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DIAS DEL LIBRO
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EVELIO
JOSÉ ROSERO
Invitado nacional a
los Días del Libro
Certamen que se efectuará
en el barrio Carlos C. Restrepo, Medellín,
los días 20 21 de abril
del 2012
Evelio Rosero
Evelio
José Rosero Diago (Bogotá, 20 de marzo de 1958) es un escritor y periodista
colombiano, Premio Nacional de Literatura 2006.
Su
familia se mudó a la ciudad de Pasto cuando Rosero estaba en un colegio de
Bogotá, y fue en esa ciudad andina, en el sur de Colombia, donde pasó la muyor
parte de su infancia; regresó a la capital ya adolescente; tanto sus estudios
primarios como secundarios los hizo en establecimientos católicos, y de esos
"años con los curas le quedó una rabia profunda".1 Después siguió la
carrera de Comunicación Social y Periodismo en la Universidad Externado de
Colombia.
Comenzó
su carrera literaria publicando cuentos en las Lecturas dominicales de El
Tiempo y el Magazín Dominical de El Espectador.2 En 1979, a sus 21 años, el
relato Ausentes le vale su primer reconocimiento literario: el Premio Nacional
de Cuento “Gobernación del Quindío”, publicado por el Instituto Colombiano de
Cultura en el libro 17 cuentos colombianos. Tres años después, obtiene en
México el Premio Iberoamericano de Libro de Cuentos Netzahualcóyotl, así como
el Premio Internacional de novela breve La Marcelina, de Valencia, España, por
Papá es santo y sabio. En este punto, Rosero viaja a Europa, en donde reside
primero en París y luego en Barcelona.
Se
inicia en la novela con la trilogía Primera vez, conformada por Mateo solo
(1984), Juliana los mira ([[1986), novela ya traducida a cinco idiomas, y El
incendiado 1988), que ganó el II Premio Gómez Valderrama a la mejor novela
publicada en el quinquenio de 1988-1992. En este período también concluye una
colección de cuentos en la que venía trabajando hace un tiempo, Cuento para
matar a un perro y otros cuentos (1989). En 1991 publica la novela para niños
Pelea en el parque; esta incursión en la literatura infantil es seguida por el
libro de cuentos El aprendiz de mago (1992). Ese mismo año aparece su siguiente
novela, Señor que no conoce la luna, tras la cual vendrá un período de trabajo
en los géneros de cuento, Las esquinas más largas (1998), y teatro, Ahí están
pintados (1998). En el 2000 publica dos novelas más, Cuchilla y Plutón, y
luego, Los almuerzos ( 2001) y Juega el amor (2002).
Juliana
los mira la comenzó en París y la terminó en Barcelona, dos ciudades en las que
vivió unos años difíciles, según ha contado: en la capital francesa tuvo que
"tocar la flauta, en el metro". En España "viví tres años a
punta de vino pelión, como llamábamos con los amigos al vino barato".1
El
año 2006 se puede marcar como un punto de inflexión en su trayectoria: publica
su novela más aclamada y premiada hasta el momento, Los ejércitos, y el
Ministerio de Cultura le otorga el Premio Nacional de Literatura como
reconocimiento a toda una vida dedicada a la escritura. También en 2006 publica
el poemario Las lunas de Chía. Los ejércitos obtiene en 2007 el II Premio
Internacional de Novela Tusquets. La novela ha sido traducida a siete idiomas,
y, en 2009, el diario inglés The Independent le otorgó el Foreign Fiction
Prize, considerándola la mejor obra de ficción traducida al inglés.3
Premios
y reconocimientos
Premio Nacional de Cuento “Gobernación del
Quindío” 1979 para Ausentes
Premio Iberoamericano de Libro de Cuentos
Netzahualcóyotl 1982 por Papá es santo y sabio
Premio Internacional de novela breve La
Marcelina 1982 por Papá es santo y sabio
Beca Ernesto Sábado 1986
II Premio Gómez Valderrama a la mejor novela
publicada en el quinquenio de 1988-1992 para El incendiado
Premio Nacional de Literatura 2006, otorgado
por el Ministerio de Cultura como reconocimiento a toda una vida dedicada a la
escritura
Premio Tusquets de Novela para Los ejércitos
2006
Foreign Fiction Prize 2009 para Los ejércitos,
otorgado por The Independent en reconocimiento a la mejor obra traducida al
inglés durante el último año.3
Obras
Novelas
·
Mateo
solo. Entreletras, Bogotá. 1984
·
Juliana
los mira. Anagrama, Barcelona. 1986
·
El
incendiado. Editorial Planeta, Bogotá. 1988
·
Papá
es santo y sabio. Calos Valencia Editores, Bogotá. 1989
·
Señor
que no conoce luna. Editorial Planeta, Bogotá. 1992
·
Cuchilla.
