desdén elimina ese texto. Cerca de la una de la tarde, tiene apenas tiempo para ir al baño, cepillarse dientes y renovarse ante el espejo. Hoy recibiría no solo sueldo, sino adicional prima. Dinero para la casa, gastos suyos y para esa seductora camisa que lleva viendo desde el pago anterior. Quince minutos después, de regreso a saludos, papeles y trasuntos del empleo: el azul vespertino cada vez más denso. Muy en punto de las seis de la tarde sale. Toma el ascensor, muestra el bolso al portero (se cruzan indiferentes miradas), pero tremenda vergüenza al abrirlo y sentir que caen de él cientos de cabellos negros, finos, recortados. El vigilante no pregunta y se asombra de la creciente palidez en ella, recogiéndolos, perpleja ante el umbral. Leves roces de compañeros, que también salen, la regresan a la realidad; sale y en consecuentes aceras, con rabia, mientras vocifera varios “hijos de puta”, se sabe con escaso margen para evitar afugias típicas de congestiones y públicos caóticos. “¿Es alguien de mi oficina?”, se inquiere a sí misma. “¿En qué momento?” Pero el dinero cobrado, la seductora camisa que no dejaría de ver, viandas menudas que ansiosamente consume y chicos bellos por doquier, la instan a marcharse. Es viernes aún, llega a casa. Alquiló par películas, podrá verlas a solas. Sonríe pues, al instante de escogerlas, quiso decidirse por una que denominan triple X; prosigue sonriendo con incipiente malicia y deja que su piel caiga entre sosiegos y laxos suspiros. Promediando el primer filme: intrascendentes llamadas, ligeros diálogos con sus padres. Es una larga noche de viernes.

