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Camilo
Antonio Echeverri, “El Tuerto”:
¿Y quién carajos era ése?
En
febrero de 1863, en Rionegro, los expresidentes José Hilario López, Francisco
Javier Zaldúa, Aquileo Parra, Rafael Núñez, y los constituyentes Salvador
Camacho Roldán y Camilo Antonio Echeverri, entre otros, tomaron las mayores
precauciones posibles para salvar su integridad por las amenazas de
fusilamiento del siempre iracundo Tomás Cipriano de Mosquera1. Las ideas de
reforma constitucional que aquellos promovían eran un peligro para aquel
Mascachochas, amo de turno. Estaban redactando la Constitución de 1863, la más
libre de cuantas han regido en nuestro país.
En
su artículo 15 se daba el reconocimiento y la garantía por parte del Gobierno
general, y de los Gobiernos de todos y cada uno de los Estados, de los derechos
individuales que pertenecen a los habitantes y transeúntes en los Estados
Unidos de Colombia, a saber: la libertad absoluta de imprenta y de circulación
de los impresos, así nacionales como extranjeros; la libertad de expresar sus
pensamientos de palabra o por escrito sin limitación alguna. Detrás de estas
audaces y modernas tesis constitucionales estaba Camilo Antonio. Para muchos el
papel de Parra, Zaldúa, Núñez o Camacho Roldán en nuestra historia es conocido.
¿Pero,
quién era este Camilo Antonio Echeverri que dejó su impronta personal en casi
todos los artículos de este cuerpo normativo, que trazó las mejoras
sustentaciones sobre el esquema de las libertades públicas y los derechos
ciudadanos, sobre lo que significaba la democracia política, sobre la
ciudadanía y la territorialidad, y que fue considerado el mejor orador de la
Convención de Rionegro?2 Y que, además, enfrentó con sus principios de
resistencia a la arbitrariedad, los
principios autoritarios que encarnaba Tomás Cipriano de Mosquera.
El
Tuerto Echeverri. Así fue conocido. Periodista –todo intelectual en el siglo
XIX tenía que serlo–, filósofo, pensador. Fue la antítesis de la llamada
antioqueñidad. Como señala la historiadora María Teresa Uribe, fue la negación
de los valores de la raza, la otra orilla de la mentalidad pragmática y
calculadora que distinguió a sus coetáneos en el contexto de la república
recién nacida. Oveja negra de una familia de comerciantes y banqueros;
escandalizó a los gentes buenas y cristianas de misa de cinco con su bohemia de
trasnochador impenitente y de jugador empedernido; fustigó a sus conciudadanos
con el agudo acero de su palabra punzante y mordaz, descubrió sin el más mínimo
asomo de pudor las lacras y los vicios ocultos de una sociedad pacata y
tradicional, y con el mismo rigor con que juzgó a sus paisanos, se miró a sí
mismo en un autoanálisis desgarrador y profundo en el que expuso a la mirada de
sus enemigos las entretelas más íntimas de su vida y de su pensamiento. Camilo
Antonio Echeverri punzante, mordaz, irónico, contradictorio. Representa la otra
orilla, la ajena y distinta del perfil perenne que el imaginario colectivo
colombiano tiene de los antioqueños.
Toda
esa agitación siempre alrededor y por intermedio de periódicos. Una reseña
mínima muestra que fundó y colaboró en El Liberal, 1851, El Tiempo, Medellín, 1854; El Alcance, en
1864. El Índice 1865, El Oasis, 1868; El Bien público, 1871, periódico político,
literario, noticioso y de ciencias, industria, comercio, estadística,
costumbres y variedades; El Pueblo, 1871; La Igualdad, 1873; Revista de
Antioquia, 1876, Boletín Oficial, periódico oficial del Estado Soberano de
Antioquia, en 1877, Novedades, 1877; La revista industrial, 1879; La Balanza,
1880; El Pasatiempo, 1884, entre los conocidos de su época.