Editorial Norma, Bogotá. 2000
·
Plutón.
Editorial Espasa-Calpe, Madrid. 2000
·
Los
almuerzos. Universidad de Antioquia, Medellín. 2001
·
Juega
el amor. Editorial Panamericana, Bogotá. 2002
·
El
hombre que quería escribir una carta. Editorial Norma, Bogotá. 2002
·
En
el lejero. Editorial Norma, Bogotá. 2003
·
Los
escapados. Editorial Norma, Bogotá. 2006
·
Los
ejércitos. Tusquets Editores, Barcelona. 2006
·
La
carroza de Bolívar. Tusquets Editores, Barcelona. 2012
Poesía
El eterno monólogo de Llo (poema novelado).
Testimonio. 1981
Las lunas de Chía. Fondo Editorial Universidad
Eafit, Medellín. 2006
Libros
infantiles
El aprendiz de mago y otros cuentos de miedo.
Colcultura, Bogotá. 1992
Cuento para matar a un perro(y otros cuentos).
Carlos Valencia Editores, Bogotá. 1989
Las esquinas más largas. Editorial
Panamericana, Bogotá. 1998
Teatro
Ahí están pintados. Editorial Panamericana,
Bogotá. 1998
(Wikipedia)
Microcuentos
de Evelio José Rosero
Crónica
de un viaje por Chile
En
ese viaje por Chile tuve la ocurrencia de tocar la dulzaina. Íbamos tres en el
camión, sentados sobre costales. Atardecía. Me oían Antonio y Ramiro, que
bebían vino de una cantimplora. Nos conocimos en Cuzco, y decidimos continuar
el viaje a la Argentina. En la cabina del camión conducía un hombre viejo, pero
recio, en compañía de su mujer y su hijo. Nos detuvimos en un pueblo fantasma,
en la mitad de las arenas, para buscar agua. Un corrillo de hombres y mujeres
aguardaba. "¿Alguno de ustedes tiene una dulzaina?", preguntaron.
Después
de un silencio estupefacto, Antonio les dijo que no con la cabeza. Ramiro, sin
embargo, no tuvo inconveniente en señalarme: "Éste lleva una dulzaina".
Habló
uno de los hombres. "Mire, compadre -explicó-, mi hija se muere, y se le
ha ocurrido que quiere escuchar una dulzaina mientras muere. Le hemos cantado
con guitarras, y ella es terca, ha dicho que quiere morir oyendo sonar una
dulzaina. Aquí no tenemos dulzainas. Muchos compadres no saben qué bendita cosa
es una dulzaina. Si usted quiere acompañarnos... usted toca la dulzaina, y ella
escucha, y se muere, y usted sigue su viaje".
Yo
lo escuchaba atónito. Apenas pude entender de qué se trataba. Fuimos a casa de
la agonizante. En vano intenté buscar una canción en la memoria. ¿Qué tocaría?
Entramos por fin a una casa fría, vacía de muebles. Fue como si de pronto
anocheciera.
Y
vi a la hija. Una muchacha.
La
descubrí acostada entre luces de cirios, olor de leña quemada, como si ya
estuviera muerta. Pero sus ojos alumbraban, grandes, claros, místicos. Era la
muchacha más bella de la vida, en mi camino, muriéndose. Era una gran sombra
amarilla. Me resquebrajé por ella, cuando lloró. En mi mano la dulzaina tembló.
Sus labios parecieron alentarme con una ancha sonrisa. Yo dudaba en soplar la
dulzaina. Yo dudaba. ¿Qué canción? Comprendí de pronto que para tocar una
dulzaina hace falta aspirar, y expirar.
"Un
día soñé con usted", me dijo la muerta. Sí, la muerta, con voz de muerta.
Alguien me ofreció una copa de aguardiente. Bebí con sed, y después el
aguardiente mojó la dulzaina. Elegí, entre aquella perdida pampa chilena, y sin
saber por qué, una canción de los Beatles. Y sonó bien, porque ella sonrió, agradecida.
Amante complacida. Sus ojos seguían absortos, contemplándome. No podía mirarla,
de modo que cerré mis ojos, y seguí tocando, hasta que alguien puso una mano en
mi hombro. Entonces vi que ella había cerrado los ojos. Me dijeron que ya no
era necesario que tocara, la muerta había muerto, y sólo ella quería oír una
dulzaina. Sólo ella.