Sábado y domingo pasaron veloces. En víspera del lunes, reiteradas escenas para preparar ropa, escoger zapatos, medias, guardar aquellas películas que debía devolver, lavarse, secarse el cabello y el bolso. ¡El bolso! De golpe revivió la salida del viernes anterior. Lo tomó, fue desocupándolo y allí los cabellos, negros, cortos, finos y abundantes. Silencio. Fueron irrelevantes llamadas a cenar y manidos murmullos familiares. Los cabellos… Durmió mal, arribó de pésimo humor a la oficina. Poco observó el reloj y, por supuesto, sus compañeros –suponiendo uno de “esos días”-, la evitaron. Mediodía para almorzar: feroz lunes en la agitación de Medellín. Esta vez prestó insólita atención a informativos. Paga, sale, contempla vitrinas al azar. Desestima a vendedores, transeúntes y algo autómata recibe cuanto volante le entregan. Llega con tiempo a la oficina, extiende sobre su escritorio aquellos trozos de papel y lee aleatoriamente: “Todo tiene solución, hasta lo imposible”, se leía en uno de ellos. Se asombró de lo próximo del sitio en donde laboraban esos sujetos milagrosos, estaban -prácticamente- al frente suyo. Notoria flexibilidad de horarios permaneció en su mente como idea recurrente. “¿Por qué no?”, se dijo, mientras cúmulos de citas y documentos se allegaban a sus manos. Patética algarabía de autos asediaba ámbitos enfermizos de calles contaminadas, cansadas de pasos, ruidos y desorden. Fue excelente poder salir una hora más temprano, inusual generosidad del jefe. Esta vez no hubo vergüenza al mostrar sus pertenencias al vigilante. Aprovechó para aproximarse al local donde exhiben la camisa que tanto la ha obsedido, preguntó por ella, se la entregan y pasa al vestier a medírsela. Le encanta. Ingresa al reducido espacio, cuelga sobre el perchero el minúsculo saco que se ha puesto hoy, deja sobre el mueble su bolso y sale para verse (y seguramente divertirse) en oportunos espejos de ese negocio de ropas. ¡Sí que le encanta! Vuelve sobre sí, procede a cambiarse, coloca la prenda que ha de comprar y justo al instante de levantar su bolso, nota que éste pesa más de lo normal, abre su interior y, de nuevo, otra vez, un paquete conteniendo cabellos negros, finos, recortados. “¡Qué diablos!”, susurró, “¿cómo es posible?”. Olvidándose del creciente calor que se percibe al interior del minúsculo vestier, observa que esta vez hay algo adicional, trozos irregulares de uñas, mezcladas aparatosamente con los vellos. “Esto está muy raro, me asusta”, se dice en voz alta. Guarda todo, sale y adquiere la prenda, reservando rictus de contenido enfado. Sin darse cuenta, se topa con el acceso al edificio donde se ubican variopintas salas esotéricas. Saca del bolsillo posterior de su pantalón uno de aquellos volantes y sí, es la dirección correcta. “Infalible parapsicóloga garantiza remedios y soluciones ante embrujos, mal de ojo y diversas maldades humanas o diabólicas”. “¿Por qué no?”, se repite. Cuenta con tiempo, no tardará mucho. Sube por las escalas (la vetusta construcción no cuenta con ascensor), toca en el número 402, pronto le abren e ingresa. El interior es sencillo, desprovisto de artificios, salvo por colecciones bizarras de libros y revistas. No necesita dejar datos, apenas si cruza palabras con el asistente, joven bastante hermético. Desde puerta adyacente, sale a llamarla la experta en cuestión: mujer adulta, morena y de complexión gruesa. Quizás por asuntos de intriga o emoción, le pareció conocida, cual recuerdo atávico o evocación incongruente de sueños complejos o encuentros esporádicos. Se miran intensamente, como si pelearan por un mismo hombre. Levemente se saludan y pasan al consultorio. Silencio y excesiva concentración de la parapsicóloga en estampas y recetarios extraños. Al solicitarle que le enseñara aquel paquete de cabellos (la chica no le había dicho que lo traía consigo), cruzaron entre sí sonrisas nerviosas. La señora explaya sobre el piso aquella estampida capilar, separa las uñas y ejecuta sensual movimiento de dedos: toma un poco de cada cosa y se queda callada, enajenada por largos minutos. Su cliente, la chica que ha comprado bella camisa, respira fatigada. Se olvida de esa presencia que prosigue en íntimos rituales y fija su atención en cóncavo espejo que se halla al lado izquierdo. Pareciera que, por primera vez, en días, puede verse verdaderamente a sí misma, sin afanes y distracciones como comprar prendas, consumir alimentos, trabajar, lavarse el cuerpo, dientes… Lo visto le provoca terror y es peor cuando oye –al huir desbocadamente-: “¡Fracasaste, fallaste” – le gritan desde la venta de ese cuarto piso, mientras camina a prisa, rozando la superficie esquilmada de su cráneo y dedos…




TROFEOS

El portón se abre a las seis de la mañana y se cierra a las diez de la noche, siempre. Soy quien permite salir y entrar, vigía en ambos instantes. Dejé de necesitar reloj o alguna clase de alarma, mi precisión merece el Nobel de la rutina.

Somos ocho viejos quienes aquí vivimos. Bien, “vivir” es apenas un sofisma; no, en este antro morimos ocho ancianos, irremediablemente. Hace días vieron varios jóvenes, dijeron ser periodistas, cronistas o algo parecido. Me entrevistaron, tomaron fotos y hablaron de publicar lo visto y escuchado en cierto periódico, cuyo nombre no recuerdo. Les mostré suficiente, respondí con apatía pues, no descarto, que sean individuos enviados para evidenciar el abandono de esta casona y promover así nuestro desalojo. Antes de marcharse, el mayor se interesó por mi abultada colección de trofeos. Los observó y antes de que dijera algo le respondí que “sí”, que estaban a la venta. Compró cualquiera, expresó leve interrogación (¿qué fue?, ¿qué respondí?) y terminaron de irse. La llovizna infaltable de abril los retuvo minutos bajo el destartalado dintel y, por fin, se alejaron en dos taxis.

