sábado, 30 de noviembre de 2013

La música del olvido - Janiel Humberto Pemberty

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EL DON DE SOÑAR


Janiel Humberto Pemberty

Desdichado quien no tenga un anhelo que lo impulse a mejorar su vida porque está tan muerto como aquel que no respira. A los hombres nos alimentan por igual el pan, el agua y el trigo de la esperanza. Tanto como la materia física, al cuerpo que nos sostiene lo anima el delicado entramado de potencias que nos hace amar la vida más allá de todas sus vicisitudes; los hilos invisibles que nos empujan hacia las imágenes de nuestra dicha y que se sobreponen a los abismos del dolor, las frustraciones, los fracasos y toda la caterva de malas hierbas prestas a crecer en nuestra desesperanza. 
Parece ser que la misión de la tierra es nutrirnos y que la nuestra es trabajar para vencer nuestra ignorancia. Así, si partimos del principio de que el universo es o está regido por una inteligencia armónica e infinita, nuestra última meta, la más cara, noble y loable, la que habrá de darnos un eslabón de estrellas y justificar el don de soñar que nos fue concedido, no es otra que lograr que el sueño de cada uno se refleje en el sueño de la humanidad. 
Bisutería para muchos, eructos de poesía trasnochada para otros, rescoldos de utopías para los demás, reacciones nada sorprendentes en un mundo que tiene tanta oferta barata para distraer, alienar y brindar al hombre míseras migajas a cambio de su grandeza. 
Lo trascendental de este asunto no obstante, es que las metas a alcanzar, los sueños que pulsan en nuestro interior, son una argucia del corazón, una jugada de la mente para imaginarnos un futuro mejor, para construir segundo a segundo el mañana que anhelamos. Son un don para jugar, crear y recrear nuestra realidad. Son nuestra parte de dioses. Y en ellos cabe también el escape a nuestra pequeñez, a nuestro hastío y al desaliento de nuestra rutina. Pero más allá de eso, dan espacio a la rebelión, entendida como la pulsión que no se adapta a la privación, que persiste en alcanzar lo imposible, en transformar un orden con carencias, desajustes o fisuras. 
Somos carne de los sueños. Sus filamentos intangibles halan nuestra respiración y nuestra sangre hacia el ideal. Nos mantienen en la ruta y nos evitan descarrilarnos o caer a los abismos del caos o la incertidumbre. 
Así las cosas, y siendo los sueños materia tan sutil, imágenes que se proyectan en la esperanza, no resulta difícil entender toda la manipulación que el hombre puede ejercer sobre ellos. Y un ejemplo, para no caer en la multitud que podría señalarse, es el del político, personaje tan abrumadoramente común en nuestros días, que crea una campaña de mentiras y fraudes sobre la imaginación de su pueblo y le promete, a sabiendas y por medio de una parafernalia publicitaria que colma sus expectativas, la consecución de un sueño imposible de realizar.
Los sueños nos cohesionan como individuos y dada nuestra naturaleza soñadora, no podrían faltar aquellos que nos cohesionan como especie. Los más lejanos, pero también los más urgentes y hermosos: las utopías. Que se fundamentan en la justicia para todos, la paz y la fraternidad, valores erigidos desde la antigüedad para que la sociedad pudiera estabilizarse y evolucionar, pero que desde entonces son vulnerados y vapuleados por todas las formas de poder y los sueños individualistas. Que son los más aclamados y necesarios pero también los más pisoteados. Y es en la persistencia de su logro donde el hombre ha invertido su mayor fe, más sangre y energía. La justicia que con sus leyes sueña defender a cada cual en sus derechos sin importar su clase, credo o condición; la paz, con su soñador espíritu de progreso aunque en palabras del poeta Luis Flórez Berrío "no tiene paz, nació cansada", y la fraternidad, el sueño más dulce y elemental del amor que el hombre puede abrigar en su corazón. La carencia de ellas es un obstáculo en nuestros sueños, en todos nuestros sueños, porque como bien dice William Blake "Ninguna ave se remonta demasiado lejos si lo hace con sus propias alas".



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