La
casa
He
aquí una casa loca, cuyas escaleras no conducen a nada. Uno abre la puerta y
cree entrar y en realidad ha salido. Pero cuando uno cree salir sucede lo contrario:
uno ha entrado. Y la mayoría de las veces uno no se explica a dónde ha llegado,
o qué ha sido del cuerpo de uno en esta casa. Las ventanas tienen la
peculiaridad de no mirar hacia afuera sino hacia adentro. Todos los muebles
cuelgan a medio metro del techo principal. De manera que para llegar a ellos es
necesaria la imposibilidad de volar, o un salto largo y elástico que le permita
a uno aferrarse de una silla, por ejemplo, y luego escalarla y sentarse en
ella, como en un peligroso columpio. Y lo peor ocurre cuando cada uno de los
movimientos oscilantes de los muebles tiende a vencer el equilibrio de los
ocupantes, de manera que muchos se han despedazado intentando resistir más de
una hora sentados en el mismo sitio. Todos los muebles confabulan sus movimientos
para desbaratar a sus ocupantes, y ya se sabe que los muebles flotantes
procuran sobre todo que los cuerpos sean derrotados de cabeza; nadie ha podido
saltar incólume. Siempre, en la caída, hay otro mueble oscilante que se las
arregla para que el cuerpo en condena se estrelle de cabeza contra el suelo.
A
pesar de estas aparentes incomodidades, se escuchan, en la casa, cuando cae la
noche, muchas voces y risas, y chocar de copas (y muebles). Nadie ve llegar a
los invitados, y tampoco salir, y eso se debe seguramente a la otra
originalidad de la puerta, que da la sensación de permitir entrar y salir al
mismo tiempo, sin que verdaderamente se haya salido o entrado. Nadie sabe,
además, quién es el dueño o quiénes habitan la casa permanentemente. Alguien
nos cuenta que vive una pareja de niños. Otros aseguran que no son niños, sino
enanos: de lo contrario no se justificarían las fiestas de siempre,
escandalizadas por las exclamaciones más obscenas que sea posible imaginar. Hay
quienes afirman que nadie vive en la casa, y que en caso contrario no serían
niños y tampoco enanos sus habitantes, sino dos jorobadas dementes. Ni unos ni
otros dicen la verdad. No han acabado de entender que todos son en realidad mis
habitantes, que están dentro de mí como también yo estoy dentro de ellos, que
yo soy algo vivo, y que a pesar de todas las vueltas que puedan dar por el
mundo quizá nunca les sea posible abandonar mi tiranía para siempre, porque
también yo estoy dentro de mí.
Un
hombre
Un
hombre puso el siguiente aviso frente a la puerta de su casa: Se venden pobres.
Otro hombre que pasaba se acercó a preguntar el precio. "Depende",
dijo el primer hombre, "tendría usted que elegir qué pobre quiere".
Entraron los dos hombres en la casa y no tardó en salir el comprador con un
pobre bajo el brazo -sin explicarse aún para qué realmente necesitaba un
pobre-. Al poco tiempo los demás hombres se enteraron de la noticia y no tardó
en llenarse la casa de compradores. Cada quien salía con su respectivo pobre
bajo el brazo. Algunos llevaban hasta tres y cinco pobres sobre las espaldas.
Eran paquetes de pobres. Se anunciaban pobres en los periódicos. Se exportaban.
Todo siguió así hasta que el primer hombre quedó sin más pobres para vender. El
último pobre que se llevaron fue su mujer, aunque meses más tarde también él
tendría que venderse como pobre. Entonces la competencia no se hizo esperar.
Aparecieron empresas vendedoras de pobres, industrias productoras de pobres. Y
eran pobres de todos los tamaños y colores. Hubo muchos concilios y guerras,
exposiciones y discusiones que intentaron determinar el origen de tanto pobre.
Se publicaron cientos de libros. Nadie habló de pobreza. Únicamente de pobres.
Demasiado tarde. Se remataban pobres en África, en Pakistán, en los Estados Unidos,
en la Argentina. No tardó el mundo entero en llenarse de pobres.
Sia-Tsi
-¿Cómo
te llamas? -preguntaron a Sia-Tsi los guerreros del déspota Wu-nung.
Sia-Tsi,
que vivía en el reino de Lu y era partícipe de la escuela de Mo, guardó (como
era de esperarse) un respetuoso silencio.
-Cómo
te llamas -repitieron impacientes los guerreros, pues buscaban al anciano
maestro desde hacía nueve años para matarlo. Pero no lo conocían y entonces,
cada vez que iniciaban otra redada, bebían cada uno once tazones de vino
amarillo para darse ánimos, pues se aseguraba que Sia-Tsi era poseedor de todos
los lenguajes y lograba fácilmente llamar en su ayuda a los animales o las
aves, o podía muy bien mimetizarse entre los árboles y flores o convertir a sus
enemigos en cuervos ingrávidos, con sólo invocar dos o tres palabras
antiguas.