Cada
uno de los incisos de la Constitución de Rionegro fue una batalla en defensa
del concepto de que la asociación política tiene por objeto interponer la
fuerza de la colectividad para atemperar la lucha por la vida, proteger a los
más débiles. Si bien, la libertad absoluta de imprenta estaba adoptada desde
1851, defendida entonces por José María Rojas Garrido y Manuel Murillo Toro,
contra ella se volvería Núñez, con la llamada “Ley de los caballos” y el
artículo K de la Constitución de 18863.
En
1863, en Rionegro, Camilo Antonio Echeverri4 profirió los más importantes
alegatos de la Convención. Registra en
sus memorias Salvador Camacho Roldán, que fueron notables por su fogosidad,
espíritu filosófico, argumentación vigorosa y verbosidad abundante. “Desgraciadamente, tenía en su
organización un exceso de vitalidad, defecto común en la juventud antioqueña,
que lo arrastraba por caminos variados sin detenerlo en ninguna actividad
especial. Era poeta, escritor, orador, jurista, filósofo, ingeniero y solía
entregarse a la corriente de la vida bohemia más de lo que consentía la
situación del país y el puesto que ocupaba en la política. Pudo llegar a ser un
hombre de Estado de primera fuerza, pero no lo permitió la laxitud de las
costumbres”.
Los
convencionistas eran, en un alto número, jóvenes. No llegaban a los cuarenta
años. Camilo Antonio tenía treinta y cinco. Camacho Roldan reseña que había
hecho sus primeros estudios con gran lucimiento en Bogotá, completándolos en
Londres; poseía los idiomas inglés y francés, bastante las matemáticas, la
física, algo de química y en materias políticas y sociales tenía conocimientos
notables. “Habíase distinguido, muy joven aún, en la ‘Escuela Republicana’, en
donde dio principio a su práctica en la discusión en las asambleas. El
ejercicio de la profesión de abogado quedó reducido por él a la parte criminal
delante del jurado en donde hizo defensas ruidosas y desplegó grandes
cualidades de lógica, conocimiento del corazón humano y, a veces, elocuencia
verdadera.
“En
Rionegro se incorporó en el círculo de la diputación de Santander, la que con
el doctor José Araujo, de Bolívar, Rafael Núñez, de Panamá, y el autor de estas
líneas, de Cundinamarca, formaban el núcleo de oposición a las ideas del
general Mosquera. Tenía estatura regular, cuerpo bien conformado, fisonomía
espiritual que se prestaba a las manifestaciones más diversas, para lo que un
ligero defecto en la conformación de los ojos, concurría más bien que servía de
obstáculo. Era calvo, de voz llena y de conversación muy animada: gozaba de
muchas simpatías, pero no inspiraba respeto”.
Baldomero
Sanín Cano escribía en 19285, en el centenario del nacimiento de Echeverri,
acerca del gran estrépito en que se desarrollaron sus actividades en un periodo
agitadísimo de la vida constitucional del país. Atribuyó el desinterés de
siempre por el personaje a la flagelación que infringió a las diversas
facciones que con el nombre de partidos ejercieron en sus días dominio sobre la
República. Para Sanín Cano “había algo en su naturaleza virtualmente contrario
a la idea tan inocente de hacer crecer el valor de una cosa, de acuerdo con el
número de intermediarios entre el que la produce y el que la consume. La
sencillez de las nociones reguladoras del tráfico en mercaderías y de las
operaciones de préstamo, pugnaban con el temperamento de una criatura nacida a
todas luces para comprender, para darse cuenta de las ideas de su tiempo y para
combinarlas a su manera, combatirlas o darle mayor alcance”.