“Mis trofeos” … Cada uno es seco y doloroso recuerdo: los veo allí, amontonados, oxidándose entre papeles, basura y ausencias. Hace años los exhibía sobre vitrinas y estantes, lucían admirables. Han vuelto lluvias tras meses de sequía y calor. La resequedad del aire absorbe mínimos fluidos de estas paredes, pero el agua es –a la postre-, peor, con su capacidad de horadar, de mezclar polvo y mugre. Décadas a la intemperie han derruido toscamente a esos trofeos de antaño. Vendí esas vitrinas y estantes; vendí placas y medallas que también gané, las ofrecí como chatarra. Cada mes salgo con algún trofeo escogido al azar, lo limpio y camino calles escabrosas del centro de Medellín donde se venden desde almas hasta improperios. Pagan poco, estos objetos suelen estar hechos de minerales baratos, no contienen cobre, acero (por supuesto nada de oro o plata); sólo estaño, hojalata y con suerte fragmentos de bronce.

¿Cuáles fueron sus preguntas, qué contesté? Tendré que esperar a que salga el periódico, lo compartiré con los otros siete viejos, cómplices en este infierno. Pronto habrá cupo para uno más, quedará la habitación donde he guardado esos cachivaches que merecí por distantes triunfos. Ayer reciclador me propuso comprarlos todos, le dije que viniera pues su peso me vence y no sería capaz de cargarlos, aunque podría intentarlo.

¡Ah! Ya recuerdo que dijo aquel periodista antes de guardarse el trofeo que compró: “¿no tienen valor sentimental para usted?” Y, riendo, le farfullé entre mis desvencijados dientes: la nostalgia no da de comer.





REGRESIONES Y EPIFANÍAS 

Siempre he tenido o asumido experiencias solitarias: viajes, escritos, contemplaciones, visitar cementerios…Nada extraordinarias las primeras y en lo concerniente a “campos santos”, no creo me convierta en noctámbulo gótico, satánico o ansioso tras esoterismos baratos. No, si acudo allí, me mueve el interés por epitafios, especialmente aquellos que contengan algo más que nombres, fechas y retahílas ocasionales. Ah, debo agregar mi más reciente interés: sesiones de hipnosis, no para dejar de fumar o actuar cual saltimbanqui hazmerreír: me obsede la idea de saber si he transitado otras vidas, donde reposan esos restos, qué hice, cómo fallecí. Resultado de esto y de ambiguas conjeturas del hipnotizador, construyo relatos. Siento atracción por prosas de suspenso y lo que denominan “novela negra” (nunca he sabido por qué la llaman así). He finalizado seis breves historias y en ciernes comenzaré mi primera novela. Es curioso que anexe poco de lo que he vivido, viajes, música, amores y empleos intrascendentes. Opto, si, por explayarme frenéticamente en épicas, héroes y sujetos imbuidos en azares fascinantes. Semejante prolijidad me acude tras sesiones de hipnosis y, por supuesto, anexando material de epitafios que he ido copiando y fotografiando a través de diversos recorridos en necrópolis. Es más, he de confesar que la primera línea de cada uno de mis cuentos, la he tomado de lo anotado sobre lápidas, vistas por doquier. Recuerdo estas: “Jamás se sabrá lo que se desprende del silencio”. “Detente una vez cruces el umbral” … Admito que me inspiran y no veo en ello actitudes decadentes.

La disposición de epitafios es irregular y carente de gusto. Entre filas de tumbas es fácil toparse con personajes –ya borrosos- e irrelevante información; acaso sí marchitas flores generan mínimas distorsiones. Tampoco mausoleos o “catafalcos vistosos” se aprecian generosos en palabras. Lo son, sin duda, en efigies y espacio. Difícil es, pues, encontrarse con epitafios ingeniosos que merezcan ser leídos y fotografiados. ¿Hombre o mujer el muerto? Es indiferente.