-Cómo
te llamas -siguieron insistiendo los guerreros, ebrios, sacudiendo sus sables
relucientes, de un metal casi vivo, sediento de humedecerse y oscurecerse. Lo
cierto es que estaban muy alarmados y tensos, pues por fin todas las
descripciones coincidían con aquel anciano que (como era obvio) tenía una barba
gris que le cubría los pies, y unos ojos muy hondos y negros que sin duda no
miraban hacia el cuerpo sino más allá, hacia más adentro.
Evidentemente
él y sólo él debía ser Sia-Tsi. Aún así, volvieron a repetir a gritos la
pregunta: "Cómo te llamas".
-Nunca
he podido responder a esa pregunta -respondió el anciano maestro-. Hoy podría
tener un nombre, y mañana otro, ayer pude llamarme Sia-Tsi, que es el que
ustedes buscan, pero mañana podría llamarme Yi-Po, y hoy me parece que debo
llamarme Chou, que es un nombre acorde con este viento que nos rodea.
La
respuesta del anciano los desconcertó. Y los hirió, además, su mirada, entre
irónica y piadosa, que no se congelaba ante la fría cercanía de los sables
apuntándolo. Por fin los guerreros, temerosos de permitirle el tiempo necesario
para pronunciar palabras antiguas, le dijeron:
El
anciano no pudo, ante semejante afirmación, evitar reír.
Un
tiempo después, sobre la hierba tibia y anaranjada, Sia-Tsi continuaba
convencido de no saber quién era realmente el que moría.
Bajo
la lluvia
Le
preguntamos qué hacía ahí, flotando en la calle, bajo la lluvia, y él respondió
que nada, que lo único que hizo fue saltar un poco, para evitar un charco, con
la extraña suerte de que no volvió a caer. "Y aquí estoy, como pueden
ver", dijo. Tenía los ojos aguados, como alguien sorprendido por la
emoción más inaudita, como alguien a punto de llorar silenciosamente. Su
corbata colgaba ondulante, parecía lo único de él que pretendía continuar
atándolo realmente a la tierra. Y, sin embargo, también él parecía aceptar su
situación, porque reconoció, estupefacto: "Debo ser uno de los tantos casos
raros que hoy existen en el mundo". Nos contó que al principio fue
agradable. "Esto es como los pájaros", contó que había pensado, pero
más tarde todo eso empezó a preocuparlo porque se elevó un metro y después dos
más y de pronto comenzó a decirnos que sentía que otra vez iba a seguir
elevándose, que lo ayudáramos. "¡Pronto, pronto!" gritaba.
"Su
situación es peligrosa", reconoció alguien, "si sigue elevándose a
ese ritmo un avión podría quitarle la vida". "Sería lo mejor",
sonrieron dos mujeres, "a quién se le ocurre saltar un charco para no
volver a caer". "Esto hay que publicarlo", pensaron otros,
"de lo contrario nadie va a creerlo".
"Qué
podemos hacer", le dijimos, "podríamos amarrarlo".
"¡No,
no!", respondió él, esforzando la voz -porque ya se había elevado cuatro o
cinco metros más, de un solo tirón-, "no quisiera hacer el ridículo,
perdería mi puesto en el banco". Se estuvo pensativo unos segundos.
"¿Entonces?",
le gritamos.
"Díganle
a mi novia que hoy no pasaré por ella", respondió él, más resignado que
impaciente. Decir aquello fue como arrojar el último lastre de su vida. De un
sacudón empezó a elevarse con la lentitud de un zepelín.
El
invitado inventado
Despojado,
descornado, igual que el corazón de la res, en el sillón más lejano, el
invitado que nadie invitó.
-¿Es
usted un invitado?
-No.
Soy inventado.
Su
discreción abochorna. Su sencillez. Es posible que sea húngaro. Alguien habla
de unas rosas marchitas en un jarrón, y él responde que la naturaleza es bella
porque es imperfecta: una mujer es hermosa y sin embargo no nos ama, dice. Y
nos dice que un manojo de arena nos lleva de nuevo al mar. Nos habla del
pequeño drama de la Mujer Barbuda, en el circo, a quien él conoció y amó (y
obliga a sonrojarse a las ancianas, pues asegura que la Mujer Barbuda era más
dulce que un mamut). Los hombres ríen complacidos. Las mujeres suspiran. Los
niños juegan con él.
De
pronto se incorpora. Bebe rígidamente la última copa y se despide. Nos dice:
-Quiero
charlar con mis amigos peces.
Y
sale por la puerta grande, en busca de la cordura que para siempre extravió.
Todos
nos hemos quedado fríos, en el salón, contemplándonos afligidos, como cuando
uno quiere seguir bailando y se ha acabado la música.
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DIAS DEL LIBRO
Coordinan:
María Cecilia Estrada.
Víctor Bustamante
Consejo de literatura de
Medellín
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