W.
SHAKESPEARE MÁS ALLÁ DEL 23 DE ABRIL:
BREVE MIRADA.
Raúl Mejía.
Todos, de una u otra
forma, hicimos parte de esas infaltables “Semanas del Idioma” en escuelas y
colegios, todos. Obligatorias carteleras, extensas ceremonias a cargo de los
docentes de humanidades y la inevitable alusión sobre Miguel de Cervantes
Saavedra y William Shakespeare. Incluso desde pequeños la observación de ese
par de rostros, rostros que incluso son discutibles por las difusas imágenes
que de ellos quedaron: “Don Quijote, Sancho, Romeo e incluso el desconcertado
Hamlet” emergían como algunos referentes de dicha celebración. Este año
contiene un “plus” más, es el cuarto centenario de la muerte de estos genios de
las letras. Y aunque ahora se quiera centrarse en el dramaturgo inglés, el paralelismo
con su contemporáneo español es absolutamente increíble.
Cuatro siglos de
vigencia de ambos han exigido y traído consigo acumulaciones desbordadas de
estudios, alabanzas y búsquedas de lo que sea que aporte para mantener al día
sus obras, influencias y singulares registros que tuvieron en vida. Hombres muy
del común, de escaso abolengo y de devenires matizados de angustia y no pocas
dificultades, construyeron hitos ya eternos en la literatura universal.
Shakespeare, en
retrospectiva, simboliza –también- ese avance de la cultura e idiosincrasias
británicas, hasta convertir a Inglaterra en uno de los imperios más poderosos
de la historia y, cual “Mesías”, genera un antes y después en la escritura de
su país. Le regresa al teatro su lugar e importancia, un tanto dejados en el
olvido tras siglos de distancia entre el renacimiento y la antigüedad clásica
greco-latina. Conmociona con su genialidad e impulsa a su idioma a una difusión
global.
Hace poco apareció
un ejemplar de aquel “First Folio”, algo así como la edición de sus obras completas.
Este suceso, feliz para estas fechas, recrea uno de los detalles que ha servido
para sostener y enriquecer la vigencia de Shakespeare, llevándolo a competir
con figuras célebres del momento. Afortunados sus lectores que al cabo de pocos
años de su muerte (y salvo la pérdida de un par de trabajos) se haya editado
las obras que de él conocemos, de no haber sido así la posibilidad de que en el
tiempo se hubiesen perdido un sinnúmero de tragedias, comedias y otros –como lo
ocurrido con Esquilo, Sófocles y aún con otro de sus contemporáneos, Lope de
Vega- habría sido catastrófica. Ahí están sus títulos, legado e incluso las
bases de su leyenda.
La biografía de este
genio, al menos de lo que se conoce, revela a un sujeto de prontas aventuras y
de azares que no parecieran conducirlo a la fama e importancia que hoy se le
concede. Se casa bastante joven, es padre tempranísimo y antes de dedicarse a
la actuación y a la escritura, se presume en él a un personaje muy del común,
activo y escasamente culto. De nuevo otra singular semejanza con Cervantes, si
hasta parecen gemelos apenas separados por el “Canal de la Mancha” ¿Qué tanto
de lo acaecido en él al tratar de ganarse la vida y conllevar una familia, le
generó la capacidad para dedicarse a actuar y aún más, para convertirse en el
símbolo máximo del teatro y de la escritura de Occidente? Es un festín
hipotético para sus biógrafos y expertos, sumándose periódicamente conjeturas y
hallazgos.
Sin embargo, no es
allí donde debemos, si se quiere, establecer contactos o roces con él; hay que ir
a lo escrito. Durante tres siglos el espacio común y más popular para acceder a
él era, por supuesto, la sala de teatro. (Honestamente habría admitir que leer
obras de dramaturgia no es la lectura más placentera, la disposición de los
diálogos y parafernalias dramáticas hacen de este ejercicio algo árido para no
pocos. Salvo que seas, obviamente, actriz, actor o director de escena.) Ya
desde fines del siglo XVI, en aquel famoso “The Globe” y en vastitud de
escenarios del planeta, se hicieron propias e íntimas caracterizaciones como
las de Hamlet, Macbeth y muchos, muchos más. El cine y la televisión, gracias a
su capacidad de acceder a multitudes, han hecho de Shakespeare casi que el
mejor de sus libretistas. La monárquica e inglesa “BBC” grabó buena parte o la
totalidad de sus tragedias y comedias; quienes ya contamos con varias décadas
de existencia rememoramos –en blanco y negro- varios episodios de esta
multinacional programadora de imágenes, doblados y traídos a Colombia en esos
años setenta y ochenta del siglo pasado. Pero es el cine, tal vez, el que ha
dimensionado más la riqueza argumentativa del bardo inglés. Suele decirse que
interpretar a Hamlet es, quizás, el mayor reto para cualquier actor.
Personalmente no he visto la interpretación de uno icónico como “Sir Laurence
Olivier”, pero sí la de Derek Jacobi (el de “Yo Claudio” y otros títulos made
in Hollywood) y del más cercano Mel Gibson. ¡Hombre!, han de ser muchos más y
el que apenas mencione a estos actores, no demerita otras y seguramente magistrales
actuaciones. “Romeo y Julieta” es, de lejos, la más masivamente conocida de sus
obras, no la mejor, aunque es irrelevante y subjetiva la cualificación de sus
títulos. La impactante tragedia de este par de enamorados, la rivalidad fatal
de sus familias y la muerte de ambos, cumbres de la intolerancia y de lo
romántico, pero no desde lo trivial, sino desde lo más profundamente humano.