Cuento con escaso dinero para realizar profundos viajes y estadías vastas en países extranjeros. Suelo adquirir paquetes promocionales que a lo sumo se prolongan por una semana. Intento viajar al menos dos veces al año, el ser soltero facilita mis desplazamientos. Conozco buena parte de sur américa, norte américa y Europa. Adicionales parajes son igualmente atractivos, pero escapan a mi presupuesto. Además, las sesiones son costosas y no renunciaré a ellas, me encantan. Lo que ha ido decepcionándome es no contar con un estudio fotográfico, decenas de imágenes siguen almacenadas en memorias y archivos, lentamente he podido revelar algunas, que pronto comparto en redes sociales. Sin embargo, soy enemigo de lo que llaman estúpida y anglosajonamente “Selfies”: es tonto, ¿qué puede aportar mi rostro en contraste con paisajes, objetos, tumbas? ¡Idiotez! El cuerpo es trasunto personal, íntimo.

Anoto la clave de mi cuenta en Internet y, sorpresivamente, he tenido (¡por fin!) comentarios al último relato que subí: vaya que insisto, pero abstinencias de crítica y análisis son avasallantes. Al parecer les ha gustado a dos, tres contactos. Abro novísimo mensaje del hipnotizador, habla de adelantar para hoy la cita que íbamos a tener mañana. No hay problema, es domingo y, en verdad, no tengo qué hacer. Es lacónico este “gurú” de hipnosis, empero ha prolongado su texto, sumando al asunto del encuentro, insólita queja con negativos que le dejé para que revelara (pagándole, por supuesto). Presiono la tecla correspondiente para ratificar ese “me gusta”, al respecto de avisos turísticos. Apago el computador, tomo tinto y salgo del apartamento sin apremios, sin afugias.
No está distante el consultorio, pero de nada sirven rutas de autobuses cercanas. Acudo en taxi, hay de sobra y entre sones incómodos y displicente cruce de frases, arribo. Casi al apearme me están esperando, subimos al segundo piso, entramos y, aceptándole un vaso de agua (es lo único que ofrece), entablamos inicial diálogo, desprovisto de amistad. Procedemos – parafraseando memorables versos de Borges-: “lo hemos hecho tantas veces”: esplende esta tarde última del solsticio de verano.

“No me explico que pasó - expresa el hipnotizador al médico que levanta acta de defunción. Recién (prosigue), durante breves instantes, le había dejado reposar, luego de nuestra usual cita. Lo escuchado fue diferente a otras sesiones, ya no hablaba –al parecer- de vivencias, nostalgias ancestrales y siglos pasados. En su tono habían desaparecido matices melancólicos y se le percibía extraña ansiedad. No dudo (afirma) que esta vez vivió no una regresión sino ominosa epifanía. Extrañamente despertó antes de darle la orden, me miró como si fuese perplejo fantasma y pidió que le mostrase las fotos que le había revelado. Eso es todo, cuando volví lo hallé muerto, no entiendo”, concluye.

El dictamen apunta a contundente ataque cardíaco, inusual para un hombre joven. Careciendo éste de familia conocida, el hipnotizador conserva para sí escasas pertenencias que su difunto paciente llevó aquella tarde. Sin afanes introduce entre gavetas diversos objetos: portátil, celular, lentes y una bella carpeta en cuero negro. Al querer cerrarla –puesto que sobresalían diversos documentos mal guardados-, cayeron al piso las fotos reveladas. Admite que tuvo curiosidad esa primera vez que las observó, tan compulsiva obsesión por epitafios le lucía progresivamente enfermiza y así iba a expresárselo. Sin embargo y tras estudiarlas detenidamente, notó algo diferente, elementos desapercibidos cuando las vio recién editadas: él, su paciente, se hallaba –ingrávido- al lado de cada epitafio, con ropas de diferentes épocas, señalando con tristeza hacia el interior de cada fosa. Y, atónito, identifica en la única foto que éste le tomó a su consultorio, a ese mismo joven agonizante, pleno de terror mirando las mismas fotos que ahora deja caer, asustado.


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