Baldomero
apunta que la vida de Echeverri no puede ofrecerse como ejemplo digno de
imitación en los seminarios e instituciones piadosas, “pero por su franqueza,
por la sinceridad del propósito, por la ingenuidad con que reconocía sus
errores y hacía de ellos confesión pública, por su honradez y su amor al
prójimo, por su probidad como literato, puede dar lecciones a las gentes de hoy
en día”.
Las
comadres que rezaban el trisagio en la iglesia de La Candelaria lo miraban como
la encarnación de Satanás; sus copartidarios liberales pensaron siempre que era
un tránsfuga de la política; los conservadores lo calificaron de inconsecuente
y veleidoso; para los mercaderes del marco de la plaza, incluido su padre, era
un rojo que escribía versos y ensayos filosóficos en lugar de comprar y vender
letras de cambio y sólo los más benévolos de sus paisanos se inclinaron a verlo
como un muchacho rico, exótico, malcriado y medio loco a quien no era necesario
tomarse muy en serio. Así en su “Autofotografía moral”, Camilo Antonio dice:
“Soy hombre eminentemente eléctrico, nervioso e impresionable. Eso hace que las
ideas que llego a adoptar y las impresiones que llego a recibir me dominen
despóticamente por lo general; y ha sido causa de varias contradicciones que
han aparecido tanto en mis teorías religiosas, sociales y de partido, como en
mis actos relativos al culto y en mi conducta política y social”.
También
allí relata algunos de esos rasgos de su carácter que más irritaban a sus
paisanos. “Desde el año 1848 hasta 1863 jugué a la suerte y al azar sumas muy
fuertes; en todos esos años me mantuve creyendo no sólo que podía haber tahúres
honrados, sino que para ser jugador era requisito sin el cual no, ser hombre de
bien. Como me sucede con todo, juzgaba por lo que veía y sentía en mí”. Sobre
el manejo de sus finanzas privadas cuenta: “nunca he llevado cuentas ni he
examinado las de cobranza que me han presentado, ni he vacilado en pagar los
saldos liquidados en mi contra; ni sé qué se hicieron los cuarenta y tantos mil
pesos míos que han pasado por mis manos, ni cuento jamás el dinero que me
entregan, ni sospecho que me metan el cinco por ciento en monedas falsas. Soy
seco y sentado como un banquero inglés, meditabundo como un filósofo alemán y
frívolo como un calavera francés”. Carecía, pues, de las bondades que
proverbialmente se le han dado al pueblo antioqueño y confrontaba con su
proceder transgresor las más sólidas concepciones morales de sus conciudadanos.
Si
fuese necesario definir a Camilo Antonio Echeverri, señala María Teresa Uribe6,
no dudaría en calificarlo como un rebelde que nunca dio ni pidió cuartel; un
crítico de todo poder establecido, de la autoridad nacida de la imposición, el
abogado de las causas perdidas, de los débiles, de los oprimidos. Un perdedor
reincidente que se enfrentó a los
molinos de viento armado únicamente de pluma y tinta de imprenta.
Vivir
en contacto con su público era una insuperable tendencia de su temperamento.
Cuando no tenía periódico propio difundía su alma candorosa en los más
conocidos y si le faltaban éstos, acudía valerosamente a las hojas sueltas. Si
los impresores se hacían exigentes con un hombre que desconocía sin ignorarla
científicamente, la función del dinero, ocupaba la tribuna pública.
Siempre
fue un trasgresor. Eso lo saben los padres jesuitas, ese ejército triunfante en
mil batallas contra los infieles en todo el mundo, que perdieron la guerra con
Camilo Antonio al que devolvieron, un día cualquiera de 1847, en el almacén de
su padre Gabriel. La doctrina tomista aprendida la desplegó para combatir al
clero y refutar las encíclicas papales; las clases se convertían en verdaderas
batallas campales. Su exigencia de demostraciones desbarataba entre ingenuo e
irreverente los silogismos pacientemente elaborados durante siglos.