Recuerdo que hace años, siendo docente de un colegio femenino, vimos la versión
de esta obra con un actor que se encuentra entre los más citados de la
actualidad: Leonardo di Caprio. No voy a entrar a criticar las calidades y
cualidades de dicha versión, pero sí evoco los suspiros de las chicas ante él,
más allá del rol que estaba interpretando. Y la formidable actuación de Al
Pacino en “El Mercader de Venecia”, esa galería de vicios y de patologías de la
humanidad. Añado una más, la deliciosa “Fierecilla domada”, en donde se lucen
Richard Burton y la bellísima Elizabeth Taylor. El cine, la televisión, medios
que han llevado a categoría de chiste o lugar común aquello de que: “prefiero
ver la película que leer el libro”.
Es toda una estrella
el genial británico, un “Superstar” ineludible. Avanzando un poco más,
alejándonos de su sitial mediático, habría que tratar de preguntarnos y a sí
mismo respondernos, el origen, los entramados de su permanencia, de su
eternidad como referente de la cultura, de la vida misma. ¿Qué hay en sus obras
que permite tantas identificaciones y a la vez evasiones del acontecer de los
hombres?
La elaboración de
metáforas y sobre todo de personajes es herencia que se acepta, delega y
enriquece. Arquetipos del celoso, avaro, melancólico y obsesivo –entre otros-,
se hallan en textos antigüos, sean religiosos o literarios. El gran arte y
talento de Shakespeare está en dinamizarlos, mostrarlos al público, es decir a
nosotros y desnudarlos, ejerciendo con ello incisivos movimientos de asepsia
general. Ellos y nosotros somos iguales, solo que aquellos ejecutan diálogos,
monólogos y soliloquios en abierta comunicación y confesión consigo mismo y a
la postre con todos.
En tiempos de este
maestro se han reducido o dejado de usar elementos como los coturnos y (quizás)
de máscaras, propios del teatro clásico. Sobrevive aún la misógina prohibición
de la participación de mujeres (uno de los argumentos de la discutible película
“Shakespeare in love”). Las máscaras contienen su gestual ya diseñada, impresa
y, por supuesto, definen de entrada el trasunto y la suerte del actor; ahora es
el rostro el que debe adecuarse o, mejor, guiar su presencia escénica: lo
podemos mirar, vigilar los movimientos de los músculos de su rostro, sus
diversos rictus. ¿Es cuando, en verdad, se magnifica la actuación? Yo creo que
sí, es una especie de profesionalización de los que se dedican a este oficio.
Él mismo fue, no olvidemos, actor y lo imagino en papeles protagónicos como
aquel primer Hamlet, Romeo o rey Lear.
Sería imperdonable
no mencionar el comienzo del más famoso de todos los soliloquios o monólogos:
“Ser o no ser, he ahí el dilema”. Cualquier comentario o interpretación
adicional apenas si entraría a engrosar listados descomunales de ensayos y
estudios alrededor del mismo. Hay que admitir que es la frase más famosa del
teatro de todos los tiempos. La imagen que acude es la del desolado príncipe
danés con una calavera. Hamlet es el símbolo por antonomasia del escepticismo,
de la duda y en parte de la desolación sentimental que lo arrastra a sucesiones
de muertes, entre ellas la de la suicida y desconsolada Ofelia.
Un detalle adicional
en el universo Shakespeariano: la duda histórica sobre si él es el verdadero
autor de sus obras. Ha sido una de las más fascinantes especulaciones incluso
en vida del dramaturgo o al poco tiempo de su muerte. Para algunos no fue él el
autor, es más, que tal vez ni existió. Curiosamente no es la primera vez que se
duda no sólo de la autoría sino de la existencia misma, ya había ocurrido con
Homero muchos siglos antes. Pero es, en resumidas cuentas, algo baladí. Que si
fue su coterráneo Christopher Marlowe, Francis Bacon o un príncipe de la
nobleza de entonces… Es menos contundente esta sospecha que la aceptación
unánime del Shakespeare histórico y asombroso dramaturgo. (En donde no hay duda
es sobre su autoría de buen número de sonetos y de otros poemas extensos: fue,
además, un notable poeta, pero su trascendencia como dramaturgo ha opacado su
faceta de lírico) Surge con lo anterior otra curiosa similitud con su par
español Cervantes: a raíz del éxito de la primera parte de Don Quijote se
publica una, digamos, prolongación de ésta de manera apócrifa, queriendo
ridiculizar a ese emergente símbolo de aventuras y de relatos de viajes del
viejo y enajenado manchego y con ello, de alguna forma, poner en duda la
autoría de Cervantes. Es la maleza esperada e inveterada de los envidiosos, de
los gratuitos detractores que intentan distorsionar la grandeza de obras
inmortales.
Con autores así es
perdonable el uso abusivo de superlativos y de retóricas grandilocuentes, por
muy exageradas que parezcan. Es el elogio generacional que se siente ante hitos
del arte como las “Pirámides”, la “Mona lisa”, “la Novena Sinfonía de
Beethoven” etc. O ante manifestaciones sublimes de la naturaleza y del cosmos.
Ante ellos el desborde de asombros estaría matizado por sonoros y emotivos
adjetivos. Por supuesto que, ante la exponencial eclosión de novísimos héroes,
lecturas y evoluciones de lo escrito y de la cultura en general, existe la
probabilidad, también, de que se presenten patéticos iconoclastas para quienes
Shakespeare, Cervantes y otros genios de la literatura y del arte universal,
vayan quedando relegados. Nada es imposible ante la corrosiva masificación de
la frivolidad llevada a cotidianidades demenciales…
y ESTE MASN QUUIEN SE CREEE.eS EL MIMSO QUE HABLA MAL DE aLEJANDIRTA?.. GUAU
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