Su
época es particularmente rica y agitada: la ciudad era un hervidero de ideas,
de propuestas y de programas y se multiplicaban las publicaciones, los
panfletos y las hojas sueltas. Funda El Pueblo, periódico semanal para explicar
los principios filosóficos del radicalismo. Más tarde, sus artículos aparecidos
en Revista de la ciudad están dedicados a informar sobre los sucesos de
Medellín y al análisis de la cotidianidad más allá del costumbrismo de la época
y escudriñan la vida diaria a la manera de un sociólogo, e incursiona en el
sentido común, en el alma popular. Añade María Teresa Uribe que sólo a un
trasgresor como Echeverri, un extranjero en su propia tierra, un intelectual
tan agudo con esa capacidad tan aguda para observar su mundo, podría escribir
textos como esos.
Siempre
fue un desobediente y tuvo plena conciencia de ello. En su “Autofotografía
moral” dice: “Mis mayores, mis maestros y casi todos los que tenían la misión y
el deber de educarme, han sostenido en mi cara, en mis barbas, y de una manera
intransigente y dogmática, que yo no sirvo para nada; y tanto han machacado e
insistido en ello que acabé por creerlo yo mismo. Me declararon menor de edad a
perpetuidad, y aunque no me declararon párvulo, yo paré en considerarme
sucesivamente como un niño expósito, como un bobo de más de dieciocho años, o
como un viejo que hace muchachadas, pero sea dicho y valga la verdad, todos
sabían o sospechaban, saben o sospechan que yo no sé hacer ojo de soga –nudo
corredizo para enlazar–, que no sé armar lo que los arrieros de Antioquia
llaman la encomienda de una sobrecarga; que no sé cuántos granos tiene un
costal de arroz; y que ¡oh santa simplicidad! he cometido el delito de dos
yemas de casarme dos veces con muchachas intachables pero pobres”. El niño terrible
de la Antioquia decimonónica, lo llama Uribe de Hincapié.
En
su “Autobiografía” confiesa sin pudor que “en enero de 1840 entré al colegio;
pero la revolución del coronel Córdoba del 8 de octubre, hizo, como era
natural, que los estudios padecieran mucho. Con todo, en 1844, ya sabía yo lo
que podía aprenderse en Medellín y aún más sobre aritmética, álgebra,
geometría, trigonometría, agrimensura, teneduría de libros, lógica, psicología,
ética, geografía, castellano, italiano, inglés, francés y latín”. Además del
inglés, tuvo dominio de las lenguas italiana y francesa; de esta última
tradujo, en verso, el drama Lucrecia Borgia, de Víctor Hugo –Bogotá, 1866–. Es
autor, asimismo, de una introducción en verso a la Memoria científica sobre el
cultivo del maíz, de su coterráneo Gregorio Gutiérrez González.
En
su “Autofotografía moral” cuenta que se inició en esas lides político-militares
desde muy temprano, cuando sólo contaba doce años, octubre de 1840, tomando la
opción política a favor de Salvador Córdoba en la llamada Guerra de los
Supremos. Esta alternativa escogida por el niño entraña un acto de rebeldía
contra su padre que era la cabeza visible de los Ministeriales en Antioquia
–germen de lo que después se llamó partido Conservador–, precisamente contra quienes
combatía Córdoba7.
La
misma historiadora nos da así el marco general y el contexto histórico de la
producción literaria y la vida pública de Echeverri: Cuando la rebelión llega a
la Provincia, el presidente encargado, don Juan de Dios Aranzazu, nombra a don
Gabriel Echeverry gobernador con el encargo expreso de aplastar los últimos
reductos de la rebelión, tarea que cumple ejemplarmente don Gabriel conduciendo
al cadalso a los últimos cabecillas de la revolución. Córdoba y sus compañeros
antioqueños habían sido fusilados en Cartago por orden de Mosquera y Mateo
Galindo, José María Vesga y Pablo Vegal lo fueron en la plaza pública de
Medellín8.
Este
acto de barbarie conmovió profundamente a los medellinenses que ni en las
épocas más obscuras del terror español habían presenciado actos semejantes, y
para Camilo Antonio, la figura autoritaria del padre se le vistió de verdugo de
sus copartidarios. Era también un acto de rebeldía contra su clase, pues las
huestes de Los Supremos en el Cauca y Bolívar estaban conformadas por los
artesanos, las ñapangas, los negros libertos o los esclavos huidos y enmontados
que quemaban trapiches, arrasaban haciendas y azotaban públicamente a los
grandes propietarios, adquiriendo por esto el mote de zurriagueros. Y en Antioquia
seguían a Córdoba, a Alzate y a Jaramillo, los pequeños cultivadores de tabaco
en Sopetrán, perseguidos por los agentes de los resguardos, los destiladores
clandestinos de aguardiente en Guarne y Rionegro, los colonos de Salamina y
Neira, que se enfrentaban a los herederos de la concesión Aranzazu; los
pobladores de Yarumal y Campamento que medían sus fuerzas con los herederos de
la concesión Misas y Barrientos en un pleito casi centenario, en fin, la gente
del común que reclamaba sus derechos en una patria que no terminaba de salir de
la Colonia.
Entre
1848 y 1851, Camilo Antonio combinó sus estudios con el activismo político al
lado de “Los gólgotas”9 y con la vida bohemia y alegre de Bogotá. Nunca llegó a
graduarse, y regresa a Medellín, no para encargarse de los innumerables pleitos
de su padre, pues le apasionaba el derecho penal, sino para difundir las ideas
liberales, combatir el recién nacido partido Conservador y organizar las
sociedades democráticas en Antioquia10.
Relata
María Teresa Uribe que los mercaderes del marco de la plaza, liberales y
conservadores, incluido don Gabriel Echeverry, veían con cierta simpatía
algunas de las propuestas de “Los gólgotas” o radicales, como la ley de
descentralización de rentas y gastos, primer paso hacia la federación y que les
permitió liberar el oro de todo pecho y gravamen y exportarlo en polvo y en
barras, lo que antes estaba prohibido; la libertad de importaciones y la rebaja
de aranceles, la reforma monetaria que estableció el bimetalismo favorable para
aquellos que compraban con oro y vendían por plata, la reforma del crédito
público que les permitió articularse a las finanzas del estado como
prestamistas; en suma, el proyecto económico del radicalismo. Pero rechazaron
el anticlericalismo, la expulsión de los jesuitas y la abolición de los
diezmos, la redención de censos en el tesoro; es decir, todo aquello que tocara
con los intereses terrenales de la Santa Madre Iglesia y el esquema de
libertades civiles y derechos ciudadanos que los mercaderes de Antioquia
consideraban erodadores de su ethos socio cultural y su modelo ético político
de dominación. Por eso Camilo Antonio no sólo tuvo que enfrentarse con los
conservadores y los clérigos sino también con los liberales santanderistas que
pensaban que se iba demasiado rápido. Para desarrollar su tarea
proselitista funda El Pueblo, un periódico semanal en el cual
explica a sus conciudadanos los principios filosóficos del radicalismo, sus
proyectos parlamentarios y las actividades de las sociedades democráticas en
Antioquia.
Estos
artículos de El Pueblo son, pues, de un gran interés histórico; allí están
expresadas las tesis del radicalismo y, a través de los debates con los
copartidarios de Caro y Ospina, cualificado y aclimatado un ideario político
bastante abstracto y generalizante. Uribe de Hincapié asevera que no dudaría en
alegar que allí está el aporte antioqueño a la formulación del programa del
partido Liberal colombiano, pero cuando se recuerdan los prohombres del partido
en Antioquia, jamás se menciona a Camilo Antonio Echeverry que fue gestor de
este programa y su principal divulgador y defensor en Antioquia por muchos
años.
Los
jóvenes de la “Escuela Republicana” desarrollaron un activismo político de la
mayor importancia en dos frentes: la prensa en la que daban a conocer su
esquema de libertades públicas y derechos ciudadanos, sus ataques al clero, al
ejército, a los monopolistas y censatarios y sus preferencias por el régimen
político federal, y de otro lado, a la educación popular, pues consideraban y
con razón, que mientras la ignorancia campeara entre el pueblo, éste podía
seguir siendo manejado por las fuerzas de la reacción; de allí que fundaron las
escuelas populares de artesanos y propiciaron después la organización de éstos
en sociedades democráticas que jugaron un papel protagónico como fuerza de
choque el 7 de marzo de 1849, cuando el Senado, en una sesión bastante agitada,
declaró electo por estrecho margen de votos al doctor José Hilario López.
Las
contradicciones internas generadas por las reformas profundas que puso en
marcha José Hilario López bien pronto precipitaron la guerra civil en el país.
Don Julio Arboleda se levantó en el Cauca para oponerse a la ley de libertad de
los esclavos y otros estados lo secundaron, aunque por razones distintas y sin
conexión entre sí. Los conservadores antioqueños se sentían incómodos con el
gobierno de López, pero no se decidían a apoyar la revolución. Camilo Antonio,
conocedor de la voluntad pacifista, negociadora y poco amante de las armas de
sus paisanos, se dedica a tratar de neutralizar las tres provincias
antioqueñas, Medellín, Córdoba y Santafé de Antioquia, con la colaboración de
don Marceliano Restrepo, un comerciante muy importante y con influencia entre
los conservadores; pero como en otras oportunidades, y como seguirá ocurriendo
en el futuro, la guerra vino de afuera.
El
general caucano Eusebio Borrero llega a Antioquia, presiona algunos jefes
conservadores importantes como Braulio Henao, Pedro Antonio Restrepo Escobar,
Juan C. Uribe, quienes en un rápido golpe de mano deponen las autoridades en
Medellín, y Camilo Antonio, jefe civil de los radicales en Antioquia, va a dar
con sus huesos a la cárcel, de la que sale cuando es derrotada la revolución
conservadora, a mediados de 1852.
Después
de esta dura experiencia, Echeverry viaja a Inglaterra donde permanece dos
años; de ese período quedan algunos artículos publicados en El Neogranadino, de
Bogotá, sobre la cultura, la organización del estado y la religión protestante.
Regresa al país en 1854, en plena dictadura melista, a la cual combate desde la
prensa con gran vigor y energía que despliega para liquidar definitivamente los
restos del viejo liberalismo santanderista que quedan en la provincia.
El
melismo en Antioquia tenía dos tipos diferentes de adherentes: los viejos
santanderistas, como don Francisco Montoya, los De Greiff, la familia Obregón,
la rama liberal de la familia Martínez, de Santafé de Antioquia, es decir, los
grandes comerciantes prestamistas del Estado que habían sido distinguidos con
el otorgamiento de los contratos y monopolios por el general José María Obando
y conservados por el Dictador; por tanto, apoyaban a éste no porque creyeran en
una patria artesana y regida por militares, sino por las grandes ganancias que
les reportaba su vínculo con el gobierno. Los otros adherentes del melismo eran
las sociedades democráticas, precisamente aquellas que habían fundado los de la
escuela republicana, en Bogotá, y Camilo Antonio Echeverry en Antioquia11. El
triunfo de la coalición radical conservadora contra el Dictador, dejó tendidos
en el campo de batalla unos y otros, y unificado el partido Liberal antioqueño
en torno a los presupuestos radicales y, de contera, centralizado en Medellín
el principal fortín de ese Partido.
La
coyuntura de la guerra del año 60 lo toma, como a todos los radicales de la
vieja escuela republicana, un poco por sorpresa y desprevenido. No puede
defender el gobierno de Ospina Rodríguez que llega a su fin, pues éste
representa todo lo que el radicalismo ha combatido y quiere modificar, pero no
se decide por Tomás Cipriano de Mosquera, jefe de la rebelión, a quien
considera un autócrata, un militar de la vieja guardia y un enemigo más
peligroso que los mismos conservadores. Igual actitud observan los radicales en
Bogotá, pero la vorágine de la guerra termina por envolverlos a todos, y Manuel
Murillo, Ancízar, Aquileo Parra, José María Samper y Salvador Camacho Roldán,
acaban militando bajo las banderas de Mosquera. Camilo Antonio, por el
contrario, amparado en la autonomía regional que consagra la constitución de
1858 y en la existencia del Estado Federal de Antioquia, diseña una estrategia
bastante original y que fue vista con muy buenos ojos por los mercaderes de
ambos partidos que se oponían a la guerra porque afectaba la producción y los
negocios; esta estrategia consistía en declarar la neutralidad de Antioquia con
la tesis de la no intervención y de respeto a la autodeterminación de esa otra
nación que el general Mosquera había fundado con los estados del Cauca,
Santander, Bolívar, Magdalena y Panamá. Esta postura, que fue acerbamente
criticada por liberales y conservadores en el resto del país, quedó plasmada en
dos folletos que se divulgaron ampliamente, denominados La neutralidad de
Antioquia12 y Otra vez Antioquia13.
Pero
la guerra se prolongó porque el general Mosquera no se complació nunca con una
parte, lo quería todo, y la guerra inevitablemente llegó a las fronteras del
estado de Antioquia y amenazó con invadir sus campos, sus minas, sus villas y ciudades;
ante el peligro inminente que representaban las huestes negras de Mosquera que
venían, según los conservadores, a violar mujeres, devorar infantes, quemar
iglesias y a sacar las monjas de los conventos14, la aterrorizada burguesía
antioqueña capituló en Manizales y financió a Mosquera con un jugoso empréstito
de guerra que le permitió rehacer su ejército y llegar triunfante a la capital
de la república.
Camilo
Antonio que se había alejado de las decisiones del Radicalismo al inicio de la
guerra, no entendió muy bien los presupuestos del armisticio o la esponsión de
Manizales, como se la denominó en la época, y menos aún la inusitada tolerancia
de Mosquera con las autoridades conservadoras del Estado. Estas triquiñuelas,
alianzas secretas, acuerdos tácitos entre los partidos que combinaban la guerra
a muerte entre el pueblo con los pactos de caballeros en la cumbre, nunca
fueron de su agrado y en un acto casi suicida intentó deponer las autoridades
conservadoras de Antioquia, con lo cual fue a dar a la cárcel, de la que sólo
salió cuando Mosquera derrotó las fuerzas del gobierno y asumió la dirección
del Estado.
Este
era el espacio natural de Camilo Antonio; la tribuna, el foro, el debate
teórico, la argumentación intelectual, pero cuando tenía que asumir las tareas
prácticas de la política partidista, resultaba totalmente desfasado, era
incapaz de aceptar lo que llaman disciplina de partido, de defender posturas
que no compartía; de desarrollar activismo electoral, de realizar alianzas
tácticas o componendas políticas; en el ejercicio de la práctica política, en
las funciones de organización y dirección de colectividades era un fracaso
total. Por eso, aunque fue ideólogo del Radicalismo no logró ser un intelectual
orgánico, en el sentido gramsciano, y en esa incapacidad manifiesta para
afrontar en su real dimensión las realidades sociales es donde puede entenderse
sus cambios de frente, sus mudanzas de partido y su aparente veleidad política.
Apenas
iniciada la era liberal, sobrevino en Antioquia la rebelión conservadora, enero
de 1864, comandada por Pedro Justo Berrío, y continuó el peregrinar de Camilo
Antonio por el desierto de la oposición; acompañó hasta lo último a su primo
Pascual Bravo, presidente a la sazón del Estado Soberano de Antioquia, y estuvo
a punto de perecer con él en la batalla del Cascajo, pues la cabalgadura en que
montaba recibió cinco impactos de fusil15.
Camilo
Antonio esperó que el gobierno de la Unión, presidido por Manuel Murillo Toro,
viniera en auxilio de los liberales antioqueños para reinstaurar la vigencia
institucional, rota por un golpe de mano violento y sorpresivo, pero en lugar
de los ejércitos del Radicalismo llegó a Antioquia don Próspero Pereira Gamba,
uno de los comerciantes más ricos del país, amigo y compañero de negocios de
todos los prohombres de Antioquia, tanto conservadores como liberales, y logró en pocas semanas
reinstaurar la alianza tácita de radicales y conservadores y conseguir del
general Berrío una declaración según la
cual, se sometía en todas sus partes a la Constitución de Rionegro y juraba
cumplirla en el Estado de Antioquia, y el gobierno de la Unión, por su parte,
reconocía como legítimo el gobierno de Berrío sobre la base filosófica del
derecho de los pueblos a la insurrección.
En
lugar de la hegemonía radical, la región vivió doce años bajo la tutela de
Berrío, y Camilo Antonio, el radical de Antioquia, vio con tristeza cómo sus
amigos liberales entregaban esta provincia en manos de la reacción para ganarse
el apoyo de los representantes conservadores en el Congreso a sus propuestas
económicas y el voto del Estado para la elección de los presidentes radicales
del período16.
Se
queda, pues, solo con sus ideas, sus principios filosóficos y su idealismo
recalcitrante, escribiendo desde las columnas de los periódicos contra un
régimen que se fortalecía a ojos vistas y que cumplió la sagrada misión de
conservatizar la provincia. Para oponerse al gobierno de Berrío funda El
Índice17 y arremete con renovada violencia contra los conservadores, el clero,
el Papa, las costumbres sociales y políticas de Antioquia, y todo aquello que
constituyó el proyecto político de los antioqueños.
El
epígrafe de su periódico fue por muchos años esa pregunta impertinente que
repetía hasta la saciedad: “¿Cuándo empiezan a cumplirse en Antioquia las leyes
de desamortización de bienes de manos muertas y los decretos de tuición?”. Pero
sus catilinarias no lograron conmover a los gobiernos radicales ocupados
afanosamente en la reproducción de su sistema de dominación, y mientras los
intelectuales de Bogotá y Medellín atacaban el gobierno de Berrío en tono
mayor, la alianza radical conservadora de Antioquia seguía su marcha y los
mercaderes de todos los partidos en Antioquia se enriquecían, fundaban bancos,
emitían billetes, diversificaban sus negocios, y los Radicales, con la ayuda de
Antioquia, colocaban uno tras otro, en el solio de Bolívar, los más conspicuos
representantes del Olimpo.
Al
iniciarse la década de 1870, Camilo Antonio empieza a manifestar una violenta
crisis que no es únicamente suya sino que la comparte el Radicalismo y que de
manera distinta, y a diferentes ritmos, afectó a todos los intelectuales de la
vieja escuela republicana.
El
ejercicio del gobierno durante más de una década genera siempre desprestigio y desgasta
el partido en el poder. Las alianzas, o las
ligas, como se les denominó en la época, llevaron al Radicalismo a
transigir, a entregar parcelas de poder, a dejar en el tintero buena parte de
sus propuestas democráticas y libertarias, y a restringir el círculo del
gobierno a unos cuantos personajes que se intercambiaban los cargos públicos y
se lucraban de los jugosos contratos con el Estado.
Gran hombre el doctor Camilo Antonio Echeverri. Pariente cercano de mi abuela Rosarito Echeverry Tobón. He leído varios escritos suyos en obras completas de Rafael Montoya y Montoya